En su obra La felicidad, el psicoanalista argentino lanza un cubo de realidad sobre un concepto tan mercantilizado
En el año 2023, tras ofrecer a los oyentes del programa radial Perros de la Calle su decálogo de la felicidad, el psicoanalista argentino Gabriel Rolón se atrevió a un reto mucho más complicado. Se dispuso entonces a escribir un libro en el que tratar de echarle lazos a la felicidad, pero ¿cómo va a escribir un libro sobre la felicidad alguien que está cotidianamente expuesto a su macabro reverso? «Nadie ha venido nunca a mi consultorio diciendo que es feliz», confiesa el propio Rolón. Puede ser que un profesional para el que su día a día es lidiar con palabras como trauma, depresión, ansiedad o culpa no sea la persona idónea para enseñar el camino hacia la dicha. O quizás sí. Puesto que, tal vez, felicidad sea un sustantivo mucho más cercano a la falta, la ausencia o el dolor que al goce, el consumo o el placer. Quizás quien más cerca ha estado del dolor sea el más apropiado para encontrar la felicidad.
Gabriel Rolón escribe La felicidad y, curiosamente, este libro descansa en las mismas estanterías en las que lo hacen todos aquellos volúmenes para los que representa una excepción. Resulta triste entrar en una librería y encontrar su libro codeándose con el resto en la sección de autoayuda. Chillando silenciosamente, quizás agitando sutilmente sus solapas para que el necesitado lector centre sus ojos en él, en lo que es una obra psicoanalítica llena de «verdades dolorosas», en lugar de en aquellos libros que ofrecen mentiras edulcoradas. Porque sí, Rolón está en contra de la happycracia, de un sistema que no cede un espacio para el dolor, del exceso de individualismo que nos ahoga en nuestro ego, de la esperanza que nos deja estaqueados en mitad de la vereda y del empleo de la palabra resiliencia como un mandato. Quizás lo que más haya en este libro sean momentos en los que el psicoanalista nos demuestra qué no es la felicidad.
Ni el tiempo, ni el espacio
Muy a menudo, creemos que, de haber existido un momento de felicidad en nuestras vidas, se encuentra en la infancia. Es como si al observar una foto en la que nuestro yo-niño sonreía despreocupado o lamía un dulce polo de lima-limón tuviésemos ante nosotros la más pura e irreductible imagen de la dicha. Pensamos que en esa ignorancia de lo que serán los requerimientos y dolores de la edad adulta reside la clave de la felicidad, en esa inconsciencia. Todos hemos escuchado el estruendo de las risas de los niños, esa desmesura en la alegría. Pero, contrariamente, también hemos visto la facilidad con la que se pasa, en una milésima de segundo, de la carcajada al llanto. La inconsciencia de los niños los lleva a vivir la alegría y la tristeza de manera extrema. Y la desmesura es enemiga de la felicidad.
Tal vez, si fuéramos capaces de recordar con precisión clínica qué pasaba en esas fotos cuando se disipaba el fogonazo de la cámara fotográfica, quedaríamos completamente desencantados. Ya enseñaba Borges, en el famoso cuento Funes el memorioso, que la memoria significa abstraer, olvidar detalles. Recordar es, en esencia, inventar. Quizás necesitemos una infancia feliz para darle sentido a nuestra vida actual. Quizás tener en la memoria unas cuantas perlas —ciertas o no— que den fe de nuestra felicidad sea una manera más de sobrevivir. Pero, como dice el propio Gabriel Rolón: «La muerte comienza el día que empieza a buscarse la felicidad en el pasado».
No sólo ocurre con respecto a la infancia, muchas personas pasan su vida entera añorando una supuesta felicidad que quedó anclada en el pasado. Esto lo saben los dolientes, los que duelan la pérdida de algo que amaron. Pues, según Rolón: «Nadie tiene que duelar lo que no amó». Esto no sólo encasilla la felicidad en un tiempo anterior, sino que también la circunscribe a un lugar o a una persona. Qué hermoso pensar en la casa de los abuelos, llena de irrepetibles piezas de ganchillo; en las frías mañanas de invierno pasadas en el patio del colegio, jugando con los amigos; en el primer beso del primer amor en la primera cita con vistas al Templo de Debod. Qué hermoso, pero qué triste sería intentar volver. «Toda vuelta es un regreso a ninguna parte», sentencia Gabriel Rolón.
Y es cierto, puesto que podemos hacerlo. Podemos volver a ese piso con olor a naranjas y decoración de los años 70, podemos volver al colegio en el que crecimos, podemos volver al lugar en el que aprendimos qué era el amor, pero, de todo aquello que somos capaces de recordar, no queda nada. Ni siquiera —y esto es lo más doloroso— estamos nosotros mismos. Es muy peligroso construir nuestras vidas sobre una idea de la felicidad anclada en el pasado. Puesto que es un terreno inestable, arenoso, ficcional y, como en la parábola bíblica del hombre prudente y el hombre insensato, podría ser que, ante una riada inesperada, toda la construcción termine derrumbándose. Aprisionando la felicidad en el pasado, se corre el riesgo de que la melancolía se cronifique, inundando nuestra vida.

