El origen del teatro castellano: un difícil intento de compendio

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Para el lector común el concepto de género literario es una categoría perfectamente funcional y bastante definida que se utiliza a diario para discernir la naturaleza de los diferentes textos que pueblan nuestra cotidianidad. Para el lector especializado, teórico, el género literario es uno de los conceptos más problemáticos y poliédricos con los que debe lidiar, especialmente, porque definir el género literario es, en última instancia, definir qué es la literatura; la inclusión de un texto en un género específico ubica a este inmediatamente dentro del sistema literario, así como su exclusión genera un desplazamiento de su recepción estética. El género es una categoría intuitiva (todos lo utilizamos diariamente) pero hermética a la descripción teórica, de igual manera, como adelantara Berkeley siglos atrás, que la realidad extrasensible es intuitiva pero difícilmente demostrable. Los rasgos formales y temáticos se han demostrado insuficientes para aportar una clasificación genérica sólida, de tal manera que las últimas teorías acerca del tema desplazan su atención del texto hacia el receptor, entendiendo el género como una especie de pacto de lectura u horizonte de expectativas que establece el autor con el lector. El género, aunque imposible, es inevitable. No en vano se levantara, tiempo atrás, Benedetto Croce contra esta necesidad imperante (y pragmática) de categorizar. El italiano creía que cada texto es un género en sí mismo, pues se rige por su propia individualidad y especificidad. Cada expresión artística es única en sí misma.

Conviene comenzar este artículo presentando esta problemática acerca de la concepción genérica porque esta es la base de la cuestión que hoy planteamos. Existe en la crítica hispánica un antiguo debate sobre cuáles son las primeras manifestaciones teatrales de nuestras letras; debate que no existe en la poesía, donde el temprano testimonio de las jarchas o el Cantar de Mio Cid se yerguen como textos fundacionales, ni tampoco en narrativa, donde existe amplio consenso en reconocer los textos firmados con rúbrica de Alfonso X como las primeras obras narrativas de entidad en nuestra lengua (aunque existen textos anteriores, como la Fazienda de Ultramar). El problema que atañe al teatro es la falta de testimonios escritos en época medieval, hecho que nos hace dudar seriamente de su existencia en dicho periodo. Los críticos se han divido en dos grandes grupos a la hora de afrontar este problema: por un lado están aquellos que creen que existió un teatro medieval castellano, más allá de las representaciones litúrgicas –germen estas del teatro medieval europeo–, como sucedió en otras partes de Europa, pero que hemos perdido la documentación que nos permita corroborarlo; y, por otro lado, están aquellos que ante la falta casi total de documentación opinan que no hubo un desarrollo relevante de estas prácticas en nuestro medievo (como se defiende en The liturgical Drama in Medieval Spain de Richard B. Donovan). Por este motivo, ante la supuesta inexistencia del teatro medieval, muchos críticos han visto en Juan del Encina (1468-1529), dramaturgo del primer renacimiento ibérico, la primera piedra de este género en nuestras letras.

Contra lo que se pueda pensar, el teatro castellano, surgido –de esto no hay duda– a finales del siglo XV y principios del XVI, no es la evolución continua del teatro clásico, el teatro clásico grecolatino no es el referente directo sobre el que surgen nuestras primeras representaciones teatrales. La visión moral negativa que tuvo la iglesia del teatro1, sumada a otros factores coyunturales, provocaron que las prácticas teatrales clásicas desapareciesen durante el Medievo, haciendo que el género quedase interrumpido y tuviese que resurgir desde una lógica totalmente diferente. En la literatura francesa este resurgir se ligó desde el principio al espacio litúrgico (los Jeu de Jean Bodel, en la segunda mitad del siglo XII, son los primeros testimonios) y estas obras religiosas fueron paulatinamente saliendo de la iglesia y secularizándose. En nuestra literatura, el único testimonio de estas características con el que contamos es el Auto de los Reyes Magos, texto aislado, probablemente del siglo XII y de autor francés, características que no ayudan a establecer en torno a él ninguna tradición dramática, más allá de lo anecdótico de su existencia. No será hasta el siglo XV cuando empecemos a encontrar testimonios que se acercan paulatinamente a aquello que hoy en día consideramos como teatro.

