La maravillosa historia de Henry Sugar: un Oscar con la voz de Roald Dahl

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Indolencia. Egolatría. Opulencia. Tres palabras que describen a la perfección a la extensa mayoría de la burguesía británica (sí, ya sé qué podría haber omitido británica) y, como miembro honorable del gremio, a nuestro querido Henry Sugar. El corazón del impasible ricachón no es propiedad de nada ni de nadie y lo único que agita sus musculosos tejidos son el espejo y el juego: acciones, arte, caballos, ruleta y sobre todo blackjack (a veces el frenesí del azar no es suficiente y es turno de la satisfacción de la trampa). Toda esta aburrida vida llegará a su fin en forma de cuaderno azul, cuyas páginas guardan la historia de Imdad Khan: el hombre que ve sin los ojos.

El artista tejano logra su primera estatuilla con este cortometraje basado en el relato homónimo perteneciente a Historias Extraordinarias de su admirado Roald Dahl. Aunque se podría cambiar la palabra basado por prácticamente calcado y nadie que haya leído el texto original protestaría demasiado. Los cambios son mínimos y es que, en palabras del propio director en una entrevista para La Lectura de El Mundo: “La voz es fundamental, pero no cualquier voz, sino la del propio Dahl que da sentido a cada una de las palabras.”. Un objetivo cumplido con creces, pues el estilo andersoniano se entremezcla a la perfección con la esencia soñadora y aventurera de la historia original. Igual por eso el cineasta ha acabado adaptando ya cinco historias del autor británico, porque en el sello de Wes Anderson también hay infancia, ilusión y aventura. En todas sus películas nos trasladamos a lugares asombrosos, conocemos a personajes extravagantes y salimos con la sensación de que hemos vivido experiencias únicas y, a pesar de la inverosimilitud de los sucesos, auténticas. Una doctrina que se repite en este cortometraje, pero a la que se añaden nuevos elementos.

El relato se desarrolla con aspecto de obra de teatro. Los escenarios cambian como si fueran atrezo, los actores interpretan varios personajes y el puesto de narrador va pasando de mano en mano. Este cascarón no sólo es producto del gusto del director, que tantas veces ha confesado su amor por el teatro, sino que le confiere un aspecto familiar y cercano a la historia, haciéndonos sentir como niños a los que les están contando un cuento. Bajo esta metodología los personajes ganan bastantes más dimensiones y matices de los que aportaría un narrador estático, insuflando fabulosidad al guión y sumergiendo nuestro curiosidad en los poderes yogui con la misma fuerza que arrastra al propio Henry. Todo ello impulsado con la fuerza de los espacios que están construidos, movidos y decorados al mílimetro de cada personaje y de cada situación que atraviesa la historia, apelando a nuestra imaginación como harían las páginas del propio libro.

La elección de hacer un cortometraje es completamente acertada. La duración acompaña a los elementos anteriores para darle a la película la sencillez necesaria para contar este tipo de historias, así se profundiza en lo verdaderamente importante del guion, que es mostrar a los propósitos como aquello que dota de sentido a la vida. Esta idea sale a relucir en cada una de las personas que componen el relato: Imdad Khan buscando a un yogui para descubrir la verdadera magia, el propio yogui dedicando su vida a la meditación o los médicos corriendo desesperados para estudiar al artista de circo y aplicar sus poderes a la medicina.

Poner nuestra concentración en lo importante

Pero ninguna meta se alcanza sin trabajo duro, y esto lo sabe Roald Dahl, que somete al burgués a un exhaustivo entrenamiento de concentración. Mediante la disciplina y la magia, el señor Sugar experimenta la satisfacción de la meta alcanzada y, por primera vez, lo repulsiva que resulta la vida que tiene (única forma de hacerlo sin pasar por Marx). Sin los pilares que alimentaban su vida, se ve condenado al hastío permanente y sú única salida es darse a los demás; el policía convierte en palabras lo que el alma del adinerado personaje necesita, consumándose el cambio del presumido despilfarrador a beato altruista.

La película es la gran prueba de que el estilo de Wes Anderson es un arma de doble filo. A diferencia de Asteroid City, en La maravillosa historia de Henry Sugar sí se puede ver cómo los elementos fílmicos se entretejen con la forma de contar la historia, pero a veces se peca de exceso y la narración pasa de ser dinámica a excesivamente rápida o, si se quiere, recargada. Los elementos teatrales a veces pueden ser vacíos, rompiendo la atmósfera mágica de la historia en pos de una esteticidad innecesaria, de tal manera que la impresionante historia de Imdad Khan queda interrumpida por técnicos de escena. Todo esto hace que ciertas partes puedan resultar pesadas y que uno tenga la sensación de que cuando ve una película del director estadounidense está viendo lo mismo una y otra vez. En el cómputo global la sensación acaba siendo positiva, pues acabamos disfrutando de un relato de aventuras que hace viajar a la mente a lugares extraordinarios y soñar con poderes inalcanzables, sin que lo fantástico enturbie los códigos de conducta que se transmiten o se critican. Esto es al fin y al cabo el cine de Wes Anderson: volver a despertar las ilusiones infantiles a través del encuadre perfecto o del más extravagante de los decorados.

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