Al leer el Orlando de Woolf, el lector que haya leído Cien años de soledad puede sentir en aquel Londres fantástico un antecedente remoto del Macondo mágico
Virginia Woolf era una esteta. ¿Qué significa esto? Significa alguien cuya religión es la Belleza. Virginia percibía el mundo a través de aprehensiones estéticas que, en su caso, se manifestaban a través de palabras bellas. Heredera de Sir Thomas Browne, Laurence Sterne, Thomas De Quincey y Walter Pater, entre otros, su prosa es una de las mejores de la lengua inglesa. Si le hubieran preguntado acerca de si el cielo es azul, habría contestado que es falso. Sin embargo, si le hubieran dicho que el firmamento es como «los velos que cien Madonas dejaron caer de sus cabellos», le habría resultado indudablemente cierto. Al fin y al cabo, el esteticismo se fundamentó en la identificación de lo bello y lo verdadero. Podemos rastrear los orígenes de dicha identificación hasta el cristianismo, y quizás incluso hasta Platón. A mi parecer, algo se encuentra ya en aquellas hermosas palabras de Cristo: «Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho». Pues, ¿qué es el Amor sino una justificación estética que se halla más allá del Bien y del Mal?
En la tradición literaria inglesa la identificación entre Verdad y Belleza alcanza su cima en la poesía de John Keats. El primer verso de Endymion (Una cosa bella es un placer eterno) es el himno iniciático que ha de recitar cualquier neófito del culto de lo Bello. A su vez, en su Oda a una urna griega, Keats hizo de una vasija el símbolo imperecedero de la inmortalidad de la Belleza. No por nada la propia Woolf se hace eco en Orlando de sus últimos versos:
La Verdad es Belleza y la Belleza, Verdad,
esto es todo lo que sabes en la tierra
y todo lo que necesitas saber.
Ya Goethe había exclamado en su Fausto: «¡Detente, eres tan Bella!». Enuncia de este modo el fundamento del Arte. El artista que descubre la Belleza detiene el curso de la cosa bella, la congela en su instante de belleza y, así, la arranca de la corriente del tiempo para situarla al margen del arroyo, de tal suerte que todos los que nos hallamos sumergidos en el río de los años, los presentes y las generaciones venideras, podamos contemplarla mientras somos arrastrados. Como casi siempre, este pensamiento halla su reflejo en el mundo griego. Cortázar, agudamente, señaló que es precisamente uno de los significados del mito de Medusa. ¿No posee acaso el artista la misma mirada que la Gran Gorgona? También sus ojos petrifican, pero late todavía la sangre caliente debajo de la piedra fría. El pulso no se detiene, sino que hay una vida debajo del mármol que esculpe el cincel. ¿O quién se atrevería a negar que las estatuas respiran? ¿No late acaso en el silencio solemne de las catedrales el misterio de una presencia cuyo nombre a cada rato se recuerda y se olvida?
Los escolásticos creían que la Verdad, el Bien y la Belleza confluían en la Unidad. Este es quizás uno de los enigmas más hermosos que se han concebido. Sin embargo, los estetas, en su identificación de Belleza y Verdad, parecen suprimir u olvidar el Bien. Wilde, esteta reconocido, no creía que hubiese relación alguna entre el Bien como acto individual y el Bien como resultado colectivo. Veía en el pecado una fuente de progreso y la posibilidad de una forma de perfección. Desconfiaba de la virtud que, a su juicio, había ocasionado con más frecuencia desgracias que lamentar que triunfos que celebrar.
«Los malos Papas amaron la Belleza casi tan apasionadamente como los buenos Papas odiaron el Pensamiento. A la maldad del Papado la Humanidad le debe mucho. La bondad del Papado tiene una terrible deuda con la Humanidad.»
«Cada pequeña cosa que hacemos pasa después a la gran máquina de la vida que puede moler nuestras virtudes en inútil polvo o transformar nuestros pecados en elementos de una nueva civilización más maravillosa que ninguna de las precedentes.»
