Déjame en paz, Amor tirano, déjame en paz

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La descriptio amoris en el primer teatro castellano

Debe haber pocas cosas en este mundo más codificadas que el amor. Cualquier ciudadano de esta nuestra sociedad podría enumerar, por poner un ejemplo, cuál es el órgano del amor, cuál su color, cuáles son las emociones que lo acompañan o el dios que lo provoca. Este imaginario amoroso, asentado por convención en la sociedad, es recurrente en nuestro día a día; ahora bien, ¿conocemos acaso, o hemos reflexionado, el origen de estos atributos otorgados al amor? Cada uno tiene su origen e historia, y algunos son mucho más antiguos de lo que podríamos imaginar. Por ejemplo, el clavo que saca a otro clavo, imagen prototípica del lenguaje amoroso, puede encontrarse ya en el siglo XIV, en uno de los Triunfos de Petrarca: «Así esta enfermedad tiene remedio / como sacar un clavo con un clavo»; y poco después en la Península, con Juan del Encina: «un muy atorado clavo / con otro clavo se saca». Otro tópico recurrente también hoy en día es la preferencia que muestra el amante por el dolor que el amor le genera antes que por olvidar o dejar marchar a su objeto amado. Esta idea sería nítidamente expresada en el siglo XX por Ortega y Gasset, en sus Estudios sobre el amor: «la mujer enamorada [lo mismo da el hombre] prefiere las angustias que el hombre amado le origina a la indolora indiferencia»; pero también es frecuente encontrarla en la poesía cancioneril del siglo XV: «Aunque muera, / más quiero así ser vencido, / que vencer de otra manera» (Garci Sánchez de Badajoz). Eso es y ha sido siempre así: el poeta prefiere morirse de amor antes que vencer su sufrimiento. El poeta prefiere penar antes que desenamorarse.

Querríamos utilizar este proemio como pórtico al tema que hoy venimos a tratar. El tema principal de la poesía cancioneril del siglo XV es la descripción del amor, sus atributos y las consecuencias que genera en los amantes. De esta rama lírica, heredó Juan del Encina la caracterización del dios Amor, figura alegórica que aparece habitualmente en su teatro como un personaje más. La amplia recurrencia de ideas y tópicos nos ha invitado a realizar un mapa descriptivo de esta figura en las obras encinianas, bien en su faceta de dios (el Dios Amor), bien en su faceta de sentimiento humano. Lo curioso es que todos estos textos parecen mostrar un alto grado de concordancia a la hora de describir las características del personaje, muchas de ellas tomadas del mundo clásico, vía la figura de Cupido, y muchas otras de origen medieval. Procedemos pues, a caracterizar este personaje1.

La caracterización del Amor es tan habitual en esta época que se ha acuñado el término definición de amor (si se quiere descriptio amoris), para designar una especie de subgénero poético que se basa en una condensada descripción de las características que tiene el Amor y de las consecuencias que provoca en el ser humano. Antonio Chas menciona incluso la aparición de una estructura sintáctica fosilizada en el íncipit de este subgénero que daría cuenta de su comienzo, en el caso de aparecer insertado en otro texto y no como composición lírica independiente: Es amor + sintagma nominal. A pesar de que estas descripciones presentan habitualmente elementos en los cuales el lector reconoce un origen clásico (v. gr. las saetas de Amor: mito de Dafne), esta forma textual no fue recuperada por Encina directamente de la tradición grecolatina, sino heredada de la poesía medieval que la reprodujo hasta convertirla en una forma codificada y consabida. Por otra parte, podemos dividir estas descriptio amoris en dos grandes grupos, las que hablan del amor y sus efectos en general y aquellas que hablan de la personificación de Amor como dios, si bien no siempre es fácil discernir si el poeta se refiere al sentimiento o a la deidad, por lo que aquí haremos referencia a ejemplos de ambos casos. Comencemos, pues, nuestro recorrido.

Hemos de destacar en primer lugar el hecho de que los personajes se dirigen al dios de Amor como deidad: «¡oh, maldito Dios de amor, / que me tratas tanto daño!», cuando no es el propio Amor el que se presenta como tal: «Yo soy el Dios del amor». El Amor, en tanto que dios, tendrá una serie de facultades que lo elevan a esta categoría, entre las que destaca su poder omnipotente sobre todos los seres y cosas: «Con esta saeta aguda / yo, sin duda, / venço todo lo que quiero»2. Por ser un dios que se representa a través de una personificación alegórica, el dios de Amor también mostrará una serie de características emocionales o de personalidad que son propias del ser humano: es vengativo, «vete a donde está Cristino / porque dél quiero vengarme»; es cruel, «dándole pena cruel / porque sepa quién soy»; y es soberbio, por ser consciente de su poder, «Ninguno tenga osadía / de tomar fuerças conmigo». Por otra parte, es ciego, «yo soy ciego porque ciego / con mi fuego»; siempre va armado con su ballesta y sus saetas, «saetas con arco trayo / y alas, porque como un rayo / hiero en el coraçon luego»; y es frecuentemente representado como un niño, «¡Oh Cupido, / desmesurado garçon!».

