Decía Ortega y Gasset que la muerte no pertenece a la vida, en tanto que esta se sale de los límites de la experiencia y la vitalidad: cuando uno muere, se encuentra en otro estado, en otro lugar distinto al frenesí. Pero, ¿qué sucede con los que se quedan, con los que deben transitar el dolor, el apego, la ausencia? Los humanos morimos, pero también lo vamos haciendo a medida que nos abandonan quienes nos acompañan.
Todo eso, lo tiene muy claro Judith Hermann: la muerte es una estaca en el pecho que reordena el día a día, los afectos y la propia existencia. En Alice, la alemana nos presenta 5 relatos cortos interconectados a modo de micro novelas que nos sumergen en las dicotomías, las incongruencias, el sinsentido y el sufrimiento de aquellos que deben afrontar que alguien se ha marchado. Con una protagonista común en cada uno, Alice, atendemos a las historias de Micha, Conrad, Richard, Malte y Raymond, a través del recuerdo, la oquedad, la indiferencia e, incluso, la propia presencia del momento de muerte.
Una escritura limpia y vehemente
En esta edición de la editorial Altamarea (ya fue publicado en alemán en 2009), el hiperrealismo brilla al mostrarnos una narración cruda y directa, sin adornos ni divagaciones; y, que acude a lo más cotidiano y ordinario, como lavar los platos, visitar una casa u ordenar las chaquetas en cajas, porque esa persona ya no se las pondrá más. Es en los entresijos del día a día donde se vislumbran las grietas y el dolor más apabullante, porque la memoria es caprichosa y fragmentaria. