Hacia una cartografía de la melancolía y la bilis negra
Cuando trato de imaginar el mejor de los mundos posibles, imagino un mundo donde reina la alegría. Imagino un mundo tejido en pasiones amables, en suavidades y encuentros. Ese alegrarse las unas con las otras de la muy querida -al menos por mí- María de San José. Elimino de este mundo la pasión triste, la enfermedad, el duelo, la pérdida. Elimino mis miedos. Construyo un mundo sin sequedades, donde las personas a las que quiero no conocen la incertidumbre ni el dolor.
Me equivoco. Me acongoja la tristeza y el cansancio que sentimos por este mundo hostil que en absoluto se acerca al mejor de los mundos posibles y trato de convencerme de que es posible otro mundo. Es más, me convenzo. Estoy segura de que el mejor de los mundos posibles es una posibilidad, un proyecto, una certeza. Pero me he equivocado, en el mejor de los mundos posibles existe la tristeza y la melancolía. En el mejor de los mundos posibles tenemos permiso para explorar sentimientos amargos. A veces, en la melancolía, en esa bilis negra seca y fría, se configura una forma de colectividad. En la melancolía reina el sujeto derruido, la crisis del nombre propio. En la melancolía, el síntoma es también una apuesta colectiva.
La melancolía ha impregnado la historia de las emociones desde la Antigua Grecia. Ya sea como enfermedad, como estado transitorio o como humor, la melancolía y su estudio son inseparables de la corporalidad, pues, «como medio o fin de la manifestación afectiva, el cuerpo es el lugar de la experiencia y de la evidencia del sentir» (Troncoso, 2022). Abordar el discurso melancólico hay que pasar por el cuerpo melancólico. Así, siguiendo a Mercedes Arbaiza, en el estudio de las emociones y los discursos que se conforman a su alrededor, podemos distinguir dos momentos: la experiencia emocional pre-discursiva y la narrativización de la experiencia. Esta narrativización supondría la conformación del discurso en torno a la experiencia emocional vivida y su politización.
En la formulación de la melancolía, el cuerpo emerge en el discurso. La experiencia emocional pre-discursiva se entiende como fruto de la corporalidad y así se narra. Fruto de la herencia galénica, en el siglo XVII se pone en el centro de los estudios médicos la melancolía. Esta se describía como un desequilibrio entre los cuatro fluidos que supuestamente componían los cuerpos: bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre. La proporción en la que se distribuían estos elementos se entendía como la causa de todo dolor y enfermedad. Así, la melancolía era leída como un exceso de bilis negra. De esta manera, la experiencia corporal melancólica daba pie a su vez a un estado concreto del espíritu y, posteriormente, al discurso melancólico -por un lado, el médico, por otro, el del sujeto melancólico-.
Entre sus síntomas, los médicos del s XVII remarcaban la tendencia a aislarse, a la contemplación y a la hiperactividad mental considerada tanto un indicio de genialidad como una peligrosa enfermedad que era marginada y aberrante. De esta forma, el melancólico, ya sea como enfermo o como genio, era narrado como otredad. Un otro inalcanzable en su ingenio o un otro despreciable en su angustia. Pero, ¿cómo se narra el propio melancólico? ¿Cómo describe esa experiencia pre-discursiva?
Para Freud, la melancolía realiza el trabajo del duelo por un objeto que no se ha hecho consciente. Pero, como señala Marek Bienczyk:
«No significa que el melancólico no sepa cuál es su pérdida. A menudo es capaz incluso de señalarla: una partida, una muerte, la pérdida de un ideal. Lo que no sabe, aún siendo consciente del objeto de su pérdida, es qué es lo que ha perdido con ello, de manera que el trabajo de su duelo no puede completarse.»
Marek Bienczyk – Melancolía. De los que perdieron la dicha y no la encontraron jamás
Así, el discurso del melancólico gira en torno a lo perdido, a la ausencia y el hueco, y a la incapacidad de nombrar. Según Kierkegaard, en cuanto el melancólico pueda señalar la causa de su melancolía, esta desaparecerá. ¿Cómo vencer, entonces, la incapacidad del lenguaje ante la experiencia melancólica?
El sujeto melancólico lleva a cabo una crítica del sujeto indivisible cartesiano y apuesta por el quiebre; la pérdida hace que se desvanezca el yo. El melancólico se niega con rabia y se posiciona en lo disperso. De esta manera, el sujeto de la enunciación melancólica es múltiple, confuso y sin rostro. El gran ejemplo del discurso melancólico es Anatomía de la melancolía de Burton, escrito en el siglo XVII -siglo melancólico por excelencia en su juego de máscaras, sombras y multiplicidades-.
Burton no solo trata de plasmar qué es la melancolía sino que su propia manera de narrar es melancólica. Anatomía de la melancolía es, ante todo, un compendio de voces múltiple, de citas, de préstamos. Según Marek Bienczyk, en esta obra la persona de Burton «se desdibuja, se presenta como un vacío que se ha llenado de otras sustancias, de la enorme cantidad de otras existencias, de sus palabras, fórmulas y pensamientos». De esta forma, se pone de manifiesto la inexistencia, la negación de ese yo compacto y se compone un yo colectivo que desbarata la lengua y se construye en la multiplicidad. En esta línea, el uso de los pseudónimos complementan este proceso en el que el sujeto se diluye y se rompe con los nombres propios. No hay yo, solo máscaras y rostros diluidos.
Las utopías normalmente se han opuesto a la melancolía, han tratado de eliminarla. La han relegado al olvido señalándola como un innecesaria. Pero en el mejor de los mundos posibles, en ese mundo que imagino, los melancólicos campamos a nuestras anchas, narramos el mundo en plural y de esa forma también nos narramos a nosotros mismos, como múltiples, confusos, diversos y sin nombres. Como el fruto de muchas voces, como vasijas repletas de los otros.

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