El triunfo de Amor. Siglo XVII. Pieter Van Lint. Colección Museo del Prado.

Además, vence normalmente a los amantes a través del engaño, «Por su daño / yo haré que mal fin aya / y que cierta nimpha vaya / a tentarle con engaño»; y suele ser injusto a la hora de premiar o castigar a sus servidores, «Mira, mira / qu’es Amor tan ciego y fiero / que, como mal ballestero, / dicen que a los suyos tira»3. Por último, es habitual que esta personificación del Amor aparezca acompañada de una serie de ministros (entendido el término en su valor aurisecular: el que ministra, el que sirve) u oficiales que están a su servicio –dependiendo si se sigue el tópico del servitium Amoris o del militia Amoris–, siendo estos a su vez alegorías de las consecuencias que tiene Amor en el alma humana (Lealtad, Mudamientos, Tormentos…): «meteré dentro en su pecho / los más de mis oficiales.»

Más allá de esta caracterización física (niño ciego armado con saetas) y ética (cruel, vengativo y soberbio), debemos mencionar toda una serie de tópicos que se ligan a esta concepción medieval y alegórica del amor. Uno de los más recurrentes es el servitium Amoris, por el cual el amante es servidor del dios Amor y se pone bajo sus deseos y órdenes con una lealtad absoluta. Esta idea aparece habitualmente junto a la cárcel de amor, prisión alegórica en la que se halla el amante durante su enamoramiento: «nunca espero libertarme / de tan dichosa prisión». En íntima relación con esta última característica está el militia amoris, tópico por el cual se refiere la experiencia amorosa en términos bélicos (del cual existen evidente restos hoy en día, pues seguimos hablando de conquista amorosa). En la Representación sobre el poder del Amor el dios dirá: «mi guerra nunca sosiega», y en la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, este último le aconseja a su amigo Fileno: «Oyes, Fileno, tus dichos onesta / si quieres en paz salir desta guerra».

Otro caso muy común es la pérdida de la razón por parte del amante, que vive fuera de sí, en un estado de enajenación total cercano a la locura: «Dios me dio / razón y libre alvedrío. / ¡oh, qué mal seso es el mío, / que tan presto se volvió!». En ocasiones esta idea de la pérdida de razón se liga al encendimiento que produce el Amor en el alma humana. El dios Amor dará estas instrucciones a la ninfa Febea para que vaya a herir a Cristino: «mas en viéndole encendido / sin sentido, no te pares más allá, / torna luego para acá, / que él verá quien es Cupido». Este fuego de amor también aparece muchas veces a través del contraste petrarquista frío-calor: «Sin verla me yelo y en viéndola ardo».

Quizás, entre todos los tópico y temas que aparecen en las representaciones de Encina, el más frecuente y característico sea la enfermedad y muerte de amor. El personaje que está bajo el dominio de Amor es consciente de sufrir una especie de enfermedad4 que le causa dolor y que, probablemente, le conducirá hacia la muerte, una muerte que no siempre tiene por qué referirse a un suceso alegórico. En un lamento amoroso, Vitoriano dice: «Amo / un mal con que me destruyo». Más graves son las palabras de Cristino al ver a la ninfa Febea, a quien reconoce como su perdición: «¡Ay Febea, que de verte / ya la muerte / me amenaza del amor!» o «Mira quan deshecho estoy / que me voy / a la muerte por amores […]». Esta idea de la muerte de amor se une directamente a otros dos temas muy recurrentes en la obra enciniana y en la visión cancioneril del amor: la muerte en vida y el suicidio.