Virginia comparte este desprecio de la moralidad, solo lo bello le interesaba realmente. Pero no fue Wilde, sino otro gran esteta, su maestro, Walter Pater, quien influyó decisivamente en la prosa de Woolf. La prosa de Pater es como el cuerno de plata velado entre nubes que guía los flujos y reflujos del mar de las letras inglesas. Woolf basó gran parte de su estilo en el poder poético alcanzado por Pater cuando trataba de registrar el «difícil éxtasis que solo por un momento llamea». Es importante comprender que en la tradición literaria inglesa, al menos desde Blake, se ha concebido la Imaginación como un poder propio del poeta que le permite, en ciertos instantes, trascender la apariencia de las cosas para alcanzar el Ser. En dichos instantes, el poeta traspasa los límites de la percepción común humana y accede, de este modo, a un fragmento de la divina esencia. Blake daba a estos momentos el nombre de Visiones. Yeats habla del Estado de Fuego y creía firmemente en el poder sobrenatural de la Imaginación como una magia arcana que solo conocen en el mundo unos pocos y cuyo secreto es custodiado por terribles guardianes que acallan a quienes revelan más de lo que debieran:
“Corriendo todos los peligros posibles, es preciso proclamar a voz en grito que la Imaginación se esfuerza constantemente por rehacer el mundo de acuerdo con los impulsos y los modelos que se encierran dentro de la Mente grande y la Memoria grande. ¿Puede haber cosa de mayor importancia que proclamar que lo que llamamos romance, relatos fantásticos, poesía, belleza intelectual, es el único signo de que el Encantador Supremo, o alguien en los consejos suyos, está hablando de lo que ha sido, de lo que volverá a ser en la consumación de los tiempos?»
Woolf llamaba a aquellos instantes de revelación momentos del ser en contraposición a los momentos privilegiados de Pater, pero vienen a ser lo mismo. ¿No son estos momentos los que buscaban los poetas antiguos cuando rogaban a la Musa que destapase para ellos el Velo? Veamos un párrafo de Pater en su máximo esplendor hablando sobre la Mona Lisa para hacernos una idea sobre las epifanías secularizadas que buscaba registrar, esos instantes en los que «lo exterior se hace expresivo de lo interior, en los que la Forma revela»:
«La presencia que se eleva tan extrañamente sobre las aguas es la expresión de lo que en el transcurso de los milenios han llegado a desear los hombres. Suya es la cabeza sobre la que “todos los fines del mundo convergen”, y por eso sus párpados se hallan como exhaustos. Es una belleza forjada desde dentro sobre la carne, receptáculo, célula a célula, de extraños pensamiento, fantásticos ensueños y exquisitas pasiones. Acercadla por un instante a una de aquellas cándidas deidades griegas o a las hermosas mujeres de la antigüedad, y veréis cómo quedan turbadas por esta belleza sobre la que el alma ha pasado con todos sus males. Todos los pensamientos y toda la experiencia del mundo, en cuanto tienen poder para refinar y hacer expresiva la forma exterior, la grabaron y modelaron: el animalismo de Grecia, la sensualidad de Roma, el misticismo de la Edad Media con sus ambiciones espirituales y poderes imaginativos, el retorno del mundo pagano y los pecados de los Borgia. Es más antigua que las rocas que la circundan, como el vampiro, ha estado muchas veces muerta y conoce los secretos de la tumba; y se ha sumergido en aguas profundas y mantenido sobre ella el día que declina; traficó por extraños tejidos con mercaderes de Oriente ; y fue, como Leda, madre de Helena de Troya, y como Santa Ana, madre de María; y todo eso le importó tan poco como la melodía de las liras y de la flauta; y sobrevive tan sólo en la delicadeza de los rasgos cambiantes y en cierto tono de los párpados y de las manos.»
Leyendo este párrafo puede entenderse perfectamente aquella idea de Wilde de que la crítica constituye en sí misma una forma de Arte que descubre en el objeto artístico una belleza añadida. Para Bloom, únicamente la influencia de Pater provocó una angustia verdadera en Woolf. Curiosamente, la hermana de Pater fue durante un tiempo su tutora.
