Del discurso de Chomsky y la esperanza como categoría ontológica
Por un futuro habitable, de la editorial Altamarea, no es solamente un libro actual, sino uno necesario. No porque haga promesas de mágicas redenciones, sino porque devuelve el debate a su legítimo territorio: el de los hechos, la historia y las decisiones humanas. Ninguna teoría hegeliana al acecho para justificar a los grandes tiranos, ni a los héroes. Chomsky, en formato de entrevistas, hace lo que lleva décadas haciendo mejor que nadie: acallar el ruido, reordenar prioridades y señalar con una autoridad sin pretensiones aquello que nuestra naturaleza misma nos pretende ocultar. El resultado, desde luego, no es cómodo, pero sí útil. Y en estos tiempos, la utilidad puede hacer gran alarde de Belleza.
El género conversacional e inquisitivo hace del contenido algo accesible y directo. La repetición no es un defecto, sino un método: el entrevistado vuelve una y otra vez a los tres bloques clave (crisis climática, riesgo nuclear, degradación democrática) porque todo lo demás se establece en su órbita. Es de agradecer. En una época que confunde novedad con relevancia, insistir en lo esencial es una forma de valentía intelectual.
Chomsky no vende catástrofes; enumera vectores de riesgo con la frialdad de un anatomista. Lo climático no es “una preocupación”, es la estructura misma de nuestro siglo: extracción, combustibles fósiles, captura regulatoria, y la good old tentación de posponer decisiones impopulares a cambio de ganancias inmediatas. En paralelo, el fantasma nuclear, incorpóreo titán (y por ende menos fotogénico que las islas de plástico en el océano, pero igual de obstinado), sigue ahí: doctrinas de “primero golpeo”, modernización de arsenales, catástrofes evitadas por milésimas de centímetro. Y, bullendo bajo la superficie, la erosión de la esfera pública: concentración mediática, manipulación propagandística, eufemismos que convierten la realidad en una nota a pie de página, si es que es mencionada.
El autor no vela los hechos con moralejas esopianas, ni tonterías moralistas. Quien espere eslóganes saldrá decepcionado, puesto que nuestro paladín no entiende de propagandas políticas. La genealogía que ofrece (de Vietnam a Irak, de Centroamérica a Oriente Medio, de Bretton Woods a la financiarización) no es un museo de agravios, sino un mapa. Un mapa cuyo destino es un sendero que se bifurca, y aún no está del todo dilucidado cuál tomará la humanidad. Salvación a parches, o destrucción total. Este libro representa un violento acceso a la memoria, archivos y una paciencia profunda, profunda como lo son las placas tectónicas en las cuales se apoya nuestro impetuoso mar.
Lo mejor del volumen es su tono. Chomsky no pretende seducir al lector, sino servir como agente esclarecedor. No impone, argumenta con calma. No necesita de grandilocuencias o barroquismos: apoya una idea en otra, cita, contrasta, retorna, rectifica. Es una pedagogía sin condescendencia. Y sí, hay dureza. Pero esa dureza está al servicio de una ética mínima: desnudez factual, propaganda esclarecida. Después, le toca al lector decidir qué hacer. La esperanza, tal cómo se entreve en la arquitectura moral del autor, no es un sentimiento, si no la base sobre la cual el ser humano se proyecta y entiende la concepción misma de la temporalidad y del avenir, del futuro. En Chomsky, la esperanza no puede ser considerada nada menos que una categoría intrínseca a la existencia misma, una ontología. Permite el encadenamiento de un instante con el próximo a nivel cognitivo-conceptual, da espacio a la edificación de la identidad en el ser humano.
La identidad, después de todo, se construye como narrativa acumulatoria de hechos y fábulas. Sin embargo, sin la posibilidad de proyección hacia el devenir, se acaba la historia. La anticipación, el futuro y la esperanza son el marco esencial en el cual se desarrolla la capacidad misma de auto-identificación y consciencia del ser. Y, a mayores, el ser como tal. Si la idea de la progresión temporal nos es arrebatada, lo que perdemos va mucho más allá de la ilusión de ver corretear a nuestros nietos. Perdemos uno de los requisitos fenomenológicos inalienables de la estabilidad en la percepción de nuestra identidad en el tiempo. Perdemos uno de los pilares del ser.
En cuanto a la editorial, Altamarea, he de anotar que se nota el cuidado. La selección y orden de las entrevistas construyen una curva inteligible (diagnóstico, genealogía, responsabilidades, márgenes de acción) sin matar el ritmo. La traducción es limpia, con criterio terminológico estable y una sobriedad que respeta la voz original. Las notas, cuando aparecen, orientan en lugar de interrumpir. Y la decisión de conservar ciertas reiteraciones es acertada: el lector entiende que no son tics, sino puntos de anclaje. Es exactamente así como se acompaña un libro de este tipo: sin protagonismos innecesarios, con respeto y precisión.
El cierre no ofrece consuelos fáciles. Un futuro habitable no cae del cielo ni se decreta en un comunicado. Se construye con decisiones concretas: transiciones energéticas reales, reducción drástica del gasto militar, instituciones que respondan a mayorías y no a lobbies, medios que rindan cuentas, sindicatos que vuelvan a ser escuela de ciudadanía, universidades que no pidan perdón por enseñar a pensar. Todo eso exige conflicto. También exige estrategia y paciencia. Chomsky no promete victorias, pero nos devuelve esa categoría intrínseca al ser humano, cuyo oscurecimiento es sin duda una de las causas principales de la caída de nuestro siglo en una ansiedad existencial omnipresente y contranatura. Nos devuelve el sentimiento de continuidad temporal, la dimensión proyectada. Nos devuelve la esperanza. Es útil; ergo, es bello.
Queda la pregunta que da título al volumen: ¿es todavía posible un futuro habitable? Sí. Porque la alternativa no es una distopía cinematográfica, es la continuidad de lo que ya vemos: sequías, desplazamientos, guerras por recursos, democracias vaciadas. La posibilidad no es un estado de ánimo, es un horizonte abierto por la acción colectiva. Y esa acción empieza con un gesto elemental: salir de esta oscuridad sin nombre en la que nos sumerge la amnesia, nombrar de nuevo lo temido. Este libro es una panacea. Pero su efecto no es permanente: este acto de valiente despertar es una tarea diaria, que se nos muestra prácticamente como un acto de heroicidad. Quién sabe, en los tiempos que corren, tal vez lo sea.
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