A veces a los mortales se les concede el privilegio de hablar con los dioses. A Pavese se le permitió darles voz.
Es de noche en un hotel de Turín. La habitación está en silencio. El teléfono descolgado reposa en el aire como el cuerpo inmóvil de un ahorcado. Fueron cuatro llamadas, cuatro. Cuatro mujeres fueron buscadas como faros. Qué larga era la noche, qué profusas las tinieblas. Un hombre sentado en la cama veía a sus pies la ciudad muerta. Todos aquellos edificios dormidos… Ninguna de las cuatro mujeres había contestado. Estaba solo en el mar negro, solo en una vieja barca que las olas no volcaban por crueldad. Su padre había fallecido cuando era un niño. Nunca había sabido llenar ese vacío, no había sido digno de ningún amor. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», había escrito. ¿Pero qué ojos serían? ¿Los de Fernanda, los de Pierina? ¿Los de alguna de las dos desconocidas? Pavese esperaba que la Muerte tuviese los ojos de las mujeres a las que quería; mujeres que eran para él como el aliento desesperado que busca el ahogado cuando consigue sacar la cabeza del agua. Pero en aquella habitación en Turín descubrió una verdad terrible: que la Muerte no tiene ojos, que es una fuerza ciega y vacía. Todo en ella es destino.
La habitación 346 sigue en silencio. El hombre, cansado, lo escucha. Es la melodía de su triste vida. Algún lejano claxon en la noche, alguna carcajada furtiva. Quizás oyese en la habitación de al lado el gemir extenuado de dos amantes y fuese demasiado como para soportarlo. Había en la mesa 16 sobres de barbitúricos. Los ingirió uno a uno, con el ademán indiferente de los muertos a los que queda por cumplir un último designio. Ninguna mano femenina tocó la puerta. La muerte fue como entrar en un sueño. Él era ya como un cadáver cuya barca el mar reclama. Apacible en su colchón, la lengua negra del agua lo atraía hacia su vientre. No vinieron Fernanda ni Pierina. Pero su verdadera enamorada llevaba una capucha oscura. Le cerró los párpados con besos. Al día siguiente, el conserje, temeroso, llamó a la puerta. Escuchó el mismo silencio en el que murió Pavese. La llave rompió el maleficio de las sombras. En la cama, el cuerpo reposaba, incólume, como un viajero al que el crepúsculo ha llevado más allá. En la mesilla había un libro. Meses antes había escrito a Pierina en una carta de despedida:
Ahora es todo lo contrario: sé que la vida es preciosa, pero yo ya no estoy en ella, todo gracias a mí, y que esta es una fútil tragedia, al igual que tener la diabetes o el cáncer de los fumadores. ¿Puedo confesarte, amor, que nunca me desperté con una mujer a mi lado que sintiese mía, que ninguna de las que amé me tomó en serio, y que ignoro la mirada de agradecimiento que dirige una mujer a su hombre? Y, ¿recordarte que, a causa de mi trabajo, siempre tuve los nervios tensos y la imaginación clara y preparada, y el gusto de ganarme la confianza de los demás? ¿Y que llevo cuarenta y dos años en el mundo? La vela no puede quemarse por ambas partes. En mi caso la quemé entera por un solo lado y su ceniza son los libros que he escrito.
El libro en la mesilla era Diálogos con Leucó. Benditas cenizas. A veces a los mortales se les concede el privilegio de hablar con los dioses. A Pavese se le permitió darles voz.
El primer diálogo de la colección lo protagonizan Ixión y La Nube. No parece arbitraria esta designación. En él se da cuenta de que algo ha cambiado en las relaciones entre la naturaleza y el hombre. Existe una nueva ley, le dice La Nube a Ixión, por la que los hombres no pueden unirse más con las ninfas de veneros y de montes. El orden ha cambiado, hay una mano que subyuga, una mano más fuerte. Los dioses viejos ya no son dioses. La naturaleza se ha vuelto algo ajeno al hombre.
