Descubramos el único lugar en el que es posible vencer nuestra total insatisfacción
Estamos más que acostumbrados a escuchar continuamente que las necesidades y apetitos humanos son infinitos; apenas llegamos a saciar todos los que creíamos tener, aparecen nuevos anhelos que deseamos satisfacer del mismo modo. Tal es la insistencia de este mensaje que hemos terminado por interiorizarlo como un ineludible mantra, pero ¿y si existiera una manera, aunque fuese momentánea, de sentirnos perfectamente colmados? Pues, así es. Según nos indica Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, hay un lugar en el que todos nuestros deseos pueden verse cumplidos, un punto en la geografía de los afectos en el que podemos saciarnos al completo: el abrazo.
Si bien esta serie de artículos está dedicada a la obra del crítico francés, no podemos olvidarnos de todos los testimonios teóricos que ya hemos abordado, más aun cuando parece haber una relación directa entre ambas fuentes. Nos decía Erich Fromm, en El arte de amar, que el ser humano venía al mundo aquejado por la herida de la separatidad. Es una fuerte angustia ante la certeza de que el mundo exterior nos supera ampliamente en fuerzas y hemos sido abandonados a nuestra suerte; estamos solos y la impotencia nos machaca desde el primer momento. Pero, el autor alemán advierte una manera de calmar esa dolencia existencial: la unión amorosa. Es la misma conclusión a la que parece llegar Barthes, aunque lo hace en términos oníricos, para él, la unión no pasa por más que ser un sueño:
«ABRAZO. El gesto del abrazo amoroso parece cumplir, por un momento, para el sujeto, el sueño de unión total con el ser amado».
Dentro del mundo terminológico en el que hemos de bucear durante la lectura de este libro, cobra especial sentido el concepto de figura. Además de semántico, el amor es, para Barthes, un ejercicio plástico, estético, se articula mediante una serie de movimientos, gestos y ademanes, significa una disciplina atlética. Parece volver a coincidir con Fromm en que el amor es un arte, una técnica, una labor activa en la que la voluntad resulta imprescindible. Sin sus figuras y ajetreos, el enamorado no estaría dentro del discurso amoroso, no estaría, en efecto, enamorado:
«[El enamorado] se agita en un deporte un poco loco, se prodiga, como el atleta; articula, como el orador; se ve captado, congelado en un papel, como una estatua. La figura es el enamorado haciendo su trabajo».
De esta manera, el abrazo, contra lo que podría parecer, es un movimiento, un desplazamiento sentimental, pese a su inmovilidad física, mantiene en dinámica al enamorado, agita todo su ser en relación con su amado. Sigue haciendo su trabajo, porque continúa articulando la necesaria figura en comunión amorosa. En los brazos del otro, el enamorado se detiene en una suspensión que transita entre el sueño y la vigilia, obtiene todos los beneficios del ensueño (la calidez, la fantasía, el confort) sin llegar a perder la consciencia. Es una elevación real, un efecto que extirpa las bondades imaginarias y las torna en concreciones físicas.

«Fuera del acoplamiento (¡al diablo, entonces, lo imaginario!), hay ese otro abrazo que es un enlazamiento inmóvil: estamos encantados, hechizados: estamos en el sueño, sin dormir; estamos en la voluptuosidad infantil del adormecimiento: es el momento de las historias contadas, el momento de la voz, que viene a fijarme, a dejarme atónito, es el regreso a la madre […] todos los deseos son abolidos, porque parecen definitivamente colmados».
Fromm, como buen psicoanalista, relaciona la herida por separatidad con la abrupta separación entre el niño y la madre, la adquisición de conciencia de su vulnerabilidad ante el mundo deviene cuando pierde la protección de su progenitora. De esta manera, la unión a la que aspira el adulto es un recuerdo del paraíso perdido cuando fue expulsado del vientre materno. La plenitud no es algo nuevo para el amante, ya llegó a sentirla en los primeros compases de su vida. Precisamente por eso, la unión amorosa es, esencialmente, un regreso a las benignas sensaciones del amor materno.
Entonces, Barthes, consciente de todo esto, advierte un factor fundamental: mientras en el abrazo el amante se convierte en un niño, asume su inocencia, su falta de deseos y la inactividad de su condición, llega un momento en el que el adulto retorna y se impone al chiquillo con toda su energía erótica. Se convierte en dos sujetos a la vez, el sujeto pasivo e infantil y el adulto sensual que comienza a desear una relación carnal. «El enamorado podría definirse como un niño que se tensa: tal era el joven Eros.» nos dice el francés. Además de dos sujetos dentro del mismo ser, hay dos abrazos distintos que se siguen el uno al otro. El reconfortante es el de la madre, los brazos protectores que hacen que sienta toda su plenitud, que colme cada una de sus necesidades, y el abrazo del amante, este es estimulante, genital, invita al adulto al placer. En el abrazo del verdadero amor están presentes – pero, convenientemente separados – los dos abrazos, se obtiene la saciedad y la ternura, a la vez que la pasión y la trascendencia activa es alcanzada.
«Momento de la afirmación; durante cierto tiempo, ha llegado a un fin, se ha desquiciado, algo se ha logrado: he sido colmado (todos mis deseos abolidos por la plenitud de su satisfacción): la saciedad existe, y no me daré tregua hasta hacer que se repita: a través de todos los meandros de la historia amorosa me obstinaré en querer reencontrar, renovar, la contradicción —la contracción— de los dos abrazos.»
Más allá del chascarrillo fácil al que nos invita la comparación, sumado a nuestra predisposición natural para la broma, esta dualidad está dotada de una increíble belleza. Al que no pueda escapar de ello, le recomiendo ver «Noretta», el séptimo episodio de la séptima temporada de Cómo conocí a vuestra madre para superar esta dura prueba. Para el que ya lo haya hecho, dejamos atrás el complejo de Edipo y continuamos. En la mente de una persona sana, encontrar una relación en la que se mezcle la seguridad y la ternura de los brazos maternos con la pasión y la intimidad de una relación romántica sería una gran noticia; se trata de escoger lo mejor de ambos mundos. En ese doble abrazo, nostálgico y renovador, reconfortante y estimulante, es en el único lugar en el que vencemos la separatidad y colmamos todos nuestros deseos. Si el famoso nirvana es, en efecto, posible, tiene que encontrarse necesariamente en el espacio de uno de esos abrazos que Roland Barthes nos describe. Nada más, nos vemos con la siguiente palabra.
Bibliografía mencionada:
Fragmentos de un discurso amoroso – Roland Barthes
El arte de amar – Erich Fromm

Replica a La telepatía erótica en ‘Queer’ de William S. Burroughs – CAPÍTULO 73 Cancelar la respuesta