El código insuficiente

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Se me antoja extraño que los críticos literarios no se apliquen unánimemente al mayor de todos los problemas literarios y lingüísticos: el problema de la simultaneidad, es decir, el problema de la inefabilidad. Un lúcido Saussure dijo en su día que el signo lingüístico es lineal, en tanto que forma una cadena que ocupa el espacio temporal. Un signo se ubica temporalmente después de otro, y este después de un tercero, porque el tiempo, al fin y al cabo, con sus opacas orejeras, no encuentra otra huida que poner los pies en polvorosa hacia delante. Muchas mentes atentas han recalcado desde la promulgación de este axioma lingüístico el problema de la parquedad del lenguaje en su relación con la realidad. La realidad es infinitamente más grande que el lenguaje porque es simultánea, son varios los estímulos que a un tiempo percibimos, y el lenguaje es, según las palabras del maestro, lineal hacia delante1.

La pugna entre la linealidad del código y la simultaneidad del estímulo es quizás el más bello problema –estético, si se me permite– que debe afrontar el ser humano. Debemos recordar que uno de los atributos de Dios es la ubicuidad, es decir, la capacidad de establecer existencias simultáneas en espacios y tiempos distintos. Desde hace tiempo reconozco la huella de este concepto en mi mirada como lector poético, pues el concepto adquiere importancia si reflexionamos sobre su posible aplicación a la lengua ¿Somos capaces de crear una expresión lingüística ubicua, es decir, no lineal? La pregunta es harto ambiciosa. La creación de un signo lingüístico simultáneo (que permitiese la confluencia de dos signos en un mismo tiempo real) rompería con el concepto saussureano de signo lineal; y rota esta dicotomía entre lo lineal y lo sincrónico, el poeta sería capaz de, no ya expresar dos entes a la vez, sino de multiplicar las significaciones hasta que un signo fuese capaz de expresar una realidad en su totalidad, de expresar cada mínimo rasgo significativo de una situación real. Superada la naturaleza lineal, se abre un mundo posible de códigos ubicuos, necesariamente complejos por su condensación temporal. La dilogía, la antítesis o el oxímoron, por su naturaleza de significación simultánea, son recursos literarios que de alguna forma toman parte en este problema, ya que en ellos, nuestra máquina cerebral debe admitir dos corrientes a un tiempo, cuando lo natural en la cadena hablada es la existencia de un único estímulo. En nuestro aparato mental, para recoger el golpe estético, tenemos que atesorar un uno y un cero al mismo tiempo.

Para reconocer la importancia expresiva de estos recursos debemos preguntarnos primero por la naturaleza de la comunicación poética. Partiremos de la bella metáfora que Amado Alonso propuso como definición de poema: «El llamado espíritu objetivo [el poema] no es más que un puente entre dos espíritus subjetivos y personales»2. El poeta es así el artífice de uno de los objetos más sorprendentes que ha creado nunca el ser humano. Fijémonos en su proeza. Siguiendo con la metáfora del puente, el poeta ha de encauzar la infinitud de su pensamiento y de su sentimiento hacia un ente objetivo que es la palabra (podemos discutir de muchas cosas acerca de un poema, pero no de las palabras que lo componen). Una infinitud ha de entrar en una pequeña hoja de papel objetiva, física, inmutable. Y esta hoja, objetiva, en la que el sentimiento del poeta está comprimido como en una pastilla, ha de provocar en el lector un nuevo sentimiento de infinitud. El proceso es sorprendente: el poeta crea un objeto finito a partir de una infinitud y este objeto, que ha sido capaz de recoger su origen primigenio, a su vez funciona de superíndice para que en el lector se proyecte una sombra de aquel sentimiento origen. Se trata de jugar con el sentimiento como si este fuera un muelle. Los poetas malos, pues, no tienen por qué sentir con menor intensidad que los buenos, pueden hacerlo al mismo nivel; la diferencia entre unos y otros reside en que los buenos consiguen hacer de su sentimiento objetivado un superíndice en manos del lector, y los malos no: su muelle en manos del lector no consigue estirarse.

Este traslado de la infinitud de la realidad, interior o exterior, hacia la palabra objetiva es harto complejo. En El Aleph, Borges nos sintetiza brillantemente el problema ante el que nos encontramos:

«Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré» 3

El problema es claro, la fuente de información sobre la que construimos el texto –sea la realidad exterior, sea la interior– es siempre infinitamente mayor que el propio código, que las posibilidades del lenguaje, y por tanto, los recursos que expresan una simultaneidad, una veta por la cual la infinitud podría entrar en el texto, nos resultan altamente sugerentes y expresivos4. Por otro lado, podemos encontrar una idea muy perspicaz de Umberto Eco que el autor desarrolla en La estructura ausente. Allí, Eco nos propone un cambio de perspectiva en esta relación entre la expresión del individuo y el código. Tradicionalmente se ha creído que la fuente de información de la lengua es la propia mente del individuo, estableciéndose este como emisor que utiliza un código para crear un mensaje. Eco nos hace recapacitar sobre esto al escribir:

