¿Es el lenguaje una forma de cuidado? ¿Puede haber una manera de hacer el amor con las palabras? ¿Un coito lingüístico quizás?
Ya nos dimos cuenta en el primer artículo sobre Roland Barthes, el lenguaje no alcanza para comprender el amor, ni para definirlo, ni siquiera, como descubrimos hace poco, para describir al amado. Entonces, ¿para qué hablamos de amor? ¿Por qué declaramos estar enamorados al otro, a los demás o a un trozo de papel? ¿Por qué sentimos la necesidad de expresar el suceso amoroso? Parecería que el amor nos suelta la lengua, que un impulso incontenible hace que hablemos sin parar. La declaración de amor, para el semiólogo francés, versa sobre la manera en la que se articula nuestra relación con el otro.
«DECLARACIÓN. Propensión del sujeto amoroso a conversar abundantemente, con una emoción contenida, con el ser amado, acerca de su amor, de él, de sí mismo, de ellos: la declaración no versa sobre la confesión de amor, sino sobre la forma, infinitamente comentada, de la relación amorosa.»
No significa revelar mi amor hacia el otro, esto ya lo sabe, sino, por el contrario, disfrutar conversando acerca de la manera en la que articulamos nuestro amor. Es la tautológica conversación mil veces repetida en la que no saco ninguna conclusión, pero me deleito transitando nuevamente sobre las mismas palabras. Quizás nazca del poder evocador de las palabras, si hablo sobre mi amor, puedo sentirlo todo el rato; el amor es un frasco de perfume y, cada vez que lo nombro, es como si pulsara su pulverizador, liberando su aroma. Presupongo que debe funcionar con la misma lógica con la que el Premio Nobel de Medicina, Susumu Tonegawa, demostró que actúa la memoria sobre nuestras emociones. Al evocar un recuerdo placentero, puedo experimentar las mismas emociones que cuando sucedió. Así, de la misma manera, si hablo y hablo sobre mi relación amorosa, vuelvo a sentir el placer, la seguridad y la fortuna que me repara su existencia. Me recuerdo a mí mismo que disfruto de un presente incomparable, por si acaso se me hubiera olvidado.
«El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo.»
Si convenimos que las relaciones sexuales son uno de los lugares en los que más unidos se encuentran los amantes -se acarician, se besan, se tratan con delicadeza y pasión, corresponden a sus deseos-, la conversación que gira en torno al «nosotros» puede representar algo así como un «coito lingüístico». El sexo es la explicitación física del cariño, la manera de trocar el amor en carne. De la misma manera, la declaración amorosa es la explicitación semántica de ese mismo amor. Es un lance, un juego o, nuevamente, una figura. Un baile simbólico en el que amante y amado se envuelven utilizando las palabras como sedas amorosas. Si tratamos de encontrar un sinónimo para la palabra «sexo» podríamos utilizar «hacer el amor», «amarse», «tomarse», «hacerse suyo/a», del mismo modo podemos considerar este diálogo como una forma más de «hacer el amor».

«La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es «yo te deseo», y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.»
Como en todo coito, en el del lenguaje lo importante es el roce, el contacto de las extremidades, el modo en el que sintonizan las terminaciones nerviosas. El primer contacto es el del lenguaje consigo mismo, la forma en la que hace estallar su deseo, lo agranda a base de caricias. Siguiendo con nuestro ejercicio de creación de conceptos que Barthes no se atrevió a formular, podríamos denominar a este primer contacto como «Onanismo semántico». Mi discurso disfruta complaciéndose a sí mismo, obtiene placer por el simple hecho de discurrir sobre el amor y vierte el deseo llegando al segundo contacto. En este caso el lenguaje se convierte en caricia, en cuidado, en arrumacos y besos. Dirijo mis palabras hacia el otro, le mezo con su poder erótico, mi manera de amarle es sustantivada y, cuanto más dure mi melopea romántica, más explicito mi amor, más evidente se hace mi cuidado.
«(Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo.»
La pulsión amorosa es tan potente que, como un Bonobo o chimpancé enano, soy incapaz de reprimir mis instintos y dedico gran parte de mi día a ese ejercicio masturbatorio-intelectual que representa el discurso del amor. Pero, en cambio, no hay ningún clímax, la declaración no busca una culminación, no persigue más fin que el de estimular el deseo, es un placer sin fin y por sí mismo.

«La pulsión de comentario se desplaza, sigue la vía de las sustituciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro; pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después, de él, paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre el amor, una filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, más que una palabrería generalizada.»
Si prosigo con el ejercicio de la declaración, puedo superar la conversación sólo con el amado y dirigirme a un confidente. Ahí, el discurso pasa de construirse en segunda persona «tú» a la tercera «él». Para Barthes «El pronombre de tercera persona es un pronombre pobre», es triste porque me distancia del amado, lo aleja de mí, pero aún así no puedo resistirme a hablar de él en cada ocasión que pueda. Si no puedo saciarme hablando de mi amor como una concreción, paso al «uno» y discurro acerca del Amor como ente abstracto. Establezco enrevesadas teorías, produzco una filosofía del suceso amoroso haciéndola pasar por un ejercicio intelectual.
«Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir que todo propósito que tiene por objeto al amor (sea cual fuere el sesgo destacado) implica fatalmente una alocución secreta (me dirijo a alguien que ustedes no conocen pero que está ahí al final de mis máximas).»
Es entonces cuando estoy obligado a repetir mi movimiento del revés. Del «uno» paso al «él» y de ahí vuelvo irremediablemente al «tú», a ese «tú» del que, en realidad, nunca me alejé. Lo que sostiene Barthes está muy claro, cada vez que me dispongo a hablar sobre El Amor, estoy llevando a cabo un embuste, trato de hacer pasar por abstracción lo que nunca dejó de ser concreto, contrariamente, no he parado ni un solo segundo de hablar sobre mi amor. Es imposible que llegue a hablar de ello como de la meteorología, la caída del dólar o del proceso de fisión nuclear, siempre estaré sesgado por mi experiencia, siempre hablaré de mi amor, de ese «tú» que se esconde tras el «él» que se esconde tras el «uno». Si escribo, hablo, elucubro, diserto, teorizo, converso, debato o hipotetizo sobre Amor, es, precisamente, porque me invita a hacerlo ese pronombre personal de la segunda persona del singular, porque si hago todo eso: es por ti.
«hay siempre, en el discurso sobre el amor, alguien a quien nos dirigimos. […] Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien).»
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Bibliografía mencionada:
Fragmentos de un discurso amoroso – Roland Barthes

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