Sobre la paternidad del teatro castellano se han escrito multitud de páginas que, a día de hoy, todavía no han conseguido forjar una opinión consensuada y unánime entre los estudiosos. La ya célebre polémica sobre el escaso teatro medieval castellano que conservamos, sumada al dudoso carácter teatral de muchos textos cancioneriles2, ha propiciado, como decíamos, que Juan del Encina haya sido considerado tradicionalmente como el primer dramaturgo castellano, aunque no faltan los autores que cuestionan esta afirmación3. En el presente artículo, intentaremos analizar en una visión panorámica los diferentes enfoques a través de los cuales se ha afrontado este problema, con el fin de aportar una visión ecléctica que comprenda todas las dimensiones de la cuestión. Es evidente, por otra parte, que la discusión sobre qué es el género subyace a la hora de hablar del surgimiento de un género en concreto y las diferentes formas de entenderlo (como unión de características textuales, como convención social, como forma concreta de recepción…) genera diferentes opiniones acerca del origen de uno en concreto.

La explicación textual

Algunos autores han pretendido explicar el origen del teatro castellano a través de la descripción de los textos, mostrando cómo, en un determinado momento (segunda mitad del siglo XV), podemos empezar a hablar de textos puramente dramáticos. El hecho de que no contemos con una serie de características binarias, que puedan discernir plenamente qué es un texto teatral de aquello que no lo es, nos impide reconocer con plenitud el primer testimonio dramático de nuestras letras. Por eso, esta posición defiende que existe una evolución clara, paulatina, entre los diálogos cancioneriles (textos poéticos dialogados, recogidos en cancioneros) y los considerados como primeros textos dramáticos del castellano, las églogas (o representaciones) de Juan del Encina, publicadas por primera vez en su cancionero personal de 1496. Los textos dramáticos encinianos se nutren de diversas fuentes, desde las églogas virgilianas a los diálogos cancioneriles del XV, para crear un nuevo producto literario que, junto a los textos de otros autores, será conocido como teatro primitivo castellano. En lo formal y temático, las deudas con los diálogos cancioneriles son evidentes, especialmente con el Diálogo de Amor y el Viejo, de Rodrigo de Cota, y el Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa, de autor anónimo, textos que presentan un estado de evolución inmediatamente anterior a la obra de Encina, y que ya albergan en su seno una dramaticidad incipiente (teatralidad segunda, se ha dicho)3 que será totalmente desarrollada por Encina en sus representaciones. Algunos críticos han estudiado la posible dramaticidad de estos textos, atendiendo por ejemplo a sus didascalias implícitas (referencias deícticas en el texto que nos sugieren una posible representación), pero la ignorancia acerca de su puesta en escena, así como, la escasa acción de los personajes o la brevedad de las obras, nos obliga a mantenernos escépticos a la hora de considerar estos textos como obras puramente teatrales. Hablamos por tanto de que el resurgir del teatro, desde esta óptica, no es puntual, sino fruto de una paulatina evolución genérica, que parte del diálogo cancioneril (desde la rudeza de El debate de Alegría e del triste Amante) hasta la égloga representable –concepto propuesto por Canet Vallés–. Esta evolución se observa en la propia obra de Encina, desde sus primeras representaciones breves, con pocos personajes y de acción casi inexistente, muy cercanas a los diálogos antes comentados, hasta la complejidad estructural y escénica de sus últimas representaciones, adquirida ya la influencia italiana tras su viaje a Roma, como la Égloga de Plácida y Vitoriano.

La explicación contextual

La línea que separa el diálogo cancioneril de la obra representable no es, a mi parecer, discreta, sino difusa. Como hemos visto, si seguimos una explicación textual, no encontramos una ruptura que nos permita reconocer el primer texto teatral en sí. Por este motivo, no debemos basarnos únicamente en criterios textuales para determinar la paternidad de nuestro teatro, máxime si se tiene en cuenta que el teatro es la producción literaria más dependiente del contexto social. Encina es considerado padre del teatro porque simultáneamente a la escritura de su obra, y esto sí está documentado,  se comenzaron a dar toda una serie de prácticas sociales y públicas que permitieron el desarrollo de ese nuevo arte que sería el teatro. Podemos decir sin pudor que Encina fue el primer dramaturgo que representó públicamente sus obras, de forma habitual y en un espacio profano. En relación a esto, cabe mencionar un trabajo en el que la profesora María Jesús Framinán estudia el mundo teatral de la Salamanca de finales del XV y principios del XVI, a través de un riguroso trabajo documentario de cualquier noticia conservada de representación en la ciudad. El teatro vivió un auge en aquellos años a través de dos focos productivos, el catedralicio y el universitario, por lo que Framiñán concluye que existía claramente un mundo de la representación en la ciudad, relacionado concretamente con el ámbito festivo. Según la autora, es necesario unir esta explicación sociohistórica a la explicación textual de la creación literaria del género a través de una labor de taracea para tener una visión más completa del fenómeno. Siguiendo estas ideas, Puerto Moro ha subrayado también el origen festivo de nuestro teatro renacentista, argumentando que no existe, en estas primeras andaduras del género, «manifestación teatral no vinculada, inicialmente, a un determinado encuadre celebrativo». Por su parte, Canet Vallés cree que esta paternidad viene otorgada por ser Encina el primero en dar impronta a la égloga cortesana, en un espacio muy concreto, la casa ducal de los Alba. Idea que refuerza esta visión que otorga importancia para el nacimiento del teatro al contexto en el que se desarrolla.

Señalada, pues, la necesidad de atender no solo a un origen textual del teatro, sino también contextual y social, algunos autores han expresado la idea de que la paternidad del teatro castellano ha de recaer sobre toda una generación de escritores que se desarrolló durante el reinado de los Reyes católicos y no solo sobre Juan del Encina. Alfredo Hermenegildo defiende esta postura, porque cree que al fin y al cabo la paternidad del teatro no es solo fruto de un autor, sino de un contexto y un marco sociohistórico concreto. Escribe: «el teatro español renacentista da sus primero pasos con la serie de escritores que podría identificarse como la generación de los Reyes Católicos». Esta visión la completa Puerto Moro al estudiar un texto teatral anónimo de finales del siglo XV, hallado en un volumen facticio de la Biblioteca Nacional de París, que muestra marcadas semejanzas con el teatro enciniano, llegando a la conclusión de que es absolutamente innegable «la huella del salmantino en nuestro texto y la existencia de un teatro enciniano en el entorno de la corte de los Duques de Alba que, […] va mucho más allá de las seis églogas transmitidas por el Cancionero de 1496». Encina fue el dramaturgo capital de su época, pero a todas luces no fue el único, como demuestra la rápida aparición en escena del joven Lucas Fernández, cuyas primeras obras debieron ser escritas apenas un lustro después que las de Encina.

La explicación recepcional-ideológica

Una de las propuestas más interesantes en torno a esta cuestión es la que realiza Luis García Montero en uno de sus trabajos de juventud (El teatro medieval. Polémica de una inexistencia). Este autor, a través de una lectura de corte marxista de la cultura, entendiendo esta como producto superestructural generado por la estructura económica, y siguiendo la obra de J. C. Rodríguez Teoría e historia de la producción ideológica, donde Rodríguez explica el cambio de la Edad Media a la Edad Moderna en base a la existencia de un conflicto ideológico entre Feudalismo (jerarquía de sangre) y Animismo (jerarquía de almas), propone que no debemos preguntarnos por la existencia del teatro medieval si entendemos esta manifestación literaria de la misma forma que la entendemos hoy en día. Para García Montero, nuestra concepción del teatro está íntimamente ligada a la noción de espectador crítico –requiere de él, sin espectador no hay posibilidad de teatro–, noción que no existía en el medievo ni podía existir, pues el espectador hacía las veces de creyente, creía en lo representado como dogma, se ligaba a ello a través de la fe. Partiendo de aquí, el teatro renacentista no puede ser una evolución de las practicas teatrales litúrgicas, pues ambas manifestaciones son producidas por lógicas estructurales diferentes. Niega así el granadino cualquier posibilidad de origen medieval de nuestro teatro, no tanto por una ausencia testimonial, sino por un viraje rotundo en la naturaleza de ambos productos culturales. Como bien señala: «el teatro no surge cuando maduran las representaciones litúrgicas, sino cuando aparece el espacio de lo público y todo lo que él trae consigo». Según García Montero, el Animismo, cosmovisión ligada al humanismo italiano, que valora al individuo por la belleza y virtù de su alma (y no por el linaje), es el punto de partida necesario, ideológicamente, para la existencia del teatro. Así las cosas, identifica las primeras manifestaciones teatrales con algunos textos de la segunda mitad del XV que empiezan a relacionarse con el ámbito cortesano y muestran un animismo feudal (donde el linaje empieza a mezclarse con la necesidad de la virtud y la claridad del alma). Este animismo feudal evolucionará hacia el animismo laico del XVI y permitirá crear el espacio de lo público como lugar de valorización del yo, como individuo único dotado de un alma bella. Ejemplo de estas representaciones animistas, según García Monteo, sería la Representación del Nacimiento de nuestro Señor, escrita por Gómez Manrique entre 1467 y 1481.

Conclusiones

Muchos autores han visto la obra de Encina como la sofisticación final de una larga trayectoria medieval; muchos otros, en cambio, la han considerado un comienzo innegable para las letras renacentistas castellanas. Siendo un poco precavidos, nosotros optamos por una mirada ecléctica sobre su obra; no tanto porque la verdad se halle siempre en el justo medio, sino porque en sus textos aparecen tanto elementos típicamente medievales (la versificación en octosílabo, o la herencia cancioneril) como elementos ya abiertamente renacentistas (como sus traducciones de Virgilio o su labor tratadística sobre la métrica castellana), por lo que la veracidad de nuestra consideración no dependerá tanto de la naturaleza de su obra, como de la faceta concreta en la que queramos centrarnos. Encina es un literato bisagra que ejemplifica la transición entre dos mundos que confluyen en su obra. En cuanto a la duda sobre la paternidad del teatro castellano, creemos que no es necesario entregar tal medalla de forma rigurosa a ninguna figura, pues los argumentos a favor y en contra de los supuestos padres del teatro abundan, y en definitiva, solo tenemos la certeza -y quizás no sea necesario más- de que en una horquilla de veinte o treinta años surgieron toda una serie de manifestaciones indudablemente teatrales en la corona de Castilla que dieron origen a este género, ocupando un lugar preponderante entre ellas las églogas encinianas.

Notas

1. Los ejemplos de crítica moral al teatro por parte de la Iglesia católica son abundantes. Destaca el temprano comentario de San Isidoro en las Etimologías: «El teatro es un verdadero prostíbulo; porque después de terminados los juegos se postran allí las meretrices…». Otras autoridades del cristianismo como Santo Tomás de Aquino expresarán también esta visión negativa. Visión que aún se mantiene en muchos moralistas auriseculares, entre los que destaca el padre Mariana, quien piensa que en las representaciones «se depravan las gentes de toda condición, edad y sexo».

2. Con textos cancioneriles nos referimos a los textos recogidos en cancioneros. Los cancioneros fueron la principal forma de distribución y publicación de la poesía castellana en el siglo XV. Consistían en una recopilación de poemas (habitualmente de varios poetas) que se agrupaban en un volumen común copiado manualmente. Esta poesía atesora una serie de repeticiones formales y temáticas que nos permiten considerarla como un fenómeno característico y unitario de la época. Entre los textos que se recogen en estos volúmenes, encontramos habitualmente disputas poéticas entre diversos vates, o también diálogos alegóricos en verso, obras tendente a lo dramático que no superan habitualmente los 800 versos, medida muy lejana de los casi 3000 de media de nuestro teatro clásico.

3. Van Beysterveldt acepta la paternidad de Encina pero a su vez ve su teatro, en un desafortunado símil, como «un niño nacido muerto», ya que Encina sofistica la herencia del diálogo cancioneril hasta convertirlo en obra teatral pero es incapaz de trascender ese marco genérico, que acabará siendo prontamente abandonado. En este sentido, la obra enciniana sería más un culmen de la tradición dialogal medieval que una primera piedra renacentista para el teatro que vendrá después. En la misma línea, Puerto Moro ha planteado la duda de la paternidad teatral entre Encina y Torres Naharro, llegando a la conclusión de que ambos autores representan las dos líneas principales de nuestro primer teatro renacentista, la pastoril y la comedia urbana respectivamente, siendo esta última la línea que «nos llevará a la forma clásica del teatro profano». Por este motivo, siendo el teatro de Encina «un callejón sin salida», considera a Torres Naharro como primera piedra del drama castellano moderno. 

Sumario bibliográfico

  • Canet Vallés, J. L. (2017). De la égloga a la comedia representable.
  • Framiñán de Miguel, M. J. (2017). Prácticas escénicas en el ámbito castellano (1474-1517): el enclave salmantino.
  • García Montero, L. (1984). El teatro medieval: polémica de una inexistencia
  • Hermenegildo, A. (1986). Acercamiento al estudio de las didascalias del teatro castellano primitivo: Lucas Fernández.
  • Puerto Moro, L. (2013). En la fragua del teatro renacentista.
  • van Beysterveldt, A. (1979). Estudio comparativo del teatro profano de Lucas Fernández y el de Juan del Encina.

Aunque no aparezca en la bibliografía, conviene reseñar que este artículo nace a raíz de las lecciones que escuchara del profesor Fernando Gómez Redondo sobre el origen del teatro castellano.

Una respuesta a “El origen del teatro castellano: un difícil intento de compendio”

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