Lo que el jardín le enseñó al cine

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Art Fund © Howard Sooley

Antía Freire

Entre la cámara y el jardín hay una afinidad secreta. Ambos trabajan con la luz, con la composición, con el tiempo, y con la espera. En un mundo que acelera todo lo que toca, el jardín sigue siendo una forma de pensamiento lento: una inteligencia que crece sin prisa y ensaya cada día su relación con la vida. En muchas ocasiones, cuando el cine no busca narrar sino mirar, comparte esa misma respiración. 

Un jardín es un gesto a la vez que un espacio. No se planta solo; se observa, se toca, se escucha. La luz cae sobre las hojas, variando a cada instante, y el viento cambia la posición de los setos, cada vez con una fuerza. Todo jardín contiene un tiempo donde se mezcla la sucesión con la espontaneidad. Cada paso revela algo que ya estaba allí, pero que solo se muestra al instante de mirar.

El cine funciona de la misma manera. Cada plano es un injerto sobre la continuidad del mundo creado, un modo de construir un espacio temporal para hacerlo visible. La cámara se desplaza como quien da un paseo por un sendero sinuoso. La idea no es avanzar para dominar, se busca (o, simplemente, sucede) que la forma del espacio haga su propio relato.

El jardín y el cine son dos artes de la duración. Ambos transforman el tiempo en materia visible: uno con hojas, sombras y agua; el otro con luz, sonido y movimiento. Ninguno busca representar la vida, sino dejarla suceder dentro de un marco que no la ahogue. Hay jardines que se recorren como películas, y películas que se miran como jardines. En ambos, el orden solo se justifica si permite que algo nazca, si deja lugar a lo imprevisto. En el jardín, la imagen, como en el cine, es un montaje. Cuando recorremos un sendero, el camino no nos está dirigiendo, pero sí nos está sugiriendo una dirección. Una línea de cipreses corta el horizonte como un fundido. Todo jardín, incluso el más geométrico, está hecho de interrupciones.

En los jardines franceses, la perspectiva impone su gramática: parterres que se abren en fuga, fuentes que actúan como puntos de corte, avenidas que se encadenan como planos sucesivos. Le Nôtre compuso su territorio como si ensamblara una película de mármol y agua. El paseo es un travelling lento, calculado, donde la mirada nunca se detiene del todo.

Los jardines ingleses parecen improvisar. Los caminos se curvan, tropiezan, las flores crecen donde quieren. Pero encaja. Es como un guion abierto, el juego de la improvisación que también muchas veces se les permite realizar a los actores. La irregularidad es una forma de montaje; la cámara aprende a moverse así en los filmes de Malick, dejándose guiar por la luz y la sombra, por el viento que ondula la vegetación.

Fotograma de ‘Days of Heaven’, de Terrence Malick

En cada bifurcación hay una decisión, por lo que el paseo es una forma de pensamiento sin palabras. La duración del jardín no tiene sentido de forma cronológica pero sí emocional. No hay un antes ni un después, solo distintas formas de presencia. Lo que el jardín enseña no es a mirar, sino a permanecer dentro del mirar.

El jardín no es solo una imagen del mundo, sino una manera de estar en él. Su forma no surge del cálculo, sino del diálogo entre lo que crece y lo que se deja crecer. En ese sentido, el jardín carga un gran valor simbólico: un espacio donde el orden se negocia con la vida, donde la voluntad no puede imponerse sin destruir lo que quiere cuidar. Heidegger hablaba del “habitar” como una forma de pensar sin dominio, y la relación del humano con el jardín materializa esa idea.  El cine comparte ese mismo dilema, ya que cada encuadre tiene la capacidad de decidir cuánto control ejerce sobre su mundo. Una película demasiado dirigida pierde la fuerza como un jardín demasiado podado. Lo vivo desaparece cuando se le impide desviarse. Pensar el cine desde el jardín es pensar una ética del límite, ¿cómo intervenir sin ahogar? ¿cómo construir sin encerrar? 

