Mediterráneo (doble) moral: el recuerdo de lo que fuimos

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Blanes (Girona), 2025. Fotografía de la autora.

Y te acercas y te vas después de besar mi aldea
Jugando con la marea, te vas pensando el volver
Eres como una mujer perfumadita de brea
Que se añora y que se quiere
Que se conoce y se teme
Joan Manuel Serrat

Helen Betancourt

Estoy sentada en el tren que me llevará de vuelta a la ciudad de asfalto y cuarenta grados a la sombra. Me voy pensando en volver. En mis oídos suena Mediterráneo, considerada por la opinión general – en concreto, por la mía propia– la mejor canción de la música popular española. Con ella, Serrat evocaba el orgullo de nacer en el Mediterráneo, despertando un sentimiento de satisfacción en quienes han crecido en él, y reconfortante para quienes han entregado sus veranos a sus costas.

Cuando estoy en Madrid – y tengo amor, juegos o penas –, solo me queda Sorolla, quien también construyó una romantización de nuestra identidad cultural, en su caso, plasmando en óleo sobre lienzo las estampas que han acompañado la vida y la memoria de cualquier español de cuna. Sus pinceladas de luz me llevan a sitios parecidos a la playa donde sigue jugando mi niñez y duerme mi primer amor.

Ambos –Serrat y Sorolla– contribuyeron al espejismo de la vida ideal que refleja esta nuestra tierra. Pero poco queda ya de la narrada tierra idílica bañada por el sol. En mis casi veintidós años de vida ha ido consumiéndose hasta quedar reducida a una postal del imaginario de mi niñez.

Joaquín Sorolla, Corriendo por la playa (1908).

Cuando llegué a aquel pueblo de la costa de Girona, apenas tres días antes de mi nostálgica partida —la del tren que me devolvería a mi Madrid natal—, me encontré subiendo las escaleras del apartamento vacacional con la cabeza gacha. No por falta de entusiasmo sino porque, a pesar de llegar a duras penas al metro sesenta, la estancia estaba remodelada de tal forma que, si no me encorvaba, habría acabado chocando con el techo. Adiviné enseguida que lo que antes había sido un solo alojamiento se había dividido en cuatro minúsculos espacios.

Al cruzar el umbral del nuestro comprendí que una maleta y una mochila bastarían para ocupar todo el espacio caminable. No tardé en descubrir que mi acompañante tendría que esperar en las escaleras del recibidor mientras yo usaba el baño: nuestras piernas hacían tope con la puerta, impidiendo cerrarla a la intimidad. Tampoco imaginaba que acabaría escupiendo —sin quererlo—la pasta de dientes directamente al suelo por falta de un lavabo que mereciera tal nombre, o que escucharía, con nitidez, las conversaciones de nuestros vecinos de vacaciones precarias al otro lado de la pared. Y que, por supuesto, ellos escucharían las nuestras.

Era lo mejor que habíamos encontrado, ajustado a nuestro bolsillo, entre un umbral de precios ridículamente altos. No ofrecía mucho, pero el mar estaba a dos calles, y uno siempre termina creyendo que su cercanía justifica cualquier exceso.

Así, este verano el Mediterráneo se me reveló distinto. Entre la cerveza fría y la siesta bajo la sombrilla asoma una economía de cartón piedra. La promesa de descanso se diluye entre quienes vienen y van fugazmente los días que el bolsillo les permite, y las casas que se hacen y se deshacen para poder alquilarse más caras. Lo que antes era hogar se convierte en inversión, lo que fue verano se ha vuelto negocio. Y quienes venimos buscando una tregua nos convertimos, sin quererlo, en parte del engranaje que erosiona lo que llevamos amando cada agosto.

Y, aun así, venimos. Nos dejamos embaucar por lo que antes era un refugio y ahora es una mera puesta en escena para los que escapan de la precariedad y son recibidos con la misma moneda. Pero este artificio está colmado de tal belleza que nos engatusa. 

Y, aun así, volvemos. La luz reflejada en los balcones encalados, que ocultan carteles de Se vende bajo las buganvillas, hace que donde antes se heredaban casas de abuelos a nietos y ahora se alquilan, se perdone lo imperdonable.

Pienso en Serrat, en Sorolla, en los veranos de nuestra infancia, en esa versión ideal del Mediterráneo que ya no existe más que en la memoria colectiva. Pienso que quizá lo que añoramos no es el mar, sino el tiempo que teníamos para mirarlo sin sentir que se nos escapa.

Me alejo en el tren y, a través de la ventana, la costa se hace pequeña. Las olas se disuelven en el reflejo del agua, en una ilusión que durará hasta el año que viene. En mis auriculares, Serrat sigue cantando como si nada hubiera cambiado. Y yo, que también tengo el sabor amargo del llanto eterno, me voy pensando en volver.

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