¿Podemos conocer al amado en esencia o, por el contrario, nos limitamos a definirle por lo que nos hace sentir, por su efecto en nuestra existencia?
Ya comprendimos hace tiempo que, inmerso en la experiencia amorosa, nuestro lenguaje se tambalea. El amor no puede verosímilmente describirse o explicarse, pero ¿y el amado? ¿Puedo conocerlo? ¿Sabría definirlo en esencia, tal y como es? Ya decía Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray, en una frase que ha caído irremediablemente en el cliché, que «Definirse es limitarse», pero es necesario para conocer algo. Hace falta averiguar cuáles son sus límites, comprender sus manías, sus impulsos y deseos, asentarlo en un lugar en el que podamos hacernos una idea clara sobre él. Definir a una persona es complicado, pero el amado es la persona más cercana y desinhibida que tenemos, es el objeto de estudio perfecto, no hay posición más privilegiada para alcanzar la verdad del otro ser.
Cuando yo quiero poder formular la frase «X [mi amado] es así», entro en el arte de la espeleología. Debo adentrarme en las cuevas del otro ser, registrar en mi cuaderno de notas la rugosidad de sus galerías, medir la salinidad de su suelo y cartografiar la formación de sus cavidades naturales. Siento el impulso de conocer al otro, de comprenderlo en cada una de sus dimensiones, de otra manera: ¿cómo podría plantearme compartir una vida con él, si es un «desconocido»? Nos dice Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso:
«INCOGNOSCIBLE. Esfuerzos del sujeto amoroso por comprender y definir al ser amado «en sí», como tipo caracterial, psicológico o neurótico, independientemente de los datos particulares de la relación amorosa.»
Amparándonos en Heidegger y su obra Ser y tiempo, comprendemos que llegar a hacer una definición cerrada de una persona es problemático, puesto que, según él, cada individuo es un «ser abierto al futuro». Está predestinado al cambio, a la variación. Emplear etiquetas, categorías o reduccionismos significa caer en las «habladurías» y, por lo tanto, perder la autenticidad de nuestro contacto con el otro. Terminamos entonces por limitarnos a las apariencias y, eso en conexión con el amor, resulta muy dañino. Descubrimos, el otro día, que el amado es átopos, es decir, inclasificable, sui géneris. Pero, no sólo es único, sino que también es impenetrable, incognoscible, hermético.
«Estoy aprisionado en esta contradicción: por una parte, creo conocer al otro mejor que y se lo afirmo triunfalmente («Yo te conozco. ¡Nadie más que yo te conoce bien!»); y, por otra parte, a menudo me embarga una evidencia: el otro es impenetrable, inhallable, irreductible; no puedo abrirlo, remontarme a su origen, descifrar el enigma. ¿De dónde viene? ¿Quién es? Me agoto; no lo sabré jamás.»
Como dice Dostoievski en El idiota: «Es el alma la que importa. Si amas el alma de alguien, siempre serás capaz de encontrar la manera de comprender a esa persona.» y estamos de acuerdo con él, al fin y al cabo, el amor es el lugar idóneo para la complicidad, para descubrir al otro y llegar a entenderlo por entero. ¿Seguro? Es cierto que nadie está más cerca del amado que el amante. Como los ornitólogos, basamos nuestro conocimiento en la observación, en la experiencia sobre el campo y en todo el tiempo que hemos pasado al lado de lo que queremos comprender. Siguiendo nuestra lógica, somos fuentes fiables para hablar de nuestro amado: «nadie sabe tanto de X como yo, soy su cómplice, su compañero, estoy siempre con X».

Pero, ¿de verdad lo sabemos todo del otro? Siempre hay una última frontera en la que, por muy profunda que sea la relación entre dos personas, queda vetado el acceso. Nos encontramos con esa puerta cerrada. Muchas veces tratamos de definir al otro en virtud de nosotros mismos, de lo que nos hace sentir. «X es muy cariñoso». ¿Lo es en esencia, con todo el mundo? «X es poderosamente tierno y sincero». ¿Hace emerger esa parte de su ser todo el tiempo? No sabemos lo que es el otro más allá de nuestras percepciones. Es imposible que llegue a conocer todos sus deseos, sus anhelos, sus contradicciones internas, los traumas más ocultos, tengo que conformarme con la parcela de su ser a la que sí tengo acceso, pero no es viable que llegue a definirle por entero; ni al amado, ni a nadie más.
Esto es un camino de ida y vuelta, el otro es tan impermeable a nuestro discernimiento, tan hermético a nuestro conocimiento, como lo somos nosotros para él. Quedan entonces enfrentados los dos sujetos del binomio amoroso, por muy placentero y conveniente que sea descubrirse mutuamente, en lo más profundo de su identidad siempre queda a buen recaudo un pequeño cofre que jamás verá la luz del sol. Dice, en El libro de los amores ridículos, Milan Kundera: «El valor de una persona reside en aquello que va más allá de ella, en lo que está fuera de ella, en lo que hay de ella en los demás y para los demás». Y no es que el otro sea únicamente lo que hay fuera de él, desde luego que hay aspectos intrínsecos y formadores de su identidad, pero a mí, como observador, como persona que ansía conocerle, sólo me llegan sus efectos, su acción y no su esencia. De vuelta con Barthes:
«Inversión: «No llego a conocerte» quiere decir: «No sabré jamás lo que piensas verdaderamente de mí». No puedo descifrarte porque no sé cómo me descifras.»
Se trata de dos espejos contrapuestos, de un juego en perpetuo empate: yo puedo saber tanto de ti como tú de mí. El otro puede ir explicitando los pequeños retales con los que irá tejiendo en su imaginario una idea sobre nosotros, pero nunca llegaremos a ver ese tapiz. Por mucho que nos defina cotidianamente – «Eres muy generoso, eres tierno, esa mueca me indica que te preocupas por mí» -, no podemos llegar a comprender cómo se alinean todos esos detalles formando la imagen que el otro se hace de nosotros. Esta certeza nos lleva en volandas de la desazón al alivio si sabemos enfocarla:
«Hacer del otro un enigma insoluble del que depende mi vida es consagrarlo como dios; no llegaré nunca a resolver la cuestión que me plantea […]. No me queda, entonces, más que trastocar mi ignorancia en verdad. No es cierto que cuanto más se ama mejor se comprende; lo que la acción amorosa obtiene de mí es solamente esta sabiduría: que el otro no es para conocerlo; su opacidad no es en absoluto la pantalla de un secreto sino más bien una especie de evidencia, en la cual se anula el juego de la apariencia y del ser.»
Nuevamente, como lo hacíamos con la palabra adorable, volvemos a situar al amado a la altura de una divinidad, a situarle como eje alrededor del que gira nuestra vida y, además, tenemos tantas posibilidades para conocerle como las tenemos con Dios, sólo vestigios. La impermeabilidad de su ser puede afectarme como una tragedia: «nunca llegaré a comprender a X por completo». Pero, también puedo convertir la certeza de mi ignorancia en una verdad, asumir que amor y conocimiento no son directamente proporcionales, y, por lo tanto, podemos cesar en nuestro infantil empeño de comprender al otro en su totalidad. Relacionándolo de nuevo con la atopía, el hecho de no poder comprender, definir ni categorizar al amado, tiene la virtud de desembarazarnos del lenguaje y permitirnos dedicarnos a experimentar al otro ser; perdernos en su energía sentimental, dejarnos mecer por sus misterios, fundirnos con acciones y no con palabras.
«O más aún: en lugar de querer definir al otro («¿Quién es él?»), me vuelvo hacia mí mismo: «¿Qué es lo que quiero, yo, que quiero conocerte?». ¿Qué sucedería si decidiese definirte como una fuerza y no como una persona? ¿Y si me situase a mí mismo como otra fuerza frente a tu fuerza? Ocurriría esto: mi otro se definiría solamente por el sufrimiento o el placer que me da.»
El amado no es para conocerlo y limitarlo, quizás sea para vivirlo. Ante la impenetrabilidad del otro ser, nuevamente nos quedamos sin palabras, pero seguimos teniendo el poder de nuestra propia identidad, que tal vez no comprendamos ni siquiera nosotros mismos. Por lo tanto, la inaccesibilidad de la teoría no impide dedicarnos a su práctica. El amor es una experiencia, no admite formulaciones, no pudiendo definirlo: experimentémoslo.
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Bibliografía mencionada:
Fragmentos de un discurso amoroso – Roland Barthes
El libro de los amores ridículos – Milan Kundera
El ser y el tiempo – Martin Heidegger
El idiota – Fiodor Dostoievski

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