¿Por qué no atreverse a comprender los amores? El filosofo español nos invita a reflexionar sobre ellos
Estudios sobre el amor es una selección de artículos publicados por Ortega, entre los años 1926 y 1927, en el diario «El Sol» y «La Nación de Buenos Aires». El propio filosofo afirmaba que «no hay en toda la topografía humana paisaje menos explorado que el de los amores.» Para él, en los últimos dos siglos – XVIII y XIX – un asunto tan vital como el amor había pasado desapercibido y la época contemporánea no tenía un gran tratado que lo perfilara.
En sus páginas identificamos las ideas orteguianas sobre ese hielo abrasador o fuego helado, como lo definía Francisco de Quevedo. José Ortega y Gasset nos muestra el amor como fluencia, chorro infatigable y actividad del alma. Nos señala la fina membrana que lo separa del odio, su estrecha relación con la fe y la inteligencia, aun a riesgo de caer en elitismos. Nos habla del estrechamiento de miras que deviene del enamoramiento y nos ofrece las claras diferencias entre amor y deseo.
El error de Tomás de Aquino: el deseo
Tal y como apunta Ortega, el filosofo doctor de la Iglesia y a quien sus allegados apodaban El Buey Mudo, cometió el error de ubicar demasiado cerca deseo y amor. Para Santo Tomás, tanto amor como odio son pasiones del alma, es decir, el amor se manifiesta como un deseo de engendrar el bien y el odio, por contraste, es deseo del mal. Para el español, en cambio, esta definición es errónea por dos factores: la reactividad del estímulo y el centro gravitacional en torno al que se ubica.
Desear una cosa es, en esencia, ansiar su posesión, sin embargo, el deseo tiene una naturaleza pasiva; yo espero que ese algo venga hacia mí para poder saciar mi anhelo. Se trata de un movimiento centrípeto, el objeto deseado viene hacia mí que permanezco inmóvil, yo soy el centro gravitacional. Además, el deseo no implica necesariamente amor, yo puedo ansiar un vino tinto y no lo amo, puedo desear un armonioso cuerpo sobre mí, pero no por fuerza he de amarlo. El deseo, por definición de Ortega, fenece tan pronto como es saciado, una vez alcanzada su satisfacción, muere.
En cambio, el amor se presenta a sí mismo como el eterno insatisfecho. El que ama no puede saciarse, no es capaz de obtener tanto del objeto amado como va deseando, cada vez más. Ya lo decía Luis Antonio de Villena: «el amor es continua apetencia, y si no estás insatisfecho, no hay amor». A su vez, si decíamos que, en el deseo, el yo es pasivo y es lo deseado lo que, en un movimiento centrípeto, va hacia él, en el amor es viceversa. El amor es plena actividad, fuerza movilizadora y, en este caso, es el sujeto el que se mueve hacia aquello que se desea, en un movimiento centrifugo. El amante gravita en torno al amado, fluye hacia él. San Agustín, según Ortega, el temperamento más gigantescamente erótico que ha existido, refrenda esta teoría:
«Amor meus, pondus meum; illo feror, quocumque feror / Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy.»

Amor como actividad y fluencia
El autor de La rebelión de las masas articula sus categorías basándose en el movimiento o inactividad de los sucesos que analiza. Así, el deseo es pura quietud, es una potencia, mientras que el amor es transitivo, pura acción. Para Ortega no tiene sentido pronunciar la formula «te amo», sino que esta debe reflejar el verdadero sentido de su acción, el amor es un «estar», una tarea de una dulzura mayor que la de Sísifo, pero igualmente eterna. La premisa correcta es «te estoy amando», se trata de una continua fluencia hacia el amado, una emanación del alma, un constante movimiento. Dice en Facciones del amor:
«el amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente. Podíamos decir, buscando expresiones metafóricas que destaquen en la intuición y denominen el carácter a que me refiero ahora, podíamos decir que el amor no es un disparo, sino una emanación continuada, una irradiación psíquica que del amante va a lo amado. No es un golpe único, sino una corriente.»
