¿Es, tal y como parece, nuestra relación con el amado única e inclasificable?
Para unos, el hecho de llegar a conocer a su amado es fruto de la más categórica casualidad, se trata de un asunto meramente probabilístico; sucede al girar por esa calle, no hacerlo, tardar cinco minutos más en salir de casa o apuntarse a una clase de yoga. Incluso, en las películas estadounidenses están determinados a forzar el azar y, en lugar de utilizar bolsas con asas, en todos los supermercados guardan sus artículos en sacos de papel, casi como si deseasen que alguien decidiera hacerlos caer. Para otros, en cambio, el hallazgo de la persona amada responde a los designios de un destino insorteable, el universo – o la palabra equivalente que se decida a usar – confabula en favor de esa unión. Sea como fuere, para todos, den las explicaciones que quieran para el suceso del encuentro, el objeto amado es único, inclasificable, totalmente original o, en una sola palabra: átopos.
Ya habíamos aprendido que aquello que es adorable lo es porque es lo único capaz de alinearse con todos nuestros deseos y ahora, en relación con esa cualidad, nos cuenta Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, que a Sócrates, sus interlocutores lo llamaban así: átopos. Esto significa inclasificable, único en su clase, sui géneris, «de una originalidad incesantemente imprevisible». Cuando juzgo a alguien desde fuera, puedo clasificarlo, puedo hacerme una idea clara de cómo es y remitirlo directamente a una de las categorías prefijadas, la gente normal es fácilmente catalogable. En cambio, cuando una persona me fascina y su luz propia hace que lo separe de todos los demás, encadenarla a uno de esos grupos resulta imposible. Hay algo de mí en ese ser adorado, es mi verdad «no puede ser tomado a partir de ningún estereotipo (que es la verdad de los otros).» Pero, muy a menudo en nuestro tiempo, llegamos a enamorarnos varias veces en una vida, a amar a personas distintas:
«¿Ocurre pues que mi deseo, por especial que sea, se aferra a un tipo? ¿Mi deseo es por lo tanto clasificable? ¿Hay, entre todos los seres que amé, un rasgo común, uno solo, por tenue que sea (una nariz, una piel, un aire), que me permita decir: ¡he aquí mi tipo! «Es totalmente mi tipo», «No es del todo mi tipo»: palabra de conquistador: el enamorado no es en realidad sino un conquistador más difícil, que busca toda la vida «su tipo»? ¿En qué rincón del cuerpo adversario debo leer mi verdad?»
Es una pregunta mil veces repetida, si mi amor es único ¿cómo es posible que me enamore más de una vez? ¿Hay un patrón? ¿Me enamoro de esos rasgos y no de la persona? Hay quien sostendrá que es porque coincide que esas personas llegan al nivel de sintonía idóneo con mi personalidad en los distintos momentos de mi vida. Otros, que el patrón se repite porque siempre busco volver a pasar por la misma historia por la que pasé con mi primera relación, aprendí a amar con él/ella y quiero tener lo mismo otra vez. O, quizás, contradiciendo lo que nos dice Barthes, sea que no amamos a las personas en su totalidad, sino en un ejercicio sumatorio. Tal vez nuestro enamoramiento se articule mediante un hilo que penetra en todos los pequeños detalles que nos son queridos y, así, también sostiene los que nos desagradan. Si el amor es como un mosaico, será porque adoramos las pequeñas teselas y piezas de vidrio que terminan conformando la imagen que contemplamos. Pero, entonces ¿mi amado es único, es átopos? Sí, porque desde mi percepción de enamorado, cuando estoy bajo el efecto de la fascinación, soy incapaz de reconocer cuáles son las cosas que lo hacen adorable, siempre hay un excedente que no soy capaz de nombrar. Lo relevante es la combinación, la suma global: su todo. Esa totalidad que representa para mí el amado, es la prueba irrefutable de su unicidad, de su cualidad de inclasificable, para mí no hay nada semejante en el mundo. Puede ser que nos enamoremos por el influjo de una serie de gestos, cualidades, rasgos o actitudes que tuvimos y extrañamos o que nunca hemos tenido y deseamos desde que tenemos conciencia, pero sólo puedo llegar a amarlos cuando se conjugan en la originalidad de una única persona.
la atopía resiste a la descripción, a la definición, al lenguaje, que es maya, clasificación de los Nombres (de las Faltas). Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se puede hablar de él, sobre él; todo atributo es falso, doloroso, torpe, mortificante: el otro es incalificable (ese sería el verdadero sentido de átopos).

Con este ejemplo quedará mucho más clara la definición de átopos: muchos afirmarán que pueden hacer un listado con las cosas que le gustan de una persona y que podrían encontrar en otra diferente, pero, si todo eso es cierto, ¿cómo se explica que, en el berrinche de un desamor, una vez gastadas todas las aparentes razones por las que lo amábamos, concluyamos usando su nombre como un argumento más? «Era X, cómo seguiré sin X, no podría explicarlo, es que era X» decimos en esos casos. Claro que existen miles de razones por las que alguien nos resulta adorable, pero por separado pierden todo su sentido, no importan si no forman parte de esa totalidad que sólo encontramos en el ser amado, se trata, como decía, de la atopía del amor.
Esa unicidad puede llevarnos a muchos efectos. Podemos llegar a pensar que, ante la excepción a la regla que implica el amado, nosotros no estamos a la altura y somos vulgares, mediocres, fácilmente clasificables. «Frente a la originalidad brillante del otro no me siento jamás átopos, sino más bien clasificado (como un expediente muy conocido).» La singularidad que manifiesta nos hace tenernos por menos, desequilibra nuestra unión, volviéndola vertical. Pero existe la manera de canalizar esa atopía de un modo sano: entendiendo «que el verdadero lugar de la originalidad no es ni el otro ni yo, sino nuestra propia relación. Es la originalidad de la relación lo que es preciso conquistar.»
Si el sumatorio y la combinación de cualidades adorables son aquello que hace único a mi amado, más original y exclusivo se volverá todo si sumamos ambos nuestras respectivas singularidades. Para que un amor sea placentero y único, es preciso que los amantes creen un mundo aparte, que construyan un lugar en el que los criterios reduccionistas de la sociedad no tengan cabida, ese punto en el que las categorías son abolidas. «La mayor parte de las heridas me vienen del estereotipo: estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonado, frustrado, como todo el mundo. Pero cuando la relación es original, el estereotipo es conmovido, rebasado, eliminado, y los celos, por ejemplo, no tienen ya espacio en esa relación sin lugar, sin topos, sin «plano» —sin discurso.» Entonces nos volvemos únicos, sólo podríamos manifestar la belleza de nuestra excepcionalidad utilizando los pronombres personales: tú y yo no somos más que tú y yo. Átopos es real y resulta indispensable cuando hablamos de amor.
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Bibliografía mencionada:
Fragmentos de un discurso amoroso – Roland Barthes

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