‘El arte de amar’ en ‘Un mundo feliz’ y en el nuestro

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  “Lo que ustedes necesitan —prosiguió el Salvaje—
es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.”
Un mundo feliz – Aldous Huxley

Un mundo feliz de Aldous Huxley suele ser considerada una novela ligera o juvenil, mucha gente se sorprende de que alguien la lea en su madurez. Tal vez, el mayor defecto de la obra sea incluir la palabra «feliz», tan infantilizada a día de hoy. Esta novela, publicada en 1932, ha recibido – como Fahrenheit 451 de Bradbury o 1984 de Orwell – el latigazo de no haberse cumplido. Aunque, siendo francos, ¿quién en su sano juicio hubiera pensado que décadas después de Huxley el ser humano dejaría de tener hijos para empezar a fabricarlos y los individuos serían condicionados biológica y psicológicamente para cumplir su función social? El error reside en enfocar la literatura utópica o distópica como lo haríamos con las profecías del sabio Nostradamus. Evidentemente, en nuestro presente no hay factorías dedicadas a la producción de embriones que sustituyan la gestación natural ni una sustancia química prescrita por el estado que sea conditio sine qua non de la felicidad social, pero hay ciertos rasgos de la sociedad descrita por el escritor británico que nos sería útil analizar comparándolos con los de nuestra civilización occidental contemporánea.

¿Qué es ese mundo feliz y cómo se aman?

La novela nos traslada a una sociedad estrictamente dividida en castas: Alfas, Betas, Gammas, Deltas y Epsilones. Cada individuo, gestado dentro de una probeta en una planta de producción, ha sido cuidadosamente condicionado de manera psíquica y fisiológica para cumplir los deberes asignados a su grupo y no desear nunca aquellas actividades o perspectivas propias de los otros, incluso las castas más bajas se sienten agradecidas de no tener que cumplir con los parámetros reservados a las más altas. Ya que la reproducción de nuevos humanos se realiza de una manera artificial y controlada, la familia tradicional, los embarazos y el amor romántico han sido abolidos. En este mundo, las relaciones sexuales, además de ser muy frecuentes, han abandonado cualquier tipo de compromiso o sentimiento. La felicidad – ese imposible necesario de toda sociedad -, por su parte, es inducida por la adquisición de bienes, la continua estimulación ociosa y el consumo sostenido del «soma» una droga que el estado distribuye entre sus ciudadanos para suprimir de un plumazo las emociones «negativas» como la tristeza o la preocupación.

En este contexto, se vive una idea del amor y de su consumación un tanto extraña, pero que de ninguna manera nos resulta ajena. Lo común en nuestra sociedad es que, inevitablemente, los seres nos conformemos tarde o temprano en binomios. Desarrollamos nuestra vida con naturalidad, pero en un momento dado encontramos alguien cuya compañía nos resulta placentera y nos enamoramos; creamos un vínculo con esa persona de tal manera que 1) adquirimos un nivel muy profundo de intimidad – no sólo en el ámbito sexual, sino sentimental -, dejándole conocer nuestras metas, nuestros miedos y vulnerabilidades, y conociendo las suyas, y 2) proyectamos y construimos nuestras vidas de manera conjunta, tratando de compartir todo lo bueno y malo que en ellas resida. Esto, sin entrar en los mil matices y particularidades que un asunto como el Amor entraña, podría ser una definición tendencialmente adecuada del mismo como suceso inherente a la vida humana. Sin embargo, en Un mundo feliz, el Amor que acabamos de definir es abolido, resulta desagradable y castrador. La única manifestación amorosa que resulta semejante a la nuestra es el sexo, pero, aun así, es muy distinta a la manera en la que una persona real gestiona de manera sana su sexualidad. En palabras de Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras:

“En Un mundo feliz la función del sexo no es individual sino social, lo que indica que ha sido desnaturalizado. Su razón de ser es descargar las tensiones, ansiedades e inquietudes que podrían convertirse eventualmente en fermento de inconformidad contra el sistema. Como el «soma» […] el sexo, en el planeta Ford, contribuye al condicionamiento de los seres humanos, a que éstos «amen su inescapable condición».”

La sexualidad, la angustia y el amor

Es decir, en la novela, el sexo adquiere, como tantas otras actividades, el carácter de hiperestimulación y somnolencia preciso para que el individuo no se plantee nunca si está siendo feliz, si su existencia tiene sentido o si puede construir algo más con ella. Ahora, entraremos un poco en las ideas plasmadas por el psicoanalista, Erich Fromm, en su libro, El arte de amar. Es importante comprender que, para Fromm, el Amor no tiene nada que ver con ese chispazo, desbarajuste hormonal o golpe de fortuna que relacionamos con el enamoramiento. No, para él, el Amor resulta más bien una actividad, un arte o técnica en el que se debe aprender y evolucionar. En este sentido, encontramos que la necesidad de amar, inherente al ser humano – puesto que, si se considera que uno no precisa del Amor, se está engañando vilmente a sí mismo -, procede de un concepto que se llama «separatidad». El individuo recibe una existencia marcada por ciertos condicionantes, está ineludiblemente angustiado por distintos sucesos incontrolables. La «separatidad» se refiere a la toma de consciencia de que uno está solo, es una individualidad separada del resto del mundo; cuando se encuentra en el seno materno forma parte de su progenitora, es uno con ella, pero, al nacer, esa unión nos es arrebatada, estamos condenados a la soledad. Tal y como nos dice Fromm:

“Esa conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad y su «separatidad», de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión”.

La separación y el sentido de soledad hacen que tengamos en cuenta nuestra vulnerabilidad: vivimos en un mundo que no controlamos y que nos condiciona. Es por ello que el ser humano busca denodadamente la unión, busca sentirse unido a alguien con quien compartir su recorrido vital y que posibilite la protección mutua y el desarrollo de sus metas. El individuo precisa de esa unión, de esa complicidad. A menudo, esta angustia por la «separatidad» busca saciarse con la ilusión de pertenencia al grupo, a un rubro profesional o a la unión orgiástica derivada del sexo, pero ninguna de estas se ve acompañada de la plenitud y durabilidad del Amor real. Así nos lo explicita el psicoanalista:

“La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es transitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo tanto, constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia. La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor.”

Entendido esto, analicemos la relación y las lecturas que podemos hacer de la sexualidad en Un mundo feliz. En esta sociedad, se «obliga» a los ciudadanos a tener rutinarias fusiones orgiásticas con otros, ya sean por parejas o grupos, sin ninguna atadura sentimental. “Todo el mundo pertenece a todo el mundo” es su máxima. Existe un personaje que, en un lapso de cuatro años, llega a tener hasta 640 compañías sexuales diferentes. De esta manera, el sexo sirve para paliar de manera transitoria la certeza de la soledad. En la novela, el personaje de Lenina le cuenta a una amiga que tiene sentimientos hacia el único hombre con el que ha experimentado sexualmente en varios meses y esta se indigna: “—¡Sólo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es peor —prosiguió Fanny, señalándola con un dedo acusador— es que en todo este tiempo no ha habido en tu vida nadie, excepto Henry, ¿verdad? […] En serio. La verdad es que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo hombre”. Cualquier tipo de lazo sentimental es rechazado, tal vez porque tanto la dedicación y el cuidado a una sola persona como las decepciones que un Amor real puede ocasionar (que para cualquier persona madura emocionalmente valen la pena) son incompatibles con una sociedad entregada a la velocidad, el consumo y la apariencia de bienestar.

De hecho, cuando Lenina le revela su estado de agitación y tristeza parcial ante este enamoramiento que está viviendo, Fanny, en un ejercicio de «un clavo saca otro clavo» tan propio de nuestra sociedad, le contesta: “­Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo —repitió—. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!”. Todo esto para recomendarle que lo mejor sería que dejase de preocuparse por su vinculo con Henry y que disfrutase de la unión carnal con otros hombres, decenas de hombres. Ahora podemos ver muy claramente que, a pesar de su cualidad de utopía y que no vayamos a sembrar cigotos en tubos de ensayo, algo sí compartimos con el libro de Huxley. En nuestro mundo real, resulta poderosamente cotidiana la tendencia de muchos a abandonar núcleos afectivos en los que hay que trabajar y que podrían resultar reconfortantes con esfuerzo para lanzarse a la dopaminérgica espiral sexual sin contemplación ni ataduras que, ciertamente, dota de una gratificación inmediata relacionada con las hormonas, pero que nos deja más vacíos cuando concluye. Tal y como argumenta Fromm, de quien no debemos olvidar su calidad de científico de la mente humana:

“Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea, por un momento, la ilusión de la unión, pero, sin amor, tal «unión» deja a los desconocidos tan separados como antes —a veces los hace avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más agudamente que antes-.”

¿Qué podemos sacar de esto? ¿Es acaso este un planteamiento pacato y relacionado con una moral judeocristiana que busca suprimir las relaciones sexuales? No. Como casi todo conocimiento, su función es capacitarnos para juzgar y, después, aplicar a nuestras vidas aquello que estimemos más conveniente. Uno puede continuar manteniendo esporádicas relaciones sexuales sin compromisos, puede continuar viviendo libremente su sexualidad como se ha conseguido recientemente en las sociedades modernas, pero ha de ser consciente de todos los condicionamientos que le llevan a ello. El conocimiento es uno de los más efectivos remedios al sufrimiento. Si una relación sexual parte de la angustia y de la urgencia que aflora en el ser por temor a la soledad o al dolor, es irremediable que, tras el breve instante de consecución de la fusión orgiástica, se vuelva a caer, aún más profundamente, en esa angustia existencial, puesto que un sufrimiento de tal magnitud sólo puede paliarse con un remedio de una importancia semejante. Un ejemplo: el Amor en cualquiera de sus variantes. Uno puede buscar disfrutar, divertirse, tener una vida estimulante, es lícito, pero, si lo que siente es esa angustia, como con todos los sufrimientos humanos, la solución inmediata y sencilla sólo consigue aplazar el dolor, no erradicarlo. De nada sirve vivir dándole la espalda, puesto que no viene de afuera, está dentro de nosotros.

Aunque la angustia no es el único motor que nos lleva al sexo adictivo, también lo hacen el prestigio, las convenciones sociales o la comparación con nuestro entorno. Quien a día de hoy se dedica a buscar denodadamente una sexualidad indiscriminada y socialmente necesaria ha de estar dispuesto a convertirse en un bien de consumo, un activo en un mercado de compra y venta inmediata sin ninguna inversión o implicación a largo plazo. Lo que inconscientemente se busca es el reconocimiento, la colección cada vez más amplia de trofeos de caza, la sensación de aparente tranquilidad que recibe un burócrata que cumple su función. Tal y como decía el psicoanalista, H. S. Sullivan: “Seguimos las reglas del juego para conservar nuestro prestigio y sentimiento de superioridad y mérito”. Es muy común ver en personas cercanas aquello que Milan Kundera llamaba «el gran coleccionista», aquel individuo que necesita compulsivamente acumular nombres en su lista de conquistas, que necesita dejar clara al mundo su valía en la gesta de la seducción. Pero, como hemos visto en innumerables ejemplos, este estado de búsqueda neurótica no deja nada más tras de sí que el sufrimiento que ya existía y la culpa que hemos generado. Como decía la escritora Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano:

«Jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser. El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de las conquistas.»

¿Qué sacamos de la lectura de Un mundo feliz y El arte de amar?

Tal y como nos demuestran la novela de Huxley y el ensayo de Fromm, el ser humano es continuamente perseguido por la angustia de la soledad, por su «separatidad» con el mundo exterior. No por casualidad se escucha cada día en los medios de comunicación que la soledad es la verdadera pandemia de nuestro siglo. Todo lo que hacemos – seamos o no conscientes – confluye hacia la idea de no sentirnos tan solos o, en palabras más desagradables para el lector promedio, hacia la felicidad. Las cosas que hacemos no nos definen ni afectan tanto como las razones por las que las realizamos. En este sentido, uno puede disfrutar del sexo de Un mundo feliz y permanecer sereno: el desencuentro y el doloroso vacío devienen de no conocer lo que cada acción va a retribuirnos, de la famosa disonancia cognitiva; si el motivo de la entrega es acallar el sufrimiento, se debe comprender que, tras el acto, ese sufrimiento seguirá esperándonos.