«Pero cabe preguntarse si, cuando el hombre habla, es libre de comunicar todo lo que piensa o está condicionado por el propio código. La dificultad de identificar nuestros propios pensamientos solamente en términos lingüísticos nos hace sospechar que el emisor del mensaje es hablado por el código. En este sentido, la verdadera fuente de la información, la reserva de información posible, sería el propio código» 5

No somos nosotros quienes hablamos el código (quienes vertemos la información que modulamos a través del código), sino que es el código el que habla a través de nosotros. En definitiva, el sistema ya atesora todo lo que se puede decir, todas las posibilidades combinatorias (cuantiosísimas, pero finitas por la existencia de unas normas básicas de producción y recepción)6, y, por eso, la infinitud del hombre halla difícil cabida en él. Esta es, al fin y al cabo, una definición más de la inefabilidad.

Ahora bien, volvamos a la dilogía y el oxímoron y su importancia en estos debates. El oxímoron presenta un primer grado de acercamiento a esta problemática, pues nos presenta un estado de cosas que nuestro conocimiento del mundo nos hace rechazar por contradictorio. Cuando Góngora escribe «o púrpura nevada, o nieve roja», cuando Catulo escribe «odi et amo», se está generando necesariamente un impacto estético en nuestra mente, al reconocer esta un extrañamiento –si no una imposibilidad– en el ámbito de lo real. Esta expresión contradictoria que atesora el oxímoron viene a mostrar la confrontación entre el sentir del autor, simultáneo y multidireccional, y la linealidad del lenguaje. En este primer caso, empero, se expresa una realidad antitética a través de dos elementos lingüísticos que se contraponen, y si bien esto nos aporta una imagen simultánea, esa simultaneidad no se materializa en el significante lingüístico.

Por eso, la dilogía ocupa en este debate un puesto más egregio que el oxímoron, pues su forma se limita a un término que, aunque lineal (pues los fonemas no se ubican uno dentro de otro ni se superponen), significa varias cosas en un contexto dado. Si la poesía es el establecimiento de un puente entre dos subjetividades, y por ese puente objetivo ha de pasar una infinitud, qué mejor herramienta que esta sombra de infinitud, de simultaneidad de sentir, que es el traslado, a través de una sola palabra gráfica, de varios significados. El lector al recibir un estímulo de estas características entiende necesariamente su valor humano y estético; no depende, por tanto, de que el infinito sentir que se intenta esconder en una dilogía esté relacionado con pulsiones de amor o muerte. La infinitud de un pensamiento metafórico humorístico –que, diseminados en dilogías, tanto abundan en nuestro Barroco– causa igualmente este reflejo en la mente del lector, al reconocer en el alma del autor la existencia de esa simultaneidad que este ha intentado otorgar a su expresión –expresión que nace de una simultaneidad en la experiencia psíquica y por la que el lector ve identificada su propia naturaleza humana en el texto–.

Quizás algún lector desatento pueda haber quedado convencido y saciado con estas vanas explicaciones. El lector ducho, sin embargo, bien se preguntará cuál es el modo de perpetuar esta transgresión contra la linealidad del código. Aceptando la herida que abren el oxímoron o la dilogía en la cadena lingüística, ¿cuál es el siguiente paso que nos permita avanzar en esta búsqueda expresiva? Pues bien, el principal problema de las ideas que venimos tratando es que presentan un difícil desarrollo que vaya más allá de los términos ya expresados; proponemos, sin embargo, dos casos que pueden hacernos reflexionar sobre el asunto. El primer caso es el capítulo 34 de Rayuela, donde Cortázar decide intercalar dos narraciones simultáneas alternando los renglones del escrito, dedicando las líneas pares a una de ellas y las impares a la otra (técnica que no es, sino el perfeccionamiento de aquella que propuso Ramón Pérez de Ayala al dividir cierto capítulo de su obra Tigre Juan en dos columnas que diesen a un tiempo noticia de dos personajes). Desde una visión macroestructural podemos ver la afrenta que el argentino hace a la linealidad, pues presenta imbricadas dos narraciones que fluyen en una misma cronología, ya no solo diegética, sino real, en el mismo tiempo de lectura. Ahora bien, si recaemos en la microestructura vemos que lejos de atentar contra el código, la linealidad significativa del significante se mantiene intacta en la oración. La transgresión es evidente desde un punto de vista narrativo, mas no tanto desde un punto de vista estrictamente semiótico. Solo sería una auténtica revolución si existiese aquel lector que, leyendo dos renglones a la vez, en la misma pasada de ojos, fuese capaz de extraer y desenmarañar en su mente la historia de ambas narraciones, siendo capaz de que su cabeza se encontrase en uno y cero al mismo tiempo. Sin desdorar el trabajo cortazariano, creo improbable la existencia de un lector que acumule estas capacidades.

Otro caso muy significativo de este problema entre la expresión de la infinitud y simultaneidad de lo real es el que dibuja Borges en su relato Funes, el memorioso. Funes es un individuo al que la naturaleza, vía un accidente, le entregó una memoria infalible. Era tal la memoria de este hombre que le resultaba estúpido que el perro que pasaba a las tres por la puerta de su casa tuviese el mismo nombre que el perro –el mismo perro– que pasaba a las tres y cuarto. No es solo que le doliera que tuviese el mismo nombre común (perro), sino que le dolía incluso que pudiese tener el mismo nombre propio, porque su capacidad de memorizar cada minúsculo detalle (sumada a su capacidad para retener todo el léxico posible) le hacía ver como un absurdo el llamar con la misma forma a dos realidades distintas. Su memoria total se reiría de la generalización y la categorización, al verlas como dos procesos empobrecedores e innecesarios. Parece claro que Funes estaba atentando contra la linealidad del código, pues es capaz de meter dentro de una palabra (pongamos que dentro del nombre propio que le otorga al perro de las tres y cuarto) toda una serie de significaciones contextuales sincrónicas como el estado de su pelo, la forma en que el sol incidía sobre él, la posición de sus patas… de tal forma que cualquier mínimo cambio en esta disposición contextual requeriría la creación de una nueva palabra para nombrar la nueva realidad. Funes está creando la simultaneidad casi total en la significación al expresar una realidad total en un vocablo (digo casi porque la realización fónica, por muchos significados que atesore un término, sigue siendo lineal en el tiempo); pero a la vez nos muestra la imposibilidad de perpetuar su hallazgo7. Funes es capaz de realizar esta transgresión de la linealidad por su prodigiosa memoria, pero esta transgresión atenta deliberadamente contra las máximas de economía que rigen nuestro lenguaje. Siendo incapaces de crear un sistema tan complejo, debemos descartar también este método como una forma de expresión que transgrede la linealidad del código.

El problema, por concluir, es más difícil de lo que pueda parecer a simple vista, porque buscar un lenguaje simultáneo es chocar contra la naturaleza del lenguaje. Al fin y al cabo, Saussure era un intelectual sagaz y su terminología (cadena hablada) deja prueba visible de ello. Camus escribe en El hombre rebelde que «rebelarse contra la naturaleza equivale a rebelarse contra sí mismo. Es golpearse la cabeza contra las paredes. La única rebelión coherente es entonces el suicidio»8. ¿Suicidar el lenguaje que hasta ahora conocemos es la única forma de hacerlo simultáneo? Quién sabe. Dios nos perdone si la charlatanería ha guiado, hasta aquí, nuestros pasos.

Notas:

1 «El significante, por ser de naturaleza auditiva, se desenvuelve en el tiempo únicamente y tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión, y b) esa extensión es mensurable en una sola dimensión; es una línea». En: de Saussure, F. (1945). Curso de Lingüística General (24a). Losada. P, 95.

2 Alonso, A. (2011). La interpretación estilística de los textos literarios. En Materia y forma en poesía (1a, pp. 87-105). Gredos. Pág, 94.

3 Borges, J. L. (2017). Borges esencial. Alfaguara. P, 235.

4 Sabemos que un término con dos significados simultáneos (en una dilogía, por ejemplo) dista mucho de ser una expresión infinita, pero es la propia transgresión al código la que genera el acto estético y la que abre la posibilidad de soñar con una expresión lingüística que abarque toda la realidad. No es un problema de grado, en fin, sino de naturaleza.

5 Eco, U. (2011). La estructura ausente: introducción a la semiótica. Debolsillo. P, 77.

6 Sin un límite espacial (es decir, de número de elementos), la recursividad del lenguaje parece infinita, como defiende Chomsky. Sin embargo, la necesidad de unas pautas (sintácticas, morfológicas…) que permitan la comunicación lingüística, hacen que la posible recursividad total se disminuya sensiblemente, reduciéndose únicamente a una continua adenda de elementos sucesivos en la cadena hablada. A pesar de que el lenguaje poético suele manifestar un desvío de las pautas comunes de la sintaxis o la morfología, no suele arribar a tales puntos que, por la ausencia de estas pautas, impida la comunicación lingüística , y por ello, la idea de Eco es, cuanto menos, considerable: el lenguaje poético se ubica dentro del código y por tanto no es infinito. Quizás sea infinito el número de enunciados, pero en cualquier caso, si la infinitud reside solamente en un estirar continuo de la cadena hablada, no podemos decir que este caso sea interesante a la hora de estudiar los textos literarios que pueblan nuestras letras.

7 Estas ideas borgianas están influenciadas por la fascinación que en el escritor argentino provocaba la cábala judaica. Para la cábala, la primera letra del abecedario hebraico, el Aleph (א), «significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad». Un solo signo, un solo fonema, en este caso, significa para la cábala el infinito. Vemos aquí la simultaneidad total en la significación: mínimo significante, máximo significado. En: Borges, J. L. (2017). Borges esencial. Alfaguara. P, 237.

8 Camus, A. (1978). El hombre rebelde. Losada. P, 30.



Una respuesta a “El código insuficiente”

  1. Avatar de Historia de un motivo poético – CAPÍTULO 73

    […] no son otra cosa que la expresión de una imposibilidad, idea que ya hemos desarrollado en algún escrito anterior. El oxímoron y la antítesis son en sí mismos ataques a la linealidad del código, porque juntan […]

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