En el jardín, como en la imagen, la belleza no reside en la perfección, sino en la tensión entre el gesto humano y la fuerza natural que lo desborda. Merleau-Ponty escribió que la percepción es siempre un encuentro entre la libertad del cuerpo que mira y la del mundo que se ofrece. Cada plano o cada flor no pueden repetirse. El jardín enseña al cine que mirar no basta, es esencial aprender a esperar. La atención es una forma de comunicarse con el entorno; es dejar que el mundo diga algo antes de interpretarlo. Esa lentitud es hoy una forma de resistencia, un modo de cuidar el tiempo cuando todo lo acelera.

Cuando el mirar termina, comienza el recuerdo. Derek Jarman filmó su jardín en Dungeness mientras la enfermedad avanzaba. Entre piedras, cardos y lavandas resistentes al salitre, cultivaba lo que todavía podía acompañar; el jardín era una extensión viva de sí mismo, de una vida que se sabía efímera. No se filma para conservar la forma de las cosas, sino para recoger su tránsito. Jarman filmaba, e incluso pintaba, como quien riega una planta sin esperar que florezca, solo por no dejarla morir.

Los jardines islámicos, con sus canales cruzados, imaginan un paraíso donde todo fluye y retorna. Son montajes de reflejos, repeticiones y simetrías. Es una organización sin punto de origen ni de fin, un orden líquido. En el cine, el movimiento del trigo en Days of Heaven (Terrence Malick, 1978), la lluvia sobre el jardín urbano en The Garden of Words (Makoto Shinkai, 2013), y la selva que respira en Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives (Apichatpong Weerasethakul, 2010) replican ese principio: la imagen se recuerda a sí misma, pero sin cerrarse.

Fotograma de Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives, de Apichatpong Weerasethakul

Recordar es regar una imagen hasta que vuelva a brotar. Pero la memoria no guarda la literalidad de lo sentido (ya no solo en el aspecto emocional, también en el de los sentidos físicos) sino que subjetiviza la experiencia. Cada plano, como cada floración, reinterpreta lo que fue. En esa capacidad de reaparición, jardín y cine se tocan como formas de supervivencia. Recordar un jardín es recordar un paseo. No se trata solo del paisaje, sino de la experiencia de estar dentro de él: el cuerpo moviéndose, el aire cambiando, el sonido del agua o de las ramas al rozarse. El ritmo del paso permite que la mirada se acomode al entorno, que el pensamiento se calme y se vuelva vulnerable. En el jardín o en el parque, uno no busca llegar a ninguna parte, sino habitar el trayecto. Ese tiempo intermedio —entre la acción y el descanso— abre un espacio de intimidad con el mundo. Caminar en compañía por un jardín equivale a compartir una forma de atención, una manera de estar presentes en lo mismo. En esa experiencia sencilla, el paisaje se convierte en algo más que un decorado y pasa a formar parte de las vidas que lo atraviesan.

Ningún jardín es inocente. El espacio cultivado implica decisiones sobre lo visible y lo oculto. La geometría impone jerarquía, los ejes dirigen la mirada, los caminos controlan el paso. En los jardines del poder, como en Versalles, el ojo domina desde el eje central: ver es poseer. En Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975), el director filma jardines que parecen mapas del poder; cada plano es distancia, cada encuadre una forma de control. La belleza se vuelve política cuando el orden sirve para excluir. Pero los paisajes románticos del siglo XIX, con sus colinas onduladas, lagos brumosos y vegetación rebelde, introducen la variante de lo natural dejando de ser objeto y convirtiéndose en sujeto. El ojo ya no domina, se extravía.

El jardín, como el plano, puede liberar o someter. Lo que distingue uno de otro es la posibilidad de desviación. Allí donde el ojo encuentra una salida, nace la libertad. La ética del jardín —como la del cine— consiste en dejar ser, en sostener la diferencia sin aplastarla. La filosofía del espacio se juega entre el diseño y el dejar crecer. Todo gesto que impone sin escuchar, muere.

Imagen de ‘Barry Lyndon’, de Stanley Kubrick

Los jardines contemporáneos aprenden a desobedecer. Gilles Clément propone acompañar el crecimiento en lugar de imponerlo. No se controla, se escucha. La jardinería se convierte así en una forma de atención al devenir. El cine de Apichatpong Weerasethakul funciona igual: la selva no es un decorado, sino un organismo que respira y recuerda. El tiempo circula sin que nadie lo detenga. En ese tránsito, el espectador deja de mirar para adentrarse en la imagen. Los jardines indómitos enseñan paciencia. Cada rama, cada hoja, cada flor que se adelanta a su tiempo nos recuerda que la vida no se puede domesticar. La cámara aprende esa lección con fundidos, panorámicas y planos largos que no son artificio, son escucha activa. Mirar un jardín es aprender a acompañar, a respirar con lo que crece.

El jardín también puede ser un espacio donde la percepción y la conciencia se entrenan. En la novela Metafísica de los tubos (Amélie Nothomb, 2000), se describe cómo la protagonista, un bebé, experimenta la vida con una atención extrema a su propio cuerpo y a los detalles del entorno. Durante la historia recorremos con ella un jardín que le enseña lo más primario de su condición de humana, desde la fascinación por la belleza de una peonía hasta el descubrimiento del asco al darle de comer a los peces del estanque. El espacio la obliga a mirar despacio, a forzarse a comprender cada fragmento de espacio y tiempo. El jardín deja de ser solo un marco estético para convertirse en un lugar donde la mirada se educa.

Pensar el jardín es pensar la relación entre orden y acontecimiento, entre la voluntad humana y la obstinación de lo natural.  Cuidar del espacio, sostenerlo, no dominarlo. En un mundo donde casi todo tiende a ser consumido, el jardín propone una política de la lentitud, una resistencia silenciosa del tiempo natural frente al tiempo productivo.

El musgo que cubre las ruinas en Stalker (Andrei Tarkovski, 1979), el verde intenso de The Garden (Derek Jarman, 1990), el agua quieta en un patio andalusí, la luz que se filtra entre los setos franceses. El jardín y el cine comparten esa misma comprensión del mundo: lo vivo no necesita una finalidad para ser sentido. En un mundo que acelera, el jardín y el cine nos devuelven el tiempo para mirar de nuevo, para aceptar que no existe el conocimiento sin contemplación.  Caminar un jardín o ver una película es disfrutar de la belleza y los sentidos sin prisa. Entre ambos queda la sensación de que la belleza no está solamente en la forma. La estética estéril no tiene sentido sin la vivencia humana que lo interpreta.

Imágenes de ‘Stalker’, de Andrei Tarkovski

El jardinero y el cineasta comparten el acto de mirar con atención. Ambos saben que el orden perfecto es estéril, que solo la imperfección da vida. El viento mueve las hojas, el sol recorta la sombra, una flor aparece donde nadie la esperaba. La cámara registra respira con ese movimiento. Un jardín demasiado simétrico muere; una película demasiado controlada se vacía. En esa tensión entre lo previsto y lo imprevisto nace la posibilidad de belleza.

El jardín enseña al cine que toda imagen nace de un espacio compartido, de la atención al movimiento y al cambio más que de la imposición de un orden. Que la duración, la espera y el cuidado del detalle son esenciales para que algo sobreviva en la mirada. Que la libertad de lo vivo, la posibilidad de desviarse y de sorprender, da sentido a la composición. Del jardín, el cine aprende a acompañar, a abrirse a lo que sucede sin apresurarlo, a escuchar el ritmo del mundo antes de traducirlo en plano. Esperar, cuidar, acompañar: tres verbos para pensar una ética de la atención en un mundo que olvida mirar.

Bibliografía

  • Clément, G. (2004). El jardín en movimiento. Gustavo Gili.
  • Heidegger, M. (1951). Construir, habitar, pensar. En Conferencias y artículos. (Trad. E. Barjau). Serbal, 1994.
  • Jarman, D. (1990). The Garden [película]. Basilisk Communications.
  • Malick, T. (1978). Days of Heaven [película]. Paramount Pictures.
  • Merleau-Ponty, M. (1945). Fenomenología de la percepción. Península, 1993.
  • Nothomb, A. (2000). Metafísica de los tubos. Anagrama, 2001.
  • Shinkai, M. (2013). The Garden of Words [película]. CoMix Wave Films.
  • Tarkovski, A. (1979). Stalker [película]. Mosfilm.
  • Weerasethakul, A. (2010). Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives [película]. Kick the Machine / Strand Releasing.
  • Kubrick, S. (1975). Barry Lyndon [película]. Warner Bros.
  • Le Nôtre, A. (siglo XVII). Diseños de jardines de Versalles. (Referencias históricas de los jardines franceses)

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