Y ¿qué podemos hacer para paliar de manera efectiva ese sufrimiento? Esta es una de esas preguntas que, para un periodista o un escritor, significan «pegarse un tiro en el pie», aun así, habrá que encontrar una propuesta en la lectura que hemos realizado. Para ello, habríamos de partir de la base de que la única manera de vencer nuestra «separatidad» es el Amor, pero no el Amor como entrega exclusiva de uno al otro, de un egoísmo á deux, como lo llama Fromm. La herramienta que nos ha de servir es el Amor como «una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad». Es decir, el Amor no debe ser un vínculo, sino una posición individual en la que lo relevante no es la retribución sino la facultad, en otras palabras, la capacidad semidivina del Amor está en el dar, no en el recibir. La liberación de la angustia pasa por tener la capacidad de amar, por seguir desarrollándola y nutriéndola, aprendiéndola como se cultiva un arte. El objetivo es poder amar intensamente a uno mismo, a otro, a toda la humanidad y a la vida en sí misma. Quizás en Un mundo feliz las personas son, en contraste, desdichadas, pero gracias a la lectura y el aprendizaje que hacemos con él y con El arte de amar podremos, a fin de términos, ser nosotros felices en la medida de lo posible. Para ningún fin más glorioso podrían servir los libros.

7 respuestas a “‘El arte de amar’ en ‘Un mundo feliz’ y en el nuestro”

  1. Avatar de Ortega, Gasset y amor – CAPÍTULO 73

    […] con lo inmortal del acto amoroso. La facultad de amar, no como capacidad, sino como acto – recordando a Fromm -, es un continuo transito esencial desde el propio espíritu hacia el amado, continuamente […]

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  2. Avatar de Veamos, Bauman: ¿amor, deseo o apetito? – CAPÍTULO 73

    […] vida amorosa o tras la perdida de esta resulta tan normal comprarse un libro de Elísabet Benavent, Erich Fromm, Mario Benedetti, Zygmunt Bauman o Annie Ernaux. Si no hay nada más que decir y este artículo […]

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  3. Avatar de ¿El amor no se explica? ft. Roland Barthes – CAPÍTULO 73

    […] uno de mis frecuentes artículos sobre el amor – ya sea de la mano de Ortega, Bauman o Fromm – leo y releo el texto, busco bibliografía adicional, trazo laberintos de apuntes y mapas […]

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  4. Avatar de Vocabulario amoroso según Roland Barthes I: el abrazo – CAPÍTULO 73

    […] hemos abordado, más aun cuando parece haber una relación directa entre ambas fuentes. Nos decía Erich Fromm, en El arte de amar, que el ser humano venía al mundo aquejado por la herida de la separatidad. Es una fuerte angustia […]

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  5. Avatar de Bell Hooks: un amor igualitario y compartido para el siglo XXI – CAPÍTULO 73

    […] esta definición advertimos una clara connivencia con el psicoanalista Erich Fromm a quien la autora cita en varias ocasiones. El amor pasa necesariamente por ser una actividad, se […]

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  6. Avatar de Hemos sustituido el erotismo por el narcisismo – CAPÍTULO 73

    […] Zygmunt Bauman, y nos lanzamos a consumirlo angustiados por nuestra separatidad, como afirmaba Erich Fromm. El resultado de todo esto, de esa mercantilización de los afectos, es la total deshumanización […]

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  7. Avatar de La telepatía erótica en ‘Queer’ de William S. Burroughs – CAPÍTULO 73

    […] Quizás, lo que Lee esté buscando sea aquello que muy a menudo esconde la voracidad en el apetito sexual: una profunda necesidad de contacto amoroso, de conexión más profunda. Tal vez el protagonista de Queer, deseé encontrar ese punto exacto en la geografía de nuestros afectos en el que se halla el abrazo del que hablaba Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, ese Eros, ese «sueño de unión total con el ser amado» que nos recuerda tanto a la «separatidad» de Erich Fromm. […]

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