Con muerte en vida nos referimos a toda una serie de imágenes en la que Encina muestra la desesperación de sus personajes haciéndoles concebir su vida como una muerte constante o haciéndoles desear la muerte. Tal es el caso de Fileno: «[Fortuna y Amor], hambrientos de darme perpetua fatiga, / me dieron por vida morir cada hora»; repitiéndose después esta idea idea: «pues claro conosces que muero viviendo»5. A su vez, como decíamos, el amante desea morir para acabar con el dolor insoportable que siente, pero Amor es cruel y nunca le concede la muerte. Así lo expresa el propio dios en la Égloga de Cristino y Febea: «Yo haré su triste vida / dolorida / ser más áspera y más fuerte, / desseosa de la muerte / que es peor la recaída». Pero el amante no siempre será capaz de aguantar este sufrimiento, por lo que a veces se verá tentado por la idea del suicidio. Plácida decide cortar su vida al creerse olvidada por Vitoriano, quien sabiendo la suerte de su amada habría tomado el mismo camino de no ser por Venus que, como deus ex machina, aparece al final de la obra para resucitar a la amante y poner un final feliz al texto. No ocurrirá, empero, lo mismo con Fileno. Este, herido de amor, ya augura en el inicio de su égloga la intención de acabar con su vida: «Zambardo, si tu remedio no pones / tanto m’acossan mis fieras pasiones / verás de mí mesmo mi vida enemiga». Amenaza que acaba por cumplir suicidándose al final de la obra, única resolución trágica en los textos teatrales de Encina: «¡Oh, ciego traidor! Que tú me has traído / a tan cruda muerte en joven edad».

Por último, será frecuente encontrar en los textos de Encina relacionados con el dios de Amor otras ideas que frecuentemente aparecen ligadas al tema amoroso aunque no atraviesen propiamente la caracterización de la deidad. Un ejemplo es el conocido secreto de amor, que dicta que el amante debe siempre guardar silencio acerca de sus amores. En la obra de Encina que más se trata este tópico es en la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio: «Aunque en la ley que ha dado Cupido / se escriva y predique por primo precepto / que nadie descubra jamás su secreto / a ti no se debe tener escondido». También se puede rastrear, de forma superficial, en la Égloga de Cristino y Febea y la Égloga de Plácida y Vitoriano. Otro caso de imagen habitual es la presentación conjunta de Amor y Fortuna, ambos con un tratamiento de deidad alegórica como el que venimos comentando. La Fortuna, según esta visión, es quien provoca la caída del amante en los lazos de Amor. Véanse los versos ya citados: «Fortuna, mudable governadora, / y Amor, de quien es piedad enemiga, / hambrientos de darme perpetua fatiga, / me dieron por vida morir cada hora».

Sobra decir que esta descriptio amoris pervive hasta mucho después del ocaso cancioneril. Dos de los sonetos más célebres de nuestro Siglo de oro («Desmayarse, atreverse, estar furioso» y «Es hielo abrasador, es fuego helado») se construyen en base a esta definición del amor. En el soneto lopesco ya no aparece referencia alguna a la deidad, pero en Quevedo, cuyo poema –digámoslo– es casi calco de un Camões (lo que en el Siglo de Oro se conocía como imitatio y no era en ningún caso motivo de burla, sino muestra de conocimiento poético), se sigue manteniendo todavía esta reminiscencia deífica: «Este es el niño Amor…».

Pero, a la par que aparecían estos ejemplos tardíos, el complejo sistema simbólico del dios Amor empezaba a fosilizarse, perdiendo la viveza que tuvo en sus primeros desarrollos poéticos. Esta afirmación (la fosilización de la descripción de Amor) es fácilmente defendible con el simple hecho de acercarse a un romance gongorino, de 1580, cuyo estribillo dicta: Déjame en paz, amor tirano, déjame en paz, poema este que da nombre al artículo y que fue brillantemente musicado por Paco Ibáñez junto a otros poemas gongorinos. El texto parodia uno a uno los elementos que comentamos en este estudio, e incluso otros en los que apenas podemos detenernos, por lo que es una obra perfecta para observar la codificación del lenguaje amoroso desde la perspectiva irónica y distanciada de un autor situado ya a las puertas del Barroco, alejado en más de un siglo de la poesía cancioneril. Como señala José María Micó: «el romance […] le saca los colores a una ristra innumerable de sonetos prologales y palinódicos propios de los cancioneros petrarquistas», a la vez que muestra una «obsesión por apurar poéticamente la iconografía de Cupido», repetida ya hasta la saciedad en estos años de formación del cordobés. Del mismo carisma es el paródico romance Manda Amor en su fatiga, con el que acabamos, donde Góngora parodia graciosamente el tópico del secreto de amor:

Manda Amor en su fatiga
que se sienta y no se diga,
pero a mí más me contenta
que se diga y no se sienta.

