Metaficción y límites del género en la obra de Ian McEwan
Con la adultez recién estrenada y el empuje vital de la aparente esperanza que la sigue, mis compañeros se lanzan a la carrera de lograr su primera gran historia. Me emociona ver a mi círculo cercano empleándose a fondo en revivir en el procesador de texto los últimos años de la vida de Chopin, tortuosos y acompañados de unas últimas mazurcas deliciosas; las desventuras de un amor novel que termina antes de tiempo; o los pasillos asépticos de un hospital rodeado por la bruma y por el que se pasea el señor del inframundo disfrazado de doctor. Estos esfuerzos me inspiran, pero antes de emprender yo mismo las dudas me embargan. Entre ellas, una se antoja inabarcable. La vasta producción literaria del último siglo nos lleva a asumir que la narrativa, tanto con sus cuentos como con sus grandes novelas, es el vehículo más propicio para un creador que se enfrenta a la tarea de escribir una obra, breve o extensa. Mientras tanto, la lírica se ha despedido de las épicas y las églogas para centrarse en la creación de cantos de amor desesperados, canciones de tres minutos de duración o pequeños instantes bucólicos o asfixiantes que apenas duran una decena de versos. El texto dramático, sin embargo, ha sufrido una curiosa transformación y, a pesar de que se sigan produciendo obras teatrales, ha tomado una forma que se ajusta mejor a nuestros tiempos: el guion cinematográfico. Pero hay algo en el teatro que me llama poderosamente la atención, una desnudez propia del diálogo que me permitiría prescindir de aquellos ornamentos diegéticos para centrarme únicamente en el contenido a transmitir. ¿Qué género es el idóneo? ¿Pueden alcanzar los patéticos soliloquios la misma dimensión psicológica que la corriente de consciencia?
Ian McEwan retrata a la perfección las dificultades y frustraciones que enfrenta un autor al dirigir su propia obra de teatro. El extracto seleccionado para esta ocasión sitúa a Briony, la protagonista de trece años con un vívido interés por la escritura, en el cuarto de juegos de su casa. Allí da indicaciones a los actores, sus primos ineptos y desinteresados, sin conseguir resultado alguno; su visión es inalcanzable y desearía no haber dejado el resultado final de su ficción, recibir la visita de su hermano mayor para colmarse de elogios familiares, en manos de nadie. Esto lleva a la joven a añorar la libertad creadora absoluta que le permitían sus pequeñas narraciones. El fracaso de su obra lleva a Briony a descartar el género teatral para decantarse por la novela, una forma que permitirá la expresión de distintos puntos de vista, algo necesario para el desarrollo de Expiación, y que al mismo tiempo otorga al autor una comunicación sin intermediarios con el lector. Comienza así McEwan una delicada red de metaficción que cumple dos objetivos: ahondar en la función del novelista y mostrarnos el camino a la expiación en el que se embarca la protagonista al escribir.
En esta ocasión, al tratarse de prosa contemporánea (Expiación fue publicada en 2001) no considero de interés comentar aspectos de la biografía del autor, poco relevante a mi juicio, ni de la traducción, pues apenas ha existido fricción a la hora de trasladar el texto ambientado casi por completo en el año 1935 al español. La labor de domesticación, término acuñado por Lawrence Venutti que designa la acción de acercar el texto al lector español para minimizar el extrañamiento y facilitar la comprensión de la intención y el mensaje del autor, se vuelve más liviana cuanto más cerca esté la obra de nosotros en el eje temporal; este concepto también se aplica a la distancia física o cultural que tengan el emisor y el receptor. Sin divagar sobre la universalización, el desvanecimiento de las fronteras entre culturas o las culturas hegemónicas, querría disculparme por haber estropeado ligeramente alguna sorpresa que guarda el libro a todo lector potencial; espero no lo tengan en cuenta.