El Orlando de Woolf, su carta de amor a la Literatura
Ahora que Woolf es un emblema feminista en la literatura, quizás sea conveniente no olvidar que la posición canónica de Woolf no proviene de ningún posicionamiento político o social, sino de su extraordinaria sensibilidad estética. Aunque el feminismo y esteticismo sean uno en Woolf, es de lo segundo de lo que dependen sus méritos literarios, algo con lo que la propia Woolf creo que estaría de acuerdo. Porque si algo, al fin y al cabo, define a Virginia es su amor apasionado por la belleza de la palabra. Orlando constituye su gran carta de amor, pero, a mi juicio, no tanto a Vita Sackville-West (Sasha en la obra), sino a su amor verdadero: la literatura. Todo Orlando es una biografía de las influencias de Woolf, de los autores que le fueron queridos, además de una sátira de la historia de la literatura inglesa; pero su lectura se justifica únicamente por el placer estético del texto, lo que es un rasgo característico de los mejores prosistas ingleses. Por supuesto, existe un innegable discurso feminista en la obra. A través del cambio de sexo del protagonista se da pie a la crítica de lo que parecen las propias dificultades y descontentos que tuvo que sufrir Woolf en el mundo literario. Criada en los salones de su padre, frecuentemente visitados por las más eminentes personalidades literarias, debió ser difícil para la brillante Woolf sentir que sus juicios no eran adecuadamente considerados entre tantos ilustres caballeros. Dichas experiencias personales se reflejan en la novela de manera contenida mediante una ironía deliciosa.
Orlando: una biografía recorre la vida de su protagonista, un caballero de la corte isabelina, a lo largo de los siglos. Dos elementos fantásticos dominan la obra: la presumible inmortalidad de Orlando y el cambio de sexo del mismo, que sucede a mitad de la novela. Ambos elementos permiten a Woolf ir caricaturizando las distintas épocas abordando las perspectivas de ambos sexos, ya que cuando opera la transformación Orlando no se vuelve mujer únicamente, sino que sigue siendo hombre a su vez:
«Porque tenía muchos yo disponibles, muchos más que los hospedados en este libro, ya que una biografía solo considera comprender seis o siete mil. Para no hablar sino de aquellos que han tenido cabida, Orlando puede estar llamando al muchacho que cercenó la cabeza del moro; al que estaba sentado en la colina; al que vio al poeta; al que presentó a la Reina Isabel el bol de agua de rosas; o puede haber llamado al joven que se enamoró de Sasha; o bien al Cortesano; o al Embajador o al Soldado; o al Viajero; o llamaba tal vez a la mujer; la Gitana; la Gran Dama; la Ermitaña, la muchacha enamorada de la vida; la Mecenas; la mujer que gritaba Mar (significando baños calientes y fuegos en la tarde) o Shelmerdine (significando azafranes en los bosques de otoño) o Bonthrop (significando nuestra muerte diaria) o las tres juntas —lo que significa más cosas que las que aquí nos caben: todos eran distintos, y pudo haber llamado a cualquiera de ellos.»
Recomiendo enormemente la lectura del Orlando de Woolf. No solamente por la magistral prosa lírica de Virginia, sino porque el lector español cuenta, además, con la fortuna de que la obra haya sido vertida al castellano por Borges en la que es, de algún modo también, la gran novela que este no pudo nunca escribir. Ernesto Sábato decía que Quevedo o Lope de Vega podrían haber corregido cualquier página de Cervantes, pero no podrían haber escrito el Quijote. Del mismo modo, Borges —con la colaboración de su madre, la traductora Leonor Acevedo— fue capaz de traducir magistralmente la prosa de Woolf, pero no habría podido escribir su Orlando. Por desgracia, la traducción, como sucede siempre con Borges, no está exenta de polémicas. No puede caber duda alguna de la excepcional calidad literaria de sus traducciones, pero como traductor no destaca precisamente por su fidelidad y respeto al texto original. En concreto, la traducción de Orlando se ha visto contaminada por alegaciones de machismo debido a supuestas omisiones y alteraciones del texto. Sin entrar en la posible mala fe de Borges, es necesario reconocer que la traducción es muy hermosa. Solo un maestro como Borges podría haber traducido la prosa de Woolf de este modo, siendo el resultado un dueto armonioso en el que las voces de ambos se entremezclan maravillosamente. Tanto es así que no resulta exagerado decir que debemos a la traducción de Borges una parte importante del impulso del realismo mágico y la adopción de la novela fantástica por parte de la posterior generación latinoamericana. Al leer el Orlando de Woolf, el lector que haya leído Cien años de soledad puede sentir en aquel Londres fantástico un antecedente remoto del Macondo mágico. Pueden hacerse una idea de la calidad y belleza de la prosa de Woolf midiéndola con el mérito incomparable de lograr semejante efecto, ¡nada más y nada menos que en Londres!
