Los diferentes tipos de afecto en el siglo XXI
Siendo este el quinto artículo que le dedico al amor, y viendo la escasa popularidad que han tenido los anteriores, me pregunto: ¿qué interés puede tener hoy este tema? Con la intención de comprobarlo he realizado un ejercicio: he buscado en la página web de la Casa del libro la palabra “Amor” y me sorprende haber encontrado 42.181 resultados. Es decir, más de cuarenta mil libros en venta que sobrevuelan este tema. Entiendo, entonces, que no debe de ser tan desagradable para el lector promedio reflexionar y leer sobre ello. Más aun, cojamos tres de las novelas más leídas en nuestro idioma y veamos si, además de en sus sinopsis, el amor tiene alguna presencia. Pues bien, en Cien años de soledad de García Márquez hay 112 menciones a esta palabra, en Rayuela de Julio Cortázar 135 y, para más inri, en La casa de los espíritus de Isabel Allende la cifra asciende hasta 171 veces escrita. Con todos estos datos en la mano, cargaré con la culpa de no conseguir lectores, pero, en cambio, queda claro que el amor sigue haciéndonos leer páginas y páginas. Parecería que el tema está muy gastado, que todos tenemos una idea clara de qué es y qué efectos tiene y ya no tiene sentido teorizar más, pero, como dice Zygmunt Bauman:
«¿Acaso no es cierto que, cuando creemos que todo está dicho sobre las cuestiones más importantes para la vida humana, sucede que las cosas más importantes están aún por decir?»
Tal vez no lo tengamos tan claro. Quizás, pese a la cantidad de obras y artículos escritos al respecto, hay detalles del arte de amar que se nos escapan de las manos. Si no fuera así, por qué en ausencia de vida amorosa o tras la perdida de esta resulta tan normal comprarse un libro de Elísabet Benavent, Erich Fromm, Mario Benedetti, Zygmunt Bauman o Annie Ernaux. Si no hay nada más que decir y este artículo sólo lo va a leer el mismo que lo ha escrito, ¿por qué hay tantos volúmenes en la Casa del libro destinados a saciar esta sed de conocimiento?
Si queremos aprender del amor, conocer sus particularidades, su esencia o sus tipos es normal acudir a los filósofos. Leemos a Platón y su relación con la belleza, discutimos con Sócrates sobre su idea de carencia, consultamos a Spinoza y su forma de entenderlo o a Ortega y Gasset y sus apasionadas reflexiones. Pero, si lo que queremos es comprenderlo bajo nuestro punto de vista y enclavado en nuestra propia sociedad, no existe voz más autorizada que Zygmunt Bauman. Este pensador polaco es conocido por haber acuñado el término «modernidad líquida», una etapa de nuestra civilización caracterizada por la ausencia de estructuras sólidas, el permanente papel de la incertidumbre y la volatilidad de todas las relaciones humanas, ya sean políticas, económicas o culturales. En este sentido, el amor, nuestra más hermosa construcción, no se libra de esa fluidez y fragilidad.
En el año 2003, vio la luz su obra Amor líquido, en la que reflexiona sobre la naturaleza de las relaciones interpersonales que sostenemos en la posmodernidad. Habla del miedo a establecer vínculos duraderos a causa del coste de oportunidad, de la tendencia al consumo voraz del sexo como otro bien de mercado o de una sociedad que, influida por sus avatares socioeconómicos, se encuentra totalmente huérfana de erotismo. En este caso, nos vamos a centrar en tres conceptos que, si bien varios de ellos han sido formulados con anterioridad, interactúan en nuestro tiempo de formas diferentes y tienen que lidiar con la intromisión de uno nuevo: hablamos de amor, deseo y apetito.

Ya hemos hablado en otras ocasiones de las diferencias entre amor y deseo. Pero, esta vez, nos centraremos en sus manifestaciones contemporáneas y, en especial, en su relación con la muerte. En la filosofía clásica se describen varios tipos de amor, entre los más relevantes encontramos a Eros y Ágape. Estos son los que podríamos traducir como Deseo y Amor de una manera más accesible a nuestro conocimiento. En esta definición, entendemos a Eros como una pulsión que invita a dirigirse hacia lo desconocido, hacia la alteridad, hacia aquello que se quiere descubrir, devorar, ingerir… El hecho de desconocer por completo el objeto deseado es interpretado por nuestra psique como una afrenta, un desafío. Nos duele la otredad, el desconocimiento. Es por ello que necesitamos lanzarnos hacia él y someterlo, borrar por completo esa separación entre sujeto y objeto. Eros es un impulso de exploración, de domesticación y familiarización. Esa es la explicación de que sea caduco: una vez conquistado su fin perece, muere y desea aniquilar.
En cuanto el deseo se haya saciado consumiendo por completo el objeto deseado lo desecha. El acto siguiente al deseo es la eliminación de residuos. Por esto, ya desde la escuela psicoanalítica de Freud, Jung o Lacan, se viene señalando que Eros está muy relacionado con Tánatos, con la pulsión de muerte que cada uno de nosotros tenemos programada en nuestro subconsciente. En esencia, el deseo es afán de destrucción o, en su defecto, de autodestrucción. El fin de Eros es la aniquilación de su objeto. En otras palabras, se nutre del néctar de la hermosa flor que ha encontrado hasta que la marchita por completo. Como dice Bauman:
«Los consumibles atraen; el desecho repele. Tras el deseo viene la eliminación de residuos. Son, al parecer, los actos de exprimir la extrañeza que hay en la alteridad y de tirar a la basura la cáscara estrujada que queda los que se condensan materializados en la alegría de la satisfacción, una satisfacción condenada a disolverse en el momento mismo en que la tarea se ha completado.»
