¿Cómo es el duelo del enamorado? ¿Qué debemos perder para conseguir sobrevivir al dolor de una ruptura?
No existe una recomendación más frecuente para una persona que termina una relación amorosa que la de dejar ir. Así, con todo lo que ello implica. Pero tiene una explicación. A menudo, pese a que el otro esté totalmente distanciado de nosotros o mantengamos un contacto cero, nos enquistamos y no paramos de reflexionar acerca de él (dónde estará, con quién, cómo lo estará pasando). Pasamos todo nuestro tiempo recordando al amado cada vez que suena una canción o paseamos por un lugar común y, de esa manera, siempre está cerca de nosotros, se mantiene en permanente convivencia simbólica con nuestra vida. Entonces podemos darnos cuenta de que el amor perdido no sólo es una persona física, sino la proyección de su imagen en nuestra mente. Ya descubrimos que el amado era átopos, es decir a- «sin» y -topos «lugar»; el otro no necesita ningún punto en el que residir porque para nosotros su presencia es total, puede estar esperándonos en cualquier escaparate, al cruzar cualquier esquina o al pasar la vista por los cachivaches de nuestra estantería. Nos dice Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso:
«EXILIO. Al decidir renunciar al estado amoroso, el sujeto se ve con tristeza exiliado de su Imaginario.»
Como es recurrente en el libro, el francés utiliza como ejemplo Las desventuras del joven Werther de Goethe. Si el héroe romántico alemán quería curarse de la obsesión que Carlota le causaba, no era suficiente con alejarse de su casa y pueblo, sino que debía renunciar a la imagen de ella que había construido. A día de hoy, siempre en el caso de dos personas maduras y sanas, la separación física de ambos cuando se produce una ruptura se da por sentada, es parte del protocolo para no pisotear un corazón que ya está roto, pero no es suficiente con alejarse de ese modo, debe también exiliarse de la ficticia proyección del amado, de su imagen ilusoria. El vivir continuamente de acuerdo con la idea que tenemos del otro, regulando lo que hacemos y hasta tomando decisiones de acuerdo con ella es una carcoma anímica muy destructiva, se apodera de nuestra mente, resultando muy sencillo caer en sus trampas. La imagen idealizada de un ex-amor es una serpiente constrictora que no precisa de más de un par de minutos para llevarte, en su llave incapacitante, hasta la muerte. Lo dice Barthes: «Tal es el precio a pagar: la muerte de la Imagen contra mi propia vida.»
Si el abandonado quiere sobrevivir a la tragedia amorosa, debe matar para siempre la imagen del otro, la presencia metafórica en su vida del que cree que volverá. De no hacerlo, se mantiene parado en la encrucijada de los dos dolores o, como dice el autor, de las «desdichas contrarias»: sufre porque el otro está presente en su día a día, porque le persigue como un fantasma por las aceras y, a la vez, le aterra la posibilidad de perder lo último que le queda del otro, su delirante fantasía. Para liberarse de tal esclavitud emocional, lo que tiene que hacer el amante caído en desgracia es renunciar a esa imagen, a la esperanza y a la espera. Se curará el día que, sin saber muy bien cómo o por qué, cansado de pasarse las horas contemplando la puerta y esperando que el amado toque el timbre, mantiene su mirada fija y desafiante en la manilla, resignándose a su quietud, consciente de que, aunque la puerta no se abra nunca, su vida seguirá.
Con los debidos respetos, el duelo de un enamorado, a diferencia del de alguien que vive una muerte cercana, es doble o aun triple. Debe penar la pérdida del amado que se reclinaba a su lado en la butaca del salón y, a su vez, limpiar todo el rastro que ha dejado en su alma, tiene que extirpar cada uno de los destellos de la identidad del otro que han quedado impresos en su mente. Lo doloroso no es sólo la separación física, «la ausencia de su cuerpo en mi colchón» como diría Sabina, sino la sensación de vacío y orfandad que deja el otro en la imaginación cuando se marcha. Y decimos que es un duelo triple porque, de conseguirse, el resultado no puede ser otro que la sensación de derrota. «Si el exilio de lo Imaginario es la vía necesaria de la «curación» debemos convenir que aquí el progreso es triste» escribe Barthes.
Uno progresa, se libera de las ataduras de esa ilusión del amado, pero al concluirse el duelo sólo nos deja en la boca el ligero regusto de la melancolía. «Mi tristeza pertenece a esa franja de la melancolía en que la pérdida del ser amado permanece abstracta. Carencia redoblada: no puedo siquiera investir mi desdicha, como en el tiempo en que sufría por estar enamorado». La tristeza y la desesperación que se sienten antes de conseguir pasar por el duelo son movilizadoras en cierto sentido. En presencia de la esperanza, el enamorado lucha, se afana, pugna por alcanzar el fin deseado, confiando en que lo que ahora sucede no es más que transitorio y el amor habrá de volver, pero, una vez asesinada la esperanza y la imagen del amado, no quedan fuerzas para seguir luchando. «Aunque justificado por una economía —la imagen muere para que yo viva—, el duelo amoroso tiene siempre un remanente: una expresión regresa sin cesar: «¡Qué lástima!».»
Se trata, como casi siempre, de una cuestión de gran esfuerzo y de decisión. El enamorado puede decidir seguir abrazando la esperanza, puede resignarse a poner en pausa su vida hasta que el amado regrese, aunque nunca lo haga. Es su decisión, pero si no quiere que la depresión o la locura acaben con él, sólo le quedará decantarse por la segunda opción: matar el Imaginario amoroso, exiliarse de la ilusión y limitarse a aceptar que siempre vamos a perder algo, pero, al menos, podemos decidir, habiendo perdido un amor, no quedarnos sin el otro, el nuestro, el más valioso. Llegará un momento en el que continuar con su vida pese más que esforzarse por recuperar la ilusión perdida. Nada más, nos vemos con la siguiente palabra.
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Bibliografía mencionada:
Fragmentos de un discurso amoroso – Roland Barthes

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