LA NUBE. Tengo miedo. He visto las cimas de los montes. Pero no por mí, Ixión. No puedo padecer. Temo por vosotros, que no sois sino hombres. Estos montes que antaño recorríais cual amos, estas criaturas nuestras y tuyas engendradas en libertad, tiemblan ahora ante un gesto. A todos nos subyuga una mano más fuerte. Los hijos del agua y el viento, los centauros, se ocultan en el fondo del barranco. Saben que son monstruos.
Pavese retrotrae al ser humano a un tiempo mítico en el que no existía una distinción entre él y la naturaleza y el hombre se relacionaba con ella como si tuviese conciencia. Entonces algo cambió, llegaron nuevos dioses, el hombre se giró hacia ellos y se olvidó de las presencias. Las cosas tangibles perdieron parte de su fuerza. Cobró relevancia el sueño. Pero el sueño no basta al hombre. El hombre busca en la realidad lo soñado y es entonces cuando cosas terribles suceden.
LA NUBE. Oh, Ixión, Ixión, tu suerte está sellada. Ahora sabes qué ha cambiado en los montes. También tú estás cambiado. Y crees ser algo más que un hombre.
IXIÓN. Te digo, Nefele, que eres como ellos. ¿Por qué, al menos en sueños, no deben agradarme?
LA NUBE. Insensato, los sueños no te bastan. Subirás hasta ellos. Harás algo terrible. Luego vendrá esa muerte.
IXIÓN. Dime los nombres de todas las diosas.
LA NUBE. ¿Ves como ya no te paras en el sueño? ¿Como crees en tu sueño cual si fuese real? Te lo suplico, Ixión, no subas a la cumbre. Piensa en los monstruos y en los castigos. De ellos no puede salir otra cosa. Para ti no existen monstruos sino sólo compañeros. Para ti la muerte es algo que acaece, como el día y la noche. Eres uno de nosotros, Ixión. Tú estás todo en el gesto que haces. Mas para ellos, los inmortales, tus gestos tienen un sentido que se prolonga.
Pavese nos habla del cambio religioso del hombre. El hombre primitivo veía en la naturaleza sombras divinas y las tomaba como compañeras o bien aprendía a temerlas. Pero la religión es una forma de poder y, como el poder, tiende a concentrarse y definirse. De ahí que los dioses recibiesen nombres. Por ello se han ido unificando hasta el predominio del monoteísmo. Los nuevos dioses de los que advierte La Nube a Ixión son los dioses olímpicos. Estos, al definirse, al adquirir nombres, se vuelven más poderosos y exigen sobre los hombres cierta conducta. Surge el Hades y su sombra temible se proyecta sobre la vida. De este modo, un acto no muere ya en sí mismo. Su alcance se extiende por la corriente del tiempo porque han posado en él la mirada seres eternos, seres que exigen un sentido a los gestos, seres para los que una risa se troca en llanto con el transcurso de los milenios.
LA NUBE. Lo que tú haces o no haces, lo que dices, lo que buscas, todo les contenta o desagrada. Y si tú los disgustas. Si por error los molestas en su Olimpo, se te echan encima, y te dan muerte. Esa muerte que ellos conocen, un amargo sabor que dura y se siente.
IXIÓN. Conque se puede aún morir.
LA NUBE. No, Ixión. Harán de ti una sombra, pero una sombra que reclama la vida y no muere ya nunca.
Los dioses antiguos de la naturaleza no tenían dominio sobre la muerte. La muerte era entonces algo natural, algo que simplemente ocurría. Pero los nuevos dioses reclamaron su dominio sobre el más allá. El hombre buscó trascender y por ello sus gestos nunca más fueron solo suyos. Desde entonces pertenecen también a los dioses, porque esos gestos significan un premio o un castigo al otro lado de la muerte. “Harán de ti una sombra” significa que solo quedará de Ixión su alma, un alma que es inmortal, pero que no volverá a habitar un cuerpo nunca.
El diálogo termina con La Nube asumiendo la condena de Ixión, pero no por ello le abandona: Tu suerte está sellada. No se alzan impunemente los ojos a una diosa. Mas no temas. Estaré contigo hasta el final.