Expiación
Los ensayos también ofendían su sentido del orden. El mundo autocontenido que había dibujado con líneas claras y perfectas había sido desfigurado por el garabatear de otras mentes, por otras necesidades; y el tiempo mismo, tan fácilmente dividido sobre el papel en actos y escenas, ahora se le escapaba incontrolablemente. Quizá no recuperara a Jackson hasta después del almuerzo. Leon y su amigo llegarían a primera hora de la tarde, o incluso antes, y la representación estaba prevista para las siete. Y a pesar de todo no había habido un ensayo en condiciones, y los gemelos no sabían actuar, ni siquiera hablar, y Lola le había robado a Briony el papel que le correspondía, y todo era inmanejable, y hacía calor, un calor ridículo. La niña se retorció en su opresión y se puso de pie. El polvo del rodapié le había ensuciado las manos y la espalda del vestido. Abstraída en sus pensamientos, se limpió las palmas en la falda mientras se dirigía hacia la ventana. La manera más sencilla de impresionar a Leon habría sido escribirle un cuento, ponérselo en las manos y observarle mientras lo leía. Las letras del título, la cubierta ilustrada, las páginas encuadernadas…, sintió la atracción en aquellas palabras de la forma ordenada, limitada y controlable que había dejado atrás cuando decidió escribir una obra de teatro. Un cuento era directo y sencillo, no permitía que nada se interpusiera entre ella y su lector; no existían intermediarios con ambiciones privadas o incompetencia, presiones de tiempo, ni recursos limitados. En un cuento sólo tenías que desear, bastaba con escribirlo y podías tener el mundo; en una obra de teatro tenías que conformarte con lo que había: ni caballos, ni calles de pueblo, ni playa. Tampoco telón. Parecía tan obvio ahora que ya era demasiado tarde; una historia era una forma de telepatía. Mediante el trazado de símbolos de tinta en una página, enviaba ideas y sentimientos desde su mente a la del lector. Era un proceso mágico, tan cotidiano que nadie se detenía a asombrarse ante él. Leer una frase y comprenderla eran lo mismo; como al doblar un dedo, nada se interponía entre ambas cosas. No había un intervalo en el cual se desentrañaran los símbolos. Veías la palabra castillo y allí estaba, contemplado desde cierta distancia, con bosques en pleno verano extendidos ante él, el aire azulado y suave por el humo que ascendía de la forja del herrero, y un camino empedrado que serpenteaba hacia la sombra verde…
Atonement
The rehearsals also offended her sense of order. The self-contained world she had drawn with clear and perfect lines had been defaced with the scribble of other minds, other needs; and time itself, so easily sectioned on paper into acts and scenes, was even now dribbling uncontrollably away. Perhaps she wouldn’t get Jackson back until after lunch. Leon and his friend were arriving in the early evening, or even sooner, and the performance was set for seven o’clock. And still there had been no proper rehearsal, and the twins could not act, or even speak, and Lola had stolen Briony’s rightful role, and nothing could be managed, and it was hot, ludicrously hot. The girl squirmed in her oppression and stood. Dust from along the skirting board had dirtied her hands and the back of her dress. Away in her thoughts, she wiped her palms down her front as she went toward the window. The simplest way to have impressed Leon would have been to write him a story and put it in his hands herself, and watch as he read it. The title lettering, the illustrated cover, the pages bound — in that word alone she felt the attraction of the neat, limited and controllable form she had left behind when she decided to write a play. A story was direct and simple, allowing nothing to come between herself and her reader — no intermediaries with their private ambitions or incompetence, no pressures of time, no limits on resources. In a story you only had to wish, you only had to write it down and you could have the world; in a play you had to make do with what was available: no horses, no village streets, no seaside. No curtain. It seemed so obvious now that it was too late: a story was a form of telepathy. By means of inking symbols onto a page, she was able to send thoughts and feelings from her mind to her reader’s. It was a magical process, so commonplace that no one stopped to wonder at it. Reading a sentence and understanding it were the same thing; as with the crooking of a finger, nothing lay between them. There was no gap during which the symbols were unraveled. You saw the word castle, and it was there, seen from some distance, with woods in high summer spread before it, the air bluish and soft with smoke rising from the blacksmith’s forge, and a cobbled road twisting away into the green shade . . .

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