La prosa fantástica de Tamara Silva

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Durante la pasada edición de la Feria del Libro de Madrid, conversando con un editor, me comentaba que la mayor visibilidad adquirida en los últimos años por la literatura latinoamericana se debe en buena parte a un boom protagonizado por escritoras. Así, no parece sorprendente que una de las voces emergentes editadas recientemente en España sea la de la uruguaya Tamara Silva.

Con tan solo veinticinco años, la autora ha publicado este año Larvas, un libro de cuentos tenebrosos, inquietantes y fantásticos. Relatos con personajes y escenarios uruguayos, dirigidos al público español. 

Animales resucitados, seres sobrenaturales y mujeres de piedra, todo ello tiene cabida en el libro. La destreza de Silva para insertar estos elementos en una atmósfera imbuida de cotidianidad lleva a algunos a situarla en la órbita de Mariana Enríquez o Samanta Schweblin. Y es que la extrañeza es también una característica fundamental de sus relatos, puesto que lo fantástico se acaba asumiendo como ordinario, pero el lector no deja de sentir ese choque entre lo real y lo sobrenatural. 

Quizás esta es una interpretación muy personal (este artículo no deja de serlo), pero creo que los elementos fantásticos, inquietantes, en la obra de Silva son un indicio que pretende poner en evidencia comportamientos o actitudes que la sociedad anhela relegar a la ocultación. El trauma familiar, una relación o deseo sexual que se aleja de la norma o el dolor de una madre por la pérdida de su hijo en el parto. Son asuntos que preferimos permanezcan en las sombras por la incomodidad que generan en el resto de la comunidad. Ante los intentos de encubrimiento, los personajes de Larvas se deben enfrentar a eso que debería permanecer oculto, ya imposible de ignorar porque adquiere una dimensión sobrenatural. 

En el penúltimo relato, que da nombre al libro, dos niñas que adivinamos preadolescentes pasan la tarde en un arroyo. Una atrapa un pez y se lo mete por dentro del bañador, para luego hacerle lo mismo a su amiga que, con horror, siente que se le introduce en el sexo. La joven consigue sacarlo, pero no deja de sentir un ardor que se acaba transformando en pánico cuando descubre más tarde que le están saliendo “larvas” de su interior. 

Aún a riesgo de estar hilando muy fino, no dejo de apreciar el simbolismo, la correlación, entre este insólito episodio y el estigma asociado al despertar sexual femenino, que tiene su expresión culmen en la menstruación. El horror y la vergüenza que sienten muchas niñas y adolescentes al pasar por su primer período –porque se les educa para que así lo hagan– alcanza un grado hiperbólico en el relato Silva, que elige representarlo de esta terrorífica manera. 

La llama a Maia cuando sabe que van a poder estar solas. Le cuenta del ardor, de las mojarras, de la vergüenza. Maia no le cree, pero miente y dice que sí. Que la ayuda, que va a guardar el secreto. Y es que piensa que eso es algo que no se le puede contar a nadie.

La extrañeza ante el propio cuerpo

A través de una prosa profundamente sensorial, Silva aborda con maestría descripciones tan detalladas que permiten casi palpar lo que la autora narra. Son relatos tangibles, imbuidos de un realismo a nivel de corporeidad que produce en el lector incomodidad en ciertos momentos. Es una apuesta por lo palpable, por lo que se puede sentir en la propia piel, y no tanto por una exploración emocional de los protagonistas de sus cuentos. 

No sé cuánto tiempo estamos así. Ella sentada sobre mi vientre, mojándome con esa baba sabor tierra que le siento desde el día de la piedra. Tierra. Antes era algo que no podía nombrar. Pero después supe. Lamer la montaña se parecía mucho a lamer su lengua. También sé que ese es el olor de su ropa. Tierra y madera. Montaña. Cuando me muerde, también hay sabor a sangre. Pero eso es algo que conozco. El metálico amargor que corre por dentro de las cosas.

“Baba sabor tierra”, “metálico amargor”. No se detalla lo que siente la protagonista en un plano anímico al besar a Ignacia, sino que se pone de manifiesto el efecto que ello tiene en su cuerpo. Y es que otro de los temas principales en Larvas es la extrañeza de sus personajes ante su corporalidad.

Una mujer descubre que le crece pelo en el interior de la boca. Una niña se apodera del cuerpo de su mascota para reunirse con sus amigos. Estos episodios destilan una sensación de incomodidad hacia el propio cuerpo de sus protagonistas que se acaba contagiando al lector, que es incapaz de ignorar que sucede algo, aunque no sabe el qué. Así, lo fantástico bebe de esa extrañeza.

La pulsión de la naturaleza

La ruralidad es un punto de partida fundamental en la obra de Silva. Procedente de Minas, una pequeña ciudad del interior uruguayo, no es de extrañar que acostumbre a situar la acción de sus narraciones en entornos campestres, alejados del humo y el cemento de las grandes urbes. Tampoco sorprende el protagonismo de la naturaleza en la amplia mayoría de los relatos que componen Larvas.

Al más puro estilo de la tradición fabularia, los animales son muchas veces el eje central de los cuentos y, si bien no hablan, adoptan actitudes casi humanas. En muchas ocasiones, parecen transmitir importantes lecciones a los protagonistas de los relatos y, consecuentemente, al lector. 

Sin embargo, la relación con la naturaleza en la prosa de Silva va más allá de la presencia animal, sino que también hay un componente de lucha contra ella, una pugna que siempre acaba con la derrota del ser humano. Los protagonistas buscan doblegar a la naturaleza, como una comunidad que persigue a una perra asesina o dos amigos que arrojan el cuerpo de una yegua putrefacta al mar, pero todo se acaba torciendo a favor del fluir natural de la tierra. 

Así, los relatos de Silva son una suerte de comunión con el plano natural, pero el elemento fantástico sirve también como un recordatorio de fuerzas que escapan a nuestro control. 

Todo terminó o se murió y al volver solo queda reconstruir y buscar rastros de cosas que fueron.

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