En otro diálogo hablan Odiseo y Calipso. La historia es harto conocida. Odiseo permaneció siete años en la isla de Ogigia en su travesía para regresar a su casa de la guerra. Calipso, antigua diosa, habitaba la isla y amó a Odiseo. Ella, habituada a la soledad de las orillas desiertas, despertó debido a la presencia novedosa de un hombre. Antes de su llegada, de Calipso solo quedaba la voz del mar y del viento. Dormía en el olvido, sus nombres se habían perdido en el tiempo. Su dormir era un vacío, Odiseo fue para ella un sueño. Temía tanto su partida porque significaba olvidarse de sí misma, volver a ser una brisa entre la arena, espuma rota sobre las costas; pero nada podía hacerse, Odiseo había traído otra isla junto a él. Ítaca le tiraba como una cuerda del corazón.
CALIPSO. No vale la pena, Odiseo. Quien no se para ahora, de inmediato, nunca se parará. Lo que haces, lo harás siempre. Debes romper una vez el destino, debes salirte de tu ruta, y dejarte hundir en el tiempo…
ODISEO. No soy inmortal.
CALIPSO. Lo serás, si me escuchas. ¿Qué es la vida eterna sino este aceptar el instante que viene y el instante que se va? La ebriedad, el placer, la muerte no tienen otra meta. ¿Qué ha sido hasta ahora tu errar inquieto?
ODISEO. Si lo supiera ya lo habría dejado. Mas tú olvidas algo.
CALIPSO. Dime.
ODISEO. Lo que busco lo tengo en el corazón, igual que tú.
Para Pavese, los mitos griegos estaban condenados a repetirse eternamente. Cambian los actores, pero los personajes siguen siendo los mismos. Los mitos son esquemas extraídos de sucesos que han ocurrido una vez, pero valen para siempre porque han sucedido fuera del tiempo aprehendido por la conciencia. En la infancia se descubren mitos y símbolos que forman una memoria atávica en el hombre. A esta memoria pertenece indudablemente la mitología griega. No en vano a lo largo de las épocas el Arte se ha nutrido de sus escenas y sus símbolos. En estos diálogos bellos y trágicos, Pavese redescubre Grecia y sus dioses. Nunca unos personajes han hablado con voz tan divina, con ese lenguaje misterioso y terrible donde a cada rato un sentido fatal nos burla y nos sonríe. Uno siente que así debía hablar el astuto Ulises con la bella Calipso, que las mismas palabras debió pronunciar Teseo cuando regresaba a casa luciendo las negras velas que le costarían a su padre la muerte y le valdrían a él el reino. Así se despedirían Patroclo y Aquiles en la noche anterior a la muerte del primero, hablando del destino y del juego, de aquel tiempo en donde no había Hades, aunque después llegase lo peor, la muerte y el riesgo, y entonces se volviesen guerreros. Uno puede vislumbrar en estos diálogos la misma idea que plasmó en El inmortal Borges: ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.
Pero regresemos a Turín, a aquella noche fatídica donde se consumió una vela. Pavese había dialogado con los dioses y los dioses habían dialogado a través de él. ¿Qué le dirían aquellas páginas de cenizas en su última hora? ¿Podemos acaso dudar de que se reían? ¡Qué terrible debió sonar esa risa en el silencio del cuarto de hotel! Desde la mesilla, unas voces le llamaban burlonamente: “Belerofonte”. Le decían que ya no habría para él más Quimeras a las que dar muerte. Y cuando al héroe no le quedan más monstruos que matar se vuelve hacia sí mismo y se da cuenta de que él no es muy diferente. También hay un monstruo dentro de él. Por eso el héroe necesita al monstruo, porque le permite combatir al enemigo fuera de él, no volverse hacia sus entrañas, donde la lucha es siempre más terrible, y el valor que se necesita mucho mayor. Sus propios personajes le recordaban algo al observarle frente a los sobres de barbitúricos:
HIPÓLOCO. ¿Y por qué no se mata, él, que sabe estas cosas?
SARPEDÓN. Nadie se mata nunca. La muerte es destino. Sólo cabe augurársela, Hipóloco.
Referencias.
- Diálogos con Leucó, Cesare Pavese.
- El Inmortal, Jorge Luis Borges.

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