Normalmente se tiene al amor por un chispazo, un desbarajuste hormonal o un golpe de fortuna, un punto en concreto a partir del cual algo sucede. En cambio, para Ortega no es así. Ayudándonos de una metáfora fácilmente comprensible: sería como si a Cupido, con sus incandescentes flechas amatorias, no le bastase con alcanzarnos una sola vez y persistiera en su empeño. El amor no nos llega como un impacto tras el cual proclamamos «amo a X», sino que, desde su génesis, permanezco «amando a X», se trata de un continuo, no puedo dejar de amar a X y, aunque este no se encuentre conmigo, no paro de hacerlo, el fluido amoroso y espiritual que parte de mi alma a la suya no cesa.

La convivencia simbólica y la perdurabilidad del amor
Esto se correlaciona fácilmente con lo inmortal del acto amoroso. La facultad de amar, no como capacidad, sino como acto – recordando a Fromm -, es un continuo transito esencial desde el propio espíritu hacia el amado, continuamente perdurable, perenne si es verdadero. Afirma Ortega, tranquilizándonos quizás, en Amor en Stendhal que: “Un amor pleno, que haya nacido en la raíz de la persona, no puede verosímilmente morir. Va inserto por siempre en el alma sensible.”
Uno podría creer que las vicisitudes, las ausencias, el fin del vínculo amoroso harían que se agrietara y extinguiera, pero no es así. El amor no precisa del amado, no lo necesita más de lo que el viajero requiere del horizonte. Ante la privación física de este, el amor, como perpetuo torrente sentimental, prosigue dirigiéndonos, acercándonos hacia el amado y, todo lo que hagamos, esencialmente lo hacemos por él. La distancia no es un obstáculo, el olvido no es viable. Ortega lo llama «Convivencia Simbólica»:
«En ese fondo radical, la persona que amó se sigue sintiendo absolutamente adscrita a la amada. El azar podrá llevarla de aquí para allá en el espacio físico y en el social. No importa: ella seguirá estando junto a quien ama. Este es el síntoma supremo del verdadero amor: estar al lado de lo amado, en un contacto y proximidad más profundos que los espaciales. Es un estar vitalmente con el otro.»
Amor y odio, gemelos enemigos
Las mismas cualidades de las que dotamos al amor se manifiestan también en el odio, Ortega dice de ambos que son «dos gemelos enemigos, idénticos y contrarios». Encontramos en ellos múltiples semejanzas y, sus diferencias, radican en el enfoque que adquieren. Amor y odio no son análogos a la alegría o la tristeza, las segundas son inmóviles y los primeros pura actividad:
«Estar odiando algo o alguien no es un «estar» pasivo, como el estar triste, sino que es, en algún modo, acción, terrible acción negativa, idealmente destructora del objeto odiado.»
Tanto como el amante se proyecta hacia el amado, el «odiante» se articula y convive con el odiado, es por ello que se suele relacionar el odio con una jaula o una prisión, porque implica esa indisociable convivencia simbólica que antes hemos definido. El que ama se empeña en que lo amado exista, a pesar de la distancia, es capaz de seguir vivificando su imagen, no admite un mundo en el que esté ausente el objeto de su amor, le dota continuamente de vida. El gozo está en la repetición, pero, si la misma cualidad se la otorgamos al odio, sería una insufrible condena. Como proclama Ortega y Gasset:
“Amar es vivificación perenne, creación y conservación intencional de lo amado. Odiar es anulación y asesinato virtual -pero no un asesinato que se ejecuta una vez, sino que estar odiando es estar sin descanso asesinando, borrando de la existencia al ser que odiamos.”

Amar nos descubre nuestro propio ser
Una de las angustias que persiguen al hombre de nuestro siglo es el hecho de no conocerse, muchos tratamos de encontrar nuestra propia identidad; leemos libros al respecto, pasamos horas y horas en psicoterápica y llegamos a comprender que «nada le es más desagradable a un hombre que tomar el camino que conduce a sí mismo», como decía Hesse. Pero, ¿y si hubiera otro camino para comprendernos? ¿Y si nuestra elección en el amor descubriera qué somos en realidad? Tal vez haya que dar un rodeo para encontrarnos a nosotros mismos en el centro.