Al final de la obra, Orlando se halla lista para convertirse en una criatura mítica: la Dama de la Religión de la Literatura. Su casa no es ya su casa, sino un museo. Sus conocidos son polvo y huesos. No tiene ya sentimientos, solo recuerdos. Su mente mira las calles de Londres, pero ve a lo lejos cómo se desfiguran las montañas persas. Si se me permite esta soñadora afirmación, creo que cuando Virginia imaginó a su Orlando pensaba más en el poderoso párrafo de Pater de antes y en el rostro misterioso de la Mona Lisa que en su supuesta amada. Pues si Pater hubiese contemplado un retrato de Orlando, con total seguridad, también habría exclamado: «Es más antigua que las rocas que la circundan y, como el vampiro, ha estado muchas veces muerta…». Orlando, como la Mona Lisa, es una mujer que alguna vez fue hombre, y que por ello no es definitivamente ninguna de las dos cosas. Con este personaje, Virginia pretendía significar que la Belleza pertenece a los dos sexos y que su creación no es algo propio del hombre, sino del ser humano. Matrona de lo Bello, poseedora de los secretos de ambos sexos, su apariencia ha de ser femenina pues la Belleza es mujer y de otro modo el símbolo no se daría. Me lleva a pensar esto el hecho de que para la sátira y la denuncia social que hay en la obra podría preverse un mecanismo inverso, es decir, que la mujer se transformara en hombre, pero de este modo, la significación estética subyacente se desvanecería. Y en el Arte no existen las coincidencias, no rige la ley de la casualidad, sino que todo es precisamente como debería ser y de ningún otro modo podría haber sido.
Quizás la propio Woolf no pensase en esto cuando escribió su Orlando, pero como Northrop Frye defendía, un artista que habla sobre su obra no es ninguna autoridad definitiva, sino un crítico más. Según Frye, el poeta es alguien que no sabe lo que dice o que no puede decir lo que sabe, por eso necesita al crítico. Pese a esto, el conocimiento de Woolf de la obra de Pater y su innegable influencia en ella hacen que esta hipótesis no sea una elucubración fantasiosa, sino una explicación posible.
Otro hecho apoya que Orlando es, ante todo, una carta de amor de una esteta a la Literatura: cuando Orlando se transforma en mujer, ciertas cosas exteriores cambian. Su antiguo amor por Sasha se troca en amor por el capitán Marmaduke Bolthrop Shelmerdine, también referido como «Shel» (¿evocación de Conrad?). Pero su vocación literaria no cambia, e igual que Shel se debate entre el Amor y el mar, Orlando se debate entre el Amor y la escritura. ¿Pero no son acaso lo mismo, figuras en un mismo espejo repetidas? De la blanca espuma del mar nació la Belleza que Orlando busca. Así, Orlando es un juego de símbolos, un laberinto literario donde todo se espejea y se duplica. Y Shel es el hombre que fue mujer y Orlando es la mujer que fue hombre, juntos al fin por siempre y, sin embargo, separados también por otro Amor más fuerte. El Amor a lo Bello que Shel encuentra en la crueldad de una tormenta en el mar y Orlando en los sonidos de unas palabras que se desvanecen.

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