Por el contrario, el amor es el anhelo de conservar y poseer, cambia el objeto de consumo y deseo por el del cariño y la protección. Es, como bien apuntaba Ortega, un movimiento centrífugo, un impulso de expansión, de agrandar y crear. Para Bauman el amor es adición, dejar un rastro del paso del amante en el mundo gracias a su cultivo de lo amado. Si decíamos que el deseo pretende aniquilar y extinguirse, el amor, en contraste, se agranda a cada adquisición, a cada minuto de perduración. El deseo se autodestruye y el amor se perpetúa. Se asemeja en esto a la definición de Platón del amor como afán de engendrar en belleza, el amor es, en esencia, voluntad de crear. Así lo manifiesta:
«El amor tiene que ver con la supervivencia-del-yo-a-través-de-la-alteridad-del-yo. De ahí que el amor implique un ansia de protección, de alimentar, de cobijar; también de acariciar, de mimar, y halagar, o de guardar, cercar, encarcelar.»
En este sentido, el amor apresa al objeto amado con intención de custodia, como método de amparo y salvaguardia, quiere tejer una cariñosa tela de socorro sobre su amado para protegerlo. Pese a que el deseo sea el desencadenante del amor, actúan en categórica contraposición; el amor trata de lanzar una red en la que apresar al deseo por toda la eternidad y, en cambio, el deseo utiliza toda su energía para zafarse de esa perpetuación. El deseo es volátil, mientras el amor es perenne. No por casualidad Bauman lo define así: «el amor es un préstamo hipotecario suscrito a cuenta de un futuro incierto e inescrutable.»
Pese a que pensemos que nuestra época es menos relevante que las anteriores, nuestro desarrollo contemporáneo nos ha llevado a generar una nueva forma de consumación afectiva: el apetito. No es tanto una expresión más del amor, sino un método de consumo. Sí, hasta en el plano romántico la sociedad de mercado ha conseguido transformarnos. La unión amorosa ya no es una forma de engendrar belleza y crecer, ni siquiera de cosechar un éxtasis corporal relacionado con el deseo, ahora se ha convertido en un bien de consumo. Y de consumo instantáneo:
«Tal vez hablar de deseo sea una exageración. Es como lo que ocurre con las compras: los compradores de hoy en día no compran para satisfacer su deseo, sino que […] compran por apetito. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo según los parámetros de una cultura que aborrece la procrastinación y promueve en cambio la «satisfacción instantánea») sembrar, cultivar y abonar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar.»
Pensábamos erróneamente que la posmodernidad se había vuelto puramente deseo y, en realidad, es puro apetito. El mercado afectivo-sexual se ha construido bajo la misma dinámica que cualquier otro: se diseñan sobre la base de una incitación al consumo inmediato y la extinción rápida del apetito, de tal manera que, nada más habiendo consumido un producto, el consumidor ya se centra en el siguiente. Nada tiene que ver esto con el erotismo, que precisa de una prolongada crianza. El deseo desconoce la palabra súbito, se va generando poco a poco, es por esto que su satisfacción es tan gozosa, porque ha pasado suficiente tiempo anhelando su consecución. La satisfacción inmediata funciona como una droga que, ante el gran golpe dopaminérgico, cada vez necesitará más cantidad, a diferencia del deseo, que se hace más intenso cuanto más cuesta, cuanta más calidad.
«Como otros bienes de consumo, la pareja se convierte así también en un producto para ser consumido in situ (sin necesidad de formación adicional ni de una prolongada preparación previa) y en una sola toma, «sin mayores consecuencias». Es, ante todo, eminentemente desechable.»
Siguiendo esta misma lógica, aunque alguien consiga formar una pareja estable, muy a menudo, no lo será del todo. Ni ahora, ni en ninguna época ha tenido sentido hablar de vínculos eternos (nadie puede asegurar nada a tanto plazo), pero lo que sí tienen sentido son las relaciones indefinidas. El contrato podrá romperse, podrán cambiar los términos, pero en la actual forma de relación basada en el «hasta nuevo aviso» la atmosfera es irrespirable. No puede construirse el amor si se está constantemente a un paso de su erradicación, si siempre se tiene un pie fuera del vínculo, si se piensa más en el coste de oportunidad que en los beneficios que la unión amorosa nos puede dejar.
En resumen, tal y como nos lo plantea Zygmunt Bauman, el deseo crece en exposición ante lo desconocido, hasta que lo consume y muere; el amor, en cambio, se construye poco a poco, haciendo perdurar su vida; y, el apetito, nuestro nuevo modelo de negocio, se adentra una ansiosa espiral de consumo hormonal irrelevante en busca de satisfacer necesidades que la propia sociedad le ha generado. En otras palabras, el deseo muere, el amor puede morir, pero, desde luego, el apetito nace muerto. Si continuamos relacionándonos afectivamente en virtud de él, será imposible que venzamos la fragilidad de nuestros vínculos. Es decir, en el reino del apetito y el consumo, no queda espacio ni para deseo, ni para amor.
Su única consecuencia es una profunda ansiedad y un claro vacío existencial, dos de las enfermedades más comunes del siglo XXI. La ansiosa búsqueda de más experiencias descartables y placeres efímeros nos conduce inexorablemente a la frustración, ya que nos damos cuenta de que alcanzar un verdadero propósito y un sentido a nuestras relaciones es imposible entre tanta incertidumbre. Hemos hiper-saturado el sexo negando su importancia y nos unimos a otros en un claro ejercicio de deshumanización. Nos convertimos en bienes de mercado. Somos profundamente desechables.

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