El tostonazo de las notas

1 Sería erróneo identificar totalmente al dios de Amor con Cupido, ya que no son exactamente la misma divinidad ni tienen el mismo origen. Nicasio Salvador defiende que Amor (tal y como aparece en la poesía cancioneril) es un dios creado en la época medieval. Las dos divinidades, aunque semejantes, no son sustituibles en todos los casos. Su posible confusión se funda en el hecho de que, en ocasiones, se aplica el apelativo Cupido a descripciones prototípicas del dios Amor medieval. También, la paulatina asimilación de las características de ambas deidades que aparece conforme nos acercamos al Renacimiento hace que las diferencias entre ambas figuras, que en un principio fueron claras, acaben muchas veces difuminándose en los textos. El propio Encina muestra una expresión sincrética de la deidad que aúna la descripción clásica de Cupido con los atributos y las descripciones del dios de Amor medieval (cf. Cupido, el ciego de Panofsky).

2 Puede resultar llamativa esta expresión «heterodoxa» dentro de la supuesta rigidez religiosa del siglo XV. La continúa referencia al poder omnipotente del dios Amor parece constituir una pequeña licencia poética en la época, al igual que las llamadas Misas de amor, textos que recreaban la liturgia cristiana, utilizando frases latinas que pertenecían a esta, pero en los cuales no se rezaba a Dios sino a Cupido o a Venus, pidiéndoles la felicidad en el amor. En la iconografía clásica, la relacionada con Cupido, también se suele dibujar a la pequeña deidad como figura todopoderosa. Tal es el caso del lienzo que mostramos arriba, donde se puede ver que Júpiter, dios por excelencia, aparece encadenado frente al carro de Cupido, en muestra del poder que este ejerce sobre todas las cosas.

3 Es habitual que en los quejidos amorosos de los amantes, tanto en Encina como en la poesía cancioneril, aparezca la idea de la injusticia del castigo que les está aplicando Amor, ante su irreprochable fidelidad al dios. Esto tiene una explicación en el plano de lo real muy sencilla: aquel que más ama, y por tanto, más servidor es de Amor, tanto más sufre. A guisa de ejemplo: «a mí, que soy más leal, más cruelmente me matas»; «Mas siempre te plugo a tus enemigos, / porque te huyen, dar mil favores / y duros tormentos aquellos amigos / que más te procuran de ser servidores»; «verás como en premio de fiel servidor / Amor y Zefira, por mi mala suerte, / me dieron trabajos, desdeños, dolor / lloros, sospiros y, al fin, cruda muerte».

4 Escribimos especie de enfermedad porque en el tratadismo amoroso medieval y la visión académica del amor que se tenía en aquella época se consideraba a un cierto tipo de amor (amor hereos) como una enfermedad. Esta patología se asimilaría mucho a la melancolía y sería producida principalmente por «la fantasía de la imaginación». Muchas veces se buscaba la solución a este problema en una terapia basada en el aumento de la actividad sexual, pero ciertos autores, como el Tostado, no creen en estas soluciones fisiológicas para la enfermedad, pues este amor nocivo, surgía a la vez «del más alto linaje que hay en todos los amores». Es decir, la enfermedad era provocada por un amor en demasía potente que concernía al espíritu, no al cuerpo. (cf. Pedro M. Cátedra, Amor y pedagogía en la Edad Media: (estudios de doctrina amorosa y práctica literaria).

5 Es difícil no relacionar estas ideas con la poesía mística del siglo XVI y más concretamente con el célebre villancico Vivo sin vivir en mí, de discutida autoría entre San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. La sensación de enajenación de uno mismo, el amor tan puro y verdadero que hiere o la sensación de ser la vida una muerte constante por culpa del sentimiento amoroso son ejemplos claros de cuán importante es la impronta cancioneril en estos poetas del siglo XVI.

Sumario bibliográfico

  • Cátedra García, P. M. (1989). Amor y pedagogía en la Edad Media: (Estudios de doctrina amorosa y práctica literaria). Universidad de Salamanca.
  • Chas Aguión, A. (2004). «El amor ha tales mañas». Descriptio amoris en la poesía de cancionero. Cancionero general, 2, pp. 9-32.
  • del Encina, J. (1996). Obra completa (ed. Miguel Ángel Pérez Priego). Biblioteca Castro.
  • Menéndez Peláez, J. (1980). Nueva visión del amor cortés: El amor cortés a la luz de la tradición cristiana. Universidad de Oviedo.
  • Panofsky, E. (1972a). Cupido, el ciego. En Estudios sobre iconología. Alianza. pp. 139-188.
  • Ramajo Caño, A. (2022). Tópica y vida en la poesía áurea: La herencia clásica. Ediciones Universidad de Salamanca.

Una respuesta a “Déjame en paz, Amor tirano, déjame en paz”

  1. Avatar de «Contrafacta eróticos» en la poesía de cancionero – CAPÍTULO 73

    […] Este último ejemplo se ubica también dentro de aquel subgénero poético que ya hemos comentado: la definitio amoris. Como se puede ver, uno de los principales recursos técnicos de estas composiciones será la […]

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