Acabar por el principio

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Queridos ciudadanos y ciudadanas australianas:

Hace semanas que decidí no escribir mi última carta a una persona que vive entre ustedes. Ya estoy cansada de explicar mis paranoias por escrito para intentar que parezcan universales y que así alguien quiera quedarse a leerlas, ¿saben? Yo no vendo mis gracias – ni mis desgracias – por tres duros (solo en caso de necesidad) y la verdad es que me era mucho más útil para la psique tener a Natalia aquí conmigo que ostentar una sección propia en una revista cultural. Por eso he pensado que será más útil dirigir a ustedes mi último folio de papel digital con fotografías adjuntas. Tiene todo el sentido.

Una foto que no existe con calidad decente y sin embargo merece ser la primera.

Les escribo entonces para comunicar el ansia que tengo en cuanto al regreso de la señorita Álvarez a tierras españolas, a “esta España mía, esta España nuestra”, que cantaba Cecilia, ¿saben quién es, verdad? Les escribo, más bien, para contarle a alguien lo que significa su ausencia aquí. Se preguntarán entonces por qué no la llamo y le doy la turra personalmente, claro. Les respondo, pues, que no lo hago por el mismo motivo por el que no me atrevo a leer “La Ignorancia”, de Milan Kundera.

“El ser humano envejece, el final se acerca, cada instante pasa a ser siempre más apreciado y ya no queda tiempo que perder con recuerdos. Hay que comprender la paradoja matemática de la nostalgia: ésta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida pasada es todavía insignificante”.

Pues no me da la gana de darme cuenta de ciertas cosas. Quiero retener para siempre mi costumbre, más o menos regular, de practicar los ritos de la melancolía y derivados. Me da pereza recordarme, aunque lo sepa, que fue Natalia quien firmó el convenio para su viaje. Pretendo seguir creyendo, sin ánimo de molestar a nadie, en el valor indecible de los recuerdos como los ricos creen en el derecho al patrimonio.

Pero no puedo escribirle a ella, claro que no.

Habría tres resultados muy posibles, sincronizados e infructíferos para mi propósito de tenerla de vuelta que resultarían de escribir “Cuánto te echo de menos” a su reciente conciudadana en una carta publicada en mi sección de la revista. Primero, que me respondería: “Ya estamos con cursiladas”. Segundo,  que a nadie más le importaría y, tercero, que tendría que aguantar otra vez a Don Héctor Magallón, que por supuesto no lee mis artículos, decirme que siempre escribo de lo mismo.

Las últimas fiestas del pueblo.

Y claro, queridos y queridas ciudadanas de Australia. Claro que siempre escribo de lo mismo, claro que soy una cursi de pelotas y que a ustedes tampoco les importa nada. Ah, qué alivio. Ni siquiera van a leerme, nunca, ¿piensan que no lo sé? Y yo aún tengo el tiempo y las ganas para redactar estas líneas.

Claro que solo sé hablar del pueblo, de mis mujeres favoritas, de los días que encierro en bolitas de algodón para que ejerzan de salvavidas y farolas la mayoría del calendario.

Claro que ya he asumido que es muy probable que todas las historias que yo contaría en una novela ya estén dentro de otros libros más gordos, mejor escritos y más buenos. Claro que intento negármelo con un fervor que para pocas otras cosas me visita. No te jode.

Claro que en esta sección nadie ha entendido todo lo que yo quiero a las destinatarias de estas cartas. Claro –  ¡por supuesto! – que a nadie le interesa. Me he revolcado en intentos de poner en palabras esa Ítaca natal que dicen los expertos que Kafka no deja de empeñarse en buscar, igual que me retuerzo algunas tardes en la silla del escritorio mirando de reojo la pantalla por si leo “¡Cuánto te echo de menos!”. En “La Casa en Llamas”, Júlia rechaza el reproche de su madre y le grita: “Mamá, el amor es dar”. La madre la mira a los ojos y le saca el dedo.

Natalia tiene tatuado en el hombro: «Da igual».

Queridos ciudadanos y ciudadanas de Australia, cuando echo de menos a Natalia me miro desde fuera con ojos de sospecha. Me autoexamino y me grito: “El amor es dar”. Supongo que, también por eso, no me dejo escribirle a ella. Me digo que es egoísta desear que estuviera aquí, bajar juntas a por la oferta de kebab 2×5 euros. ¿Es un error extrañar, es un error escribir, queridos ciudadanos de Australia? “Y yo que sé”. Es eso lo que me diría ella.

Tiene entonces sentido, o eso quiero creer, terminar esta sección con una fiesta en honor a la risa que nos ha dado siempre, a su querida conciudadana y a mí, con los errores. Supongo que el ridículo, en concreto, fue siempre nuestro motivo favorito, así que empezaremos la celebración con una evocación musicalizada de aquella vez que Natalia saltó el muro del patio escolar que compartimos durante trece años y yo fui detrás sin intención, claro, de comérmelo entero. Cuando vuelva a caer de boca en mitad del círculo de gente que se esfuerza por batir su propio récord en el test de Cooper, sonará “Podría ser peor”, de La Casa Azul.

Una tarde de colegio.

Después, habrá una mesa llena de whisky-colas, para mí, y licor de crema, para ella, a la que por supuesto no están ustedes invitados. Hablaremos sobre cuánto hemos cambiado durante un tiempo prudencial, o más bien protocolario, y después pasaremos a admitirnos mutuamente que seguimos siendo las mismas, no sin incluir después un extensísimo comentario acerca de las mil maneras y ritos que hemos probado para esconderlo.

Quizás y solo quizás, queridos y queridas ciudadanas de Australia, me atreva entonces a decirle: “¡Cuánto te echo de menos!”, a contarle que me despido de esta sección acabando por el principio. Que digo adiós a estas tablas sobre las que he intentado representar, con todo mi cariño, las únicas cosas sobre las que sé hablar. Y que he decidido hacerlo volviendo a intentar recordar cuándo me dijo que sí, que éramos mejores amigas.

[Se abre el telón. Natalia y yo tenemos siete años, estamos sentadas sobre el escalón que marca una de las únicas fronteras que a esta edad conocemos en el mundo: la que existe entre la porción del patio que tiene techo y la otra, la grande, en la que se despliegan juegos y tratos, balonazos y demás peligros. Hacia esa es donde miramos. Ya nunca jamás podremos mirar hacia otro sitio].

ENCARNA: Y entonces, este curso, ¿tú quien dirías que es tu mejor amiga?

NATALIA: Pues Paula, la de la playa, que además se ha comprado un periquito.

Queridos y queridas ciudadanas de Australia, cuídenla bien. Si quema algún edificio o se hace pasar por dueña de cierta ejemplar de Schnauzer mini, recuerden que siempre pueden devolverla aquí, conmigo.

Recomendaciones de hoy:

  • «Mi querida España», de Cecilia (canción).
  • «La Ignorancia», de Milan Kundera (novela).
  • «La Casa en Llamas», de Dani de la Orden (película).
  • «La condena», de Franz Kafka (relato).
  • «Podría ser peor», de La Casa Azul (canción).

2 respuestas a “Acabar por el principio”

  1. Avatar de Francisco Castillo

    Extrañar a una mejor amiga es peor que extrañar a un viejo amor, y eso que la tengo del otro lado de la ciudad pero con sus dolencias y el trabajo hace rato no la veo.

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  2. Avatar de Eva
    Eva

    Si te sirve de consuelo, hoy se cumple el ecuador de la partida de tu amiga a seas tierras tan lejanas…

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