Extirpar la esperanza
Otro tanto sucede con quien sigue la dirección contraria. Una de las mayores polémicas a las que se enfrenta Rolón en su visión sobre ciertas palabras es la que tiene de la esperanza. Escuchamos cotidianamente los «tú espera», «ya llegará», «no desesperes»… Y es precisamente eso hacia lo que nos impulsa el psicoanalista argentino: a desesperar. Para él: «La esperanza es otra de las maneras de depositar la felicidad en el futuro», un error muy semejante al de aquellos que lo hacen con el pasado. Gabriel Rolón opina, con el filósofo francés André Comte-Sponville, que tiene tres características:
«La esperanza es un deseo que se refiere a algo que no tenemos (una carencia), del que ignoramos si es o será satisfecho, y cuya satisfacción no depende de nosotros. En definitiva, esperar es desear sin disfrutar, sin saber y sin poder».
Y lo peor de todo es esa incapacidad de disfrute. Puesto que, quien está esperando ansiosamente algo en concreto, queda inmóvil e incapaz de observar cuántas otras posibilidades de dicha se evaporan a su alrededor. Para Rolón, somos «un continente que tiene entrada y salida». A veces, la felicidad nos atraviesa, nos ilumina, revolotea dentro de nosotros por un tiempo, corretea en nuestra psique como el niño que lo hace en un parque infantil y al rato se marcha. Tan erróneo es tratar de retenerla como esperar que vuelva precisamente cuando nosotros queramos. Porque, en nuestra obsesión, corremos el riesgo de dejar escapar «ese instante en el que podríamos haber sido felices».

El territorio de lo extimio
Habría que añadir que la felicidad no es un hecho individual. Entenderla como algo que depende sólo de nosotros mismos «construye el estereotipo de un ser humano insensible a todo lo que pasa a su alrededor». Afortunados sean los ascetas y los eremitas que encontraron su felicidad en soledad a más de 2000 metros de altura o soportando temperaturas inhumanas en el desierto, son los menos. Esa idea mercantilista de que el yo debe salvarse a sí mismo y tiene la obligación de ser su mejor versión resulta, como dice Rolón, estereotípica e insensible. Freud decía en El malestar en la cultura que, de todas las principales causas de nuestro sufrimiento, la más importante era el prójimo, las relaciones que creamos con el resto. Pero también el Otro —como lo llamaría Lacan— puede ser la principal causa de nuestra felicidad.
Avanzando un poco más en el tiempo, nos encontramos con las palabras del sociólogo Zygmunt Bauman en su obra La sociedad sitiada: «Nadie puede ser feliz en una sociedad de infelices. La interdependencia no es una debilidad, es una forma más lúcida de humanidad». Necesariamente nuestros vínculos forman parte de la concepción que tenemos de la felicidad. Precisamente porque somos sujetos ambivalentes y eso nos atraviesa en todos los sentidos. Para Gabriel Rolón, la felicidad habita en «el territorio de lo extimio». Eso quiere decir que es íntima y externa a la vez, que se sitúa en una frontera subjetiva en la que simultáneamente forma y no forma parte del sujeto. No es tan fácil distinguir qué está dentro o fuera de uno cuando se siente de una manera tan honda.
De esta forma, la felicidad recoge todo lo que hemos venido escribiendo. Quizás se trate de una sensación que bulle dentro de uno, pero que no necesariamente depende de él; algo que choca y acaricia la subjetividad, con los dedos, con la voz, con los labios, que juega con los bordes intermitentemente, que viene de adentro y de afuera, de mí y del otro; «dos puntas tiene el camino», canta la famosa cueca. Dice Rolón:
«Tal vez ayer, mañana, adentro o afuera no importen demasiado si logramos construir un momento de eternidad en el que podamos ser felices y vencer a la muerte por un rato»
La felicidad en falta
Ese momento puede estar en la voz tierna de la que sólo es capaz una madre y tiene sabor a hogar o en esa mirada, esa limpia e inocente mirada cómplice, que el amor nos lanza a través de una estancia repleta de gente y que se eterniza en la memoria. Esa es una de las conclusiones que se pueden sacar de este libro: deben existir ciertos instantes irrepetibles que se proyectan hacia el infinito como lo hace la luz de las estrellas; el momento ya ha pasado, ha muerto, pero su resplandor seguirá viajando durante miles de años volviéndose un presente perpetuo. Es un eco lumínico. Eso debe ser la felicidad: un instante, apenas un segundo, en el que algo o alguien consigue que en tus ojos chispee esa misma luz, ese titilar que jamás podrá extinguirse. Un instante que, contra todo pronóstico, supera su propia muerte.
Pero fuera de la belleza que estos momentos traen consigo, La felicidad de Gabriel Rolón clama para que no nos dejemos llevar por descripciones poéticas y cuentos de hadas. Para Rolón, es imposible llegar a hallarla si le exigimos que dure para siempre, que sea perfecta. Para encontrarla, debemos aceptar que no hay felicidad sin «una cuota de dolor», sin girarnos y observar la pérdida, la derrota o el vacío. Nunca será total, pero no por ello pierde su belleza.
«Para tener sentido, la vida requiere de un vacío, una ausencia que genera un movimiento al que llamamos deseo. Una falta que abre la posibilidad de ser feliz»
Para Gabriel Rolón, de existir, la felicidad es incompleta, transitoria, costosa, convive en permanente relación con la falta, pero eso no significa que «falte la felicidad». En conclusión, alcanzarla se basa en admitir los límites, la cruel negación, el haber perdido. Consiste en abrir los ojos y el alma para poder recibirla; en estar atento, porque «La felicidad es urgente. Es aquí y ahora. Y no es con todo». Ahora comprendemos que para el psicoanálisis no valen las mentiras piadosas, los engaños de la mano que se apoya en la espalda; que Rolón, como aquella hermosa canción de Jorge Drexler, no cree en «las recetas de la felicidad».
Bibliografía:
El malestar en la cultura – Sigmund Freud
Ficciones – Jorge Luis Borges
La felicidad – Gabriel Rolón
La felicidad, desesperadamente – André Comte-Sponville
La sociedad sitiada – Zygmunt Bauman
Las dos puntas – Osvaldo Rocha y Carlos Montbrun Ocampo
Sea – Jorge Drexler

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