«Podemos hallar en el amor el síntoma más decisivo de lo que una persona es. Todos los demás actos y apariencias pueden engañarnos sobre su verdadera índole: sus amores nos descubrirán el secreto de su ser, tan cuidadosamente recatado. Y, sobre todo, la elección de amado. En nada como en nuestra preferencia erótica se declara nuestro más íntimo carácter.»
Podría ser que no nos emparejemos simplemente por lo sensual del cuerpo que tenemos delante, por la amabilidad o la ternura, sino porque esa persona significa una postura vital, una forma de vida alternativa que apreciamos. Dice Ortega que «Amar es algo más grave y significativo que entusiasmarse con las líneas de una cara y el color de una mejilla; es decidirse por un cierto tipo de humanidad» y en esto hay que darle toda la razón. Amar es poder recostarte en una cama y tener una localidad privilegiada en la que contemplar – como se haría en un museo, teatro o zoológico – un segmento de humanidad, una determinada postura vital que se admira, se anhela o se prefiere. Quizás, en parte, se ame algo que se nos ha o nos hemos negado, un conjunto de comportamientos, gestos y destellos que nos son queridos y podrían haber sido nuestros. Amamos lo que admiramos, lo que nos habría gustado ser.
Ahora bien, si es la elección en el amor aquello que más nos cuenta acerca de nosotros mismos, ¿qué pasa cuando rompemos? ¿Nos hemos equivocado de amor? ¿Creímos que el otro era de una manera y no lo era? ¿Ha cambiado? Según Ortega, no nos equivocamos de pareja tan a menudo:
«La equivocación, en la mayor parte de los presuntos casos, no existe: la persona es lo que pareció desde luego, sólo que después se sufren las consecuencias de ese modo de ser, y a esto es a lo que llamamos nuestra equivocación.»
Apliquémoslo a un caso práctico: A está amando a B, entre otros muchos atributos, por su espontaneidad y capacidad para cambiar de planes. Es una cosa que admira de B, A no sería capaz de reaccionar tan rápidamente y de dar giros vitales de 180 grados. En un momento dado, uno de los cambios de planes de B deja de lado a A. ¿Se ha equivocado? ¿Es que B haya cambiado radicalmente? No, espontaneo ya era desde un inicio y era una de las razones por las que A le admiraba. No existe una equivocación, simplemente es que hay veces que, aquello que más amamos, se nos vuelve en contra. Posiblemente este, el de comprendernos analizando nuestro amor, es el más fácilmente comprobable de los postulados orteguianos, basta con preguntarnos: ¿qué dice de mí mi elección amorosa?
Una cartografía necesaria
Como nos decía José Ortega y Gasset al inicio de este artículo, no existe asunto tan poco explorado como el amor. Desde luego que la literatura, el cine, la música o la pintura han tratado de tender redes para atraparlo, pero siempre se trata de una construcción más que de una definición. El Eros mantiene su victoria en la carrera contra el logos. Es cierto que resulta complicado encontrar textos teóricos que traten de comprender sus rasgos y complejidades, por eso resulta tan valioso el testimonio de Ortega, porque no tantos se han atrevido.
De él, pudiendo no estar de acuerdo, nos llevamos la idea del amor como una eterna fluencia sentimental, una fuerza centrífuga y una pura actividad. Descubrimos la fina frontera entre amor y odio, la convivencia simbólica que nos hace estar ligados sin importar la distancia y, además, podremos conocernos si sabemos analizar qué dice el amor de nosotros mismos. Sin duda alguna, resulta provechoso pasar un tiempo leyendo a Ortega y buscando comprobar sus teorías empleándonos a nosotros mismos como conejitos de indias. Al fin y al cabo, ¿qué merece más la pena que aprender el amor?

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