El anhelo de hacer prevalecer la impresión personal sobre una película es una forma de vanidad, aunque sea inadvertida
Viajar y contar aparecen como actividades estrechamente relacionadas. Cuando la fotografía aún no existía, las imágenes de los viajeros eran retratos pintados. El sujeto posaba frente a uno de los lugares visitados y después esa pintura se convertía en objeto de colección y prestigio, en un símbolo de estatus colgado de la pared de la sala.
“¿Cuánto de lo que hacemos lo hacemos por hacerlo y cuánto para contarlo? ¿Qué de nuestra vida está vivido y qué está fotografiado y empaquetado para vivirlo después, cuando pueda ser comunicado?” se pregunta Chantal Maillard.
En el plazo de doce años desde su invención, la gramática cinematográfica queda planteada en The Great Train Robbery (Asalto y robo a un tren): El montaje, el primer plano, la acción paralela… se erige el cine como un lenguaje incluso durante los cambios económicos que van a contribuir a que éste se integre en las costumbres de vida de la gente, sin dejar que todo el asunto sea rentable. Pero quizá la mayor influencia fue la del S. XIX. Esencialmente los pintores del realismo nos transmitieron el concepto de aquellos lienzos grandes como pantallas de cine. Todo comienza a explicarse a través del encuadre. La realidad nos desborda y ante ello es muy fácil caer en la dispersión; comienza a cobrar sentido a partir del encuadre y sus acotaciones, de esa selección parcial y sostenida que uno hace de la realidad a partir de la que imponer cierto orden, comenzar a interpretar y acercarnos a lo esencial. El lienzo-pantalla nos permite embalsamar el tiempo, fijarlo, prolongarlo, vencerlo.
Cuando Manet expuso su cuadro Olympia, la gente puso el grito en el cielo porque se trataba de una mujer corriente, no de un ser mitológico. Podían pintarse desnudas las criaturas legendarias y las imbuidas por prestigio divino o aristócrata pero resultaba inaceptable retratar a una mujer común. Pensar en el cine siempre me remite a Olympia y al ensayo de John Berger sobre Géricault y los retratos de enfermos de hospitales psiquiátricos; los primeros de gente que no formaba parte de la alta sociedad. El cine no era solo una sorprendente forma artística que emocionaba a la gente de una forma espectacular: también registraba rápidamente la realidad. Y también podía tener conciencia real al describir a las personas históricamente insignificantes.
Los primeros espectadores de la Olympia de Manet tuvieron una actitud de desdén y reticencia que encuentra sus ecos en el presente, aunque mutada y a través de otros patrones. La vorágine hiperaceleracionista propia de nuestro tiempo y benefactora de todo tipo de dogmatismos y de emporios económicos busca pudrir nuestros procesos cognitivos y el cine no es una excepción. De entre las tendencias nocivas que el mercado y la crítica servil pugnan cíclicamente por imponer en los espectadores, es la de las listas la que más llamativa y preocupante me resulta, pues no deja de ser una de las consecuencias más presentes de la estandarización y la homogeneidad de la cinefilia instalada a través del régimen financiero que la domina, que arroja nuestra comprensión del cine a una cercana al placebo, señuelo y mera plataforma publicitaria.
La proyección de la realidad
La primera vez que lloré por nostalgia tenía 8 años y lo hacía porque se acababa el 2009 “y nunca iba a volver”. Una Nochevieja en la que adquirí conciencia de la fugacidad de mi tiempo, incluso si aún no podía siquiera llegar a atisbar las transformaciones que sus surcos dejarían en las personas y en los espacios que ya por entonces amaba. Es curioso como diez años después aproximadamente, comencé a participar en el desfile digital sobre lo mejor de cada año que el algoritmo pertrechaba cada 31 de Diciembre en forma de listas individuales difundidas por mis círculos sociales: pasé de lamentar el secuestro del tiempo a convertir mi experiencia en archivo y banalizar su valor. Han tenido que pasar otros cinco años hasta llegar al que hoy habitamos, y para que comprenda que este afán evidencia una vanidad inadvertida, sustentada en las inseguridades que envuelven cualquier intento de distinción propia.
El año pasado este desfile fue clamorosamente uniforme: quien no ponía Past Lives en lo alto de su “top”, ponía Fallen Leaves. Sí, cada fin de año se hacen ridículas listas jerarquizando el valor de las películas (siempre son las mismas, evidenciando la homogeneidad de la cinefilia), y se publican desesperadamente en los muros de Twitter, reclamando una atención que debería ser la propia en base a las impresiones ajenas sobre los gustos personales. Rilke decía que elegir a alguien es perder al otro, y pasa lo mismo con las películas. Y yo no quiero perder ninguna película, aunque las comunidades digitales cinéfilas teledirigidas por la segmentación mercantil me intenten hacer creer que tengo la necesidad de hacerlo.
Efectivamente los latigazos digitales del capital financiero son los que moldean no solo el modelo contemporáneo de producción y distribución cinematográfica sino los hábitos que de él derivan. El más nocivo de ellos es el de convertir la experiencia en archivo y estatus: Como para los primeros en contemplar a la Olympia de Manet, aquí las películas son lo de menos, ¡lo importante es que todos conozcan nuestra opinión sobre ellas! Se asume que nuestras películas favoritas dicen algo de nosotros cuando es o debería ser a la inversa para transmitir algo de credibilidad. Este fenómeno bisoño (llamarlo infantil no se adecúa al grado de ensimismamiento necesario para participar en él) es una consecuencia más de la claudicación vital a la ficción.
Una de las tendencias más sonadas de los últimos años en el llamado “Twitter cinéfilo”, quizá la más desconcertante, es la de recopilar “6 películas para conocerme mejor”… No sé cuál es el propósito de una película pero no es precisamente conocer mejor a nadie con quien comparto experiencia espectatorial. Para eso tengo los bares, la noche, las bibliotecas e incluso las salas de cine, pero no lo que se proyecta en ellas. La eternidad de lo que allí mora reside precisamente en ser una proyección (tomando la acepción más Godardiana de la palabra) de la realidad, similar a la que acontece en un viaje o en el umbral del sueño.
El anhelo de hacer prevalecer la impresión personal sobre una película por encima de la propia película y cualquier suerte de introspección que pueda suscitar es la forma más descarada de la vanidad, aunque sea inadvertida. Si mientras se ve una película se piensa más en la posible conversación en torno a ella, hoy cada vez más inmediata y regurgitada sin conceder siquiera algo de tiempo para que la película se asiente y repose en nuestra conciencia antes de comentar cualquier cosa a su alrededor, se reduce la dimensión social del cine a un proceso acumulativo, a un examen sobre el que despejar las dudas a la salida. Es imperativo protegerse del escrutinio de la actividad espectatorial (para mí idéntica a la del cineasta, pues toda mirada inscribe una ficción) por parte de agentes que solo buscan parametrizarla y clasificarla como datos en una tabla de excel.
Otro de estos agentes es Letterboxd, plataforma cuyo funcionamiento se basa esencialmente en promover la hipervigilancia de las rutinas cinematográficas entre los usuarios: Un anexo digital para socializar a través del cine corrompido por el escrutinio competitivo de estadísticas entre usuarios, pesando estas más que cualquier posible lazo generado a través de las películas comunes o la propia vida. Frente a los postreros tirones de mil haces de nervios, desolados, impacientes y narcotizados por la prisa que desde estos comercios se instiga, la mejor confrontación es la de mirar el cine como experiencia pública: la de una quietud definitiva frente a la tiranía de la inmediatez.
Identificarse o identificar
En el magistral prólogo de Juan Benet que precede a la edición de Elías Querejeta Ediciones del guion publicado de Cría Cuervos, el escritor describe un hábito poco común, nacido de la rebeldía: el de salir del cine antes de que termine la sesión a para evitar precisamente esa ridícula ronda de reconocimiento inquisitiva de preguntas inmediatas alrededor de la película y que nada aportan. Se renuncia a conocer el final de la película en pos de ganar la calle y volver a casa con la cinta entre las piernas.
Esta quiebra cognitiva y que apunta a ser generacional nos ha robado la comprensión de que la vida es mucho más importante que el cine, porque la vida puede contener al cine pero el cine únicamente puede contener fragmentos difusos de la vida (esa es precisamente su cualidad más deslumbrante) y sin embargo los llamados cinéfilos valoran lo que ven únicamente por su proximidad a elementos concretos de su historia personal. Curiosa manera de medir el valor de algo, nadie necesitaba haber vivido lo que vivía el Charlot de Chaplin para reconocer su universalidad: era capaz de suscitar la misma risa o la misma lágrima en la India, en Guatemala o en España. Hoy en cambio el régimen mercantil dueño del cine exige detallar hasta lo más irrisorio de la localización y contexto identificativo de un proyecto antes siquiera de realizar la película, y todo para que las conversaciones que la circunden sean inmediatas, acomodaticias y más efímeras que nunca.
Así es como se engendran películas sin un solo minuto de cine, abrumadas por una voluntad desesperada de seducir, que provoca que se diga más sobre las películas de lo que estas tienen que decir por sí mismas. Esta línea de degradación es lo que hace proliferar a los charlatanes. Charlatanes aupados por un modelo cinematográfico que renuncia a invitarles a utilizar sin compulsión ni apremios sus facultades perceptivas, su mirada y a ejercer ésta sobre la pantalla con la misma intensidad que la del realizador. Un cine errado en sus pretensiones de verosimilitud que tienen más que ver con la inseguridad del cineasta sobre sus propias imágenes que con una suerte de rigor, y con la apelación descarada a demografías cada vez más atomizadas y transigentes que con la voluntad aventurera de aquel quien emprende un viaje, en este caso, uno cuyo destino no figura en los mapas y al que hasta hace tiempo se le llamaba cine.

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