Nuestra Señora de París: la Fatalidad y el Circo (III)

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En artículos previos hemos profundizado en diferentes elementos de Nuestra Señora de París, la magistral novela de Víctor Hugo. Todavía desconozco hasta cuándo seguiremos con esta serie de artículos, supongo que por el hecho de que aun quedan muchas cosas por contar. Sin embargo, este artículo posee un espíritu diferente de los demás: fue primero que pensé en escribir. De hecho, he intentado hacerlo hasta en dos ocasiones… solo que, por un motivo u otro, he acabado hablando de otros asuntos. Por ello, escribo ahora este primer párrafo, en una suerte de promesa o de compromiso conmigo mismo -con los lectores si llegan a leerlo- de que, esta vez sí, toca hablar del circo.

He de reconocer que, ya desde el principio, el artículo debe sortear dos dificultades importantes. El primero, que por sí ya debería bastarnos para desechar nuestra empresa, es el hecho de que, en ningún momento de Nuestra Señora de París aparece circo alguno. Hay representaciones teatrales, hay tribus ambulantes de gitanos que podrían asemejarse a grupos circenses, pero que en esencia tampoco lo son; hay procesiones de tunantes, hay desfiles de muecas… Por haber, hasta hay una cabra capaz de resolver problemas matemáticos y escribir nombres, que de seguro levantaría exclamaciones del público en cualquier carpa en el mundo. Sin embargo, lo que es el «circo», o mejor dicho, la palabra «circo», no aparece ni una sola vez en la novela, y lo mismo ocurre con el adjetivo «circense».

Este es un abismo sobre el que, presa de la insensatez, pretendo construir castillos en el aire, para los que, por si fuera poco, cuento con otra ausencia: la del estudio del circo como símbolo filosófico, artístico y literario. ¿Será que tal símbolo no existe? Por suerte, sí que encontramos algunas voces autorizadas que no solo acaban con nuestras dudas, sino que nos demuestran que la escasez no se debe a una falta de interés, sino a una falta de ocasión. El primero es Theodor Adorno, ese genial musicólogo de la Escuela de Frankfurt al que muchos tildaron de elitista y que, sin embargo, nos legó una Teoría estética inacabada en la que ahondaba profundamente en el Arte Popular, donde eran incluidas -y destacadas- las actividades circenses.

Algunas formas del arte llamado inferior, como el número de circo en que al final todos los elefantes se sientan sobre sus patas traseras mientras que en su trompa una bailarina permanece inmóvil en una pose graciosa, son modelos sin intención de lo que la filosofía de la historia descifra en el arte, de cuyas formas rechazadas se puede aprender mucho sobre su misterio, sobre el cual engaña el nivel establecido que reduce el arte a una forma fija.

Teoría estética — Theodor Adorno

Este fragmento contiene algunos de los pilares de la reflexión artística que propone Adorno. En primer lugar, nos habla de un «arte llamado inferior», del que más adelante nos ofrece otra característica: ese arte cuyas formas son «rechazadas». Esto define el arte como algo susceptible de recibir un valor social que establece una «forma fija». La conclusión es obvia, pero nos sirve para el siguiente paradigma: el arte como algo, en esencia, independiente de dicho valor, pues aunque rechazado, sigue siendo arte, que es «llamado» inferior. De forma paralela, nos habla de poder aprender mucho «sobre su misterio», un misterio que hay que «descifrar».

Ahora volveremos sobre ello, pero es necesario destacar antes que Adorno va más allá en su idea, y que además sigue utilizando la noción de circo como pieza central de su pensamiento. Adorno nos dice que «el circo sí que está muy presente en las representaciones artísticas», una presencia que se debe al hecho de que «cada obra de arte conjura mediante su mera existencia […] al circo y empero está perdida en cuanto lo imita». El circo parece, por lo tanto, estar cerca del núcleo de lo artístico, hasta el punto de condicionar al resto de obras artísticas. Por eso cobra aún mayor relevancia el hecho de entender en que consiste ese «misterio» que contiene y qué se averigua al «descifrarlo».

Esperando ‘el misterio’

Cabe decir que la estructura de Nuestra Señora de París es en sí llamativa, puesto que el tiempo se disloca en su interior, transcurriendo apenas 24 horas en las primeras doscientas páginas. Un tiempo interno de la narración que se acelerará posteriormente, pero que en su inicial pausa nos regala una primera escena que analizaremos a continuación:

Ese día había de encenderse una gran hoguera en la plaza de Grévez, plantar el mayo en el cementerio de la capilla de Braque y representar un misterio en el palacio de justicia.

Nuestra Señora de París — Víctor Hugo

Con «misterio», Víctor Hugo hace referencia a una representación teatral muy habitual en la Edad Media en la que se desarrollan los hechos, si bien los traductores advierten de que «al hablar del teatro medieval, Víctor Hugo confunde los misterios -de tema religioso- y las moralités -en español conocidas como Moralidades-, representaciones profanas de tema moral de reflexión», siendo esto último lo que se puede ver en ese primer capítulo de las festividad del 6 de enero, en el que se producía «la coincidencia de la doble celebración, ya de tiempos inmemoriales, del día de Reyes y la fiesta de los locos».

Ahora bien, mi opinión sobre esa confusión de Víctor Hugo es que resulta más inverosímil como error que como argucia o fallo consciente de sí mismo. Pensémoslo por un momento: ¿es creíble que el autor, uno de los mayores intelectuales del país embarcado en un proyecto de grandísimas dimensiones ambientado en el mundo medieval, se equivocara en las primeras páginas de su proyecto?¿Además en un fallo relacionado, de algún modo, con la literatura, al tratarse de una representación teatral? En cualquier caso, fuera o no intencionado, lo cierto es que se tratada de un error que podríamos considerar afortunado.

Y es que, en su significado original, la palabra «misterio» remite no a lo oculto, sino a las ceremonias de culto que en las antiguas Grecia y Roma se celebraban en una determinada religión. De este modo, parece que es el rito en sí, y no la deidad, donde se halla la esencia de un enigma. En términos estéticos, esto podría entenderse como que es en el acto de representar -en todos sus formatos posibles- y no en el objeto representado de donde nace lo artístico. Es aquí cuando Víctor Hugo acomete una de sus primeras genialidades:

Todo aquel gentío no esperaba más que tres cosas desde bien temprano: que dieran las doce, que apareciera la delegación flamenca y que empezara el misterio; y hasta ahora sólo habían dado las doce. Esperaron todos uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora y nada; el estrado continuaba desierto y el escenario vacío. A la impaciencia siguió la cólera; se protestaba en voz baja todavía, con gesto irritado: ¡el misterio!, ¡el misterio! murmuraba apagadamente el gentío; el ambiente se iba calentando. Una tempestad, aunque de momento sólo eran truenos, se estaba preparando entre aquella multitud.

El ansiado misterio, para el que Víctor Hugo nos ha descrito pormenorizadamente a todo aquel que asiste a verle, cada rincón del Palacio en el que se realizará, para el que incluso nos ha presentado a su autor y nos ha dado algunas pinceladas de su contenido, ese misterio, no empieza… y cuando lo hace, se ve interrumpido en varias ocasiones, para finalmente no ser representado. Una decisión arriesgada, si lo pensamos en términos narrativos: calentar mucho la sopa para ponerla en la nevera, o en términos más serios, empezar una historia con un suceso anti-climático.

Por sus gestos, sus risas estentóreas, por las llamadas burlonas que se hacían de una a otra parte de la sala, se deducía con facilidad que para aquellos estudiantes no contaba el cansancio que invadía al resto de los asistentes y que disfrutaban con el espectáculo que se producía ante sus ojos esperando que aquello continuara.

El pasaje en cambio cobra un valor opuesto si se invierten los términos y se piensa desde el punto de vista de lo ritual. El misterio es lo de menos, porque en realidad la verdadera representación teatral se está llevando a cabo en su exterior. Al Palacio acude todo el mundo: desde los más míseros lacayos a los más ricos señores. De hecho, en uno de los fragmentos que hemos citado se dice explícitamente que la frustración, además de por no empezar la obra, viene causada por la no llegada de la delegación, que impide de algún modo la llegada de los personajes fundamentales de la ceremonia… cúspide de la pirámide social en ese microcosmos habido en el Palacio de Justicia que se nos está mostrando.

Un trono en las cloacas

Curiosamente, el detonante final en esa escena es un mendigo que se cuela en la ceremonia y acaba provocando la definitiva interrupción de la obra. Se trata de Clopin Troillefou.

La llegada de tan ilustres huéspedes no le había desplazado de aquel lugar y, mientras prelados y embajadores se apretujaban como auténticos arenques flamencos en los asientos de la tribuna, él se había puesto cómodo, cruzando tranquilamente sus piernas sobre el arquitrabe

Una actitud insolente del mendigo que no tarda en ser apreciada por todos los presentes y que suscita diversas reacciones, entre ellas la incomprensión de tal atrevimiento. La escena prosigue con la aparición de Quasimodo, que finalmente es nombrado por el populacho -en detrimento de las intenciones iniciales de las élites- como Papa de los Locos. Lo que sigue no interesa en este artículo, y nos es más relevante subrayar que no volveremos a encontrarnos a Clopin hasta cientos de páginas después, cuando se descubra como rey de la Corte de los Milagros.

Ciudad de ladrones, horrible verruga, surgida en la cara de París, cloaca de donde salía cada mañana para volver a esconderse por la noche ese torrente de vicios de mendicidad y de miseria, que siempre existe en las calles de las grandes urbes; colmena monstruosa a la que volvían por la noche, con su botín, todos los zánganos del orden social; falso hospital en donde el bohemio, el fraile renegado, el estudiante perdido, los indeseables de todas las nacionalidades: españoles, italianos, alemanes… de todas las religiones: judíos, cristianos, mahometanos, idólatras, cubiertos de llagas simuladas, mendigos de día que son bandidos por las noches; inmenso vestuario en donde se vestían y se cambiaban todos los actores de la eterna comedia que el robo, la prostitución y el asesinato representaban sobre el adoquinado de París.

He aquí que la pirámide, tanto en lo político como en lo religioso, es girada como si de un reloj de arena se tratara. El mendicante se metamorfosea en monarca, y aquella ciudad que durante el día asistía a una representación moral, tras el ocaso esa misma procesión decide revelar su verdadero rostro. Gringoire, el poeta fracasado de aquel espectáculo matutino, es testigo de este cambio radical. Y no solo eso: también es juzgado, y forzado a unirse a la Corte para poder sobrevivir. Por esta razón nos lo encontramos también más adelante con de «traje de payaso», en uno de los espectáculos callejeros de los gitanos. La función es llamativa: Gringoire sujeta una silla solo con la fuerza de sus dientes, y justo en la cúspide de la obra, atado en el asiento, reposa un gato «que maullaba asustado». ¿Qué diría Adorno sobre eso?

En la semejanza de los payasos con los animales se inflama la semejanza de los monos con los seres humanos; la constelación animal/loco/payaso es una de las capas fundamentales del arte.

Teoría estética — Theodor Adorno

Un poder transformador

Así, el propio autor del misterio al que había sido convocada toda la ciudadanía de París acaba transportado a una nueva dimensión. A esa parte primitiva que es la pulsión en la que los personajes, quieran o no, acaban sumergiéndose.

Nuestra Señora de París es un manifiesto sobre el arte y la historia. A partir de ese binomio, construye una tragedia medieval con un rasgos tremendamente modernos, con los que destapa los diferentes estratos tanto físicos como psíquicos -e incluso sociales- de la ciudad que anima su historia. Bajo los adoquines de la gran ciudad, subyace el omnipresente poder de lo verdadero, de lo ineludible, de lo que no puede ser borrado -o derruido, como los edificios del propio escenario en el que se desarrolla la novela-.

El circo, entendido no como lo que hoy conocemos sino como sus antecedentes, es de donde Víctor Hugo logra extraer la esencia que, siglos más tarde, Adorno redescubriría: su poder para transfigurar, a través de un ritual colectivo, nuestra percepción de lo que nos rodea, mostrándonos lo que no existe y que, sin embargo, en el arte se afirma como posible. El arte, en su forma más pura, nos promete que el mundo puede ser de otra forma. Un sueño de libertad, aunque limitada, que es el corazón que late bajo cada uno de sus personajes, y que marcará ineludiblemente su destino.

Obras mencionadas:

  • Adorno, T. Teoría estética. Akal, 2004.
  • Hugo, V. Nuestra Señora de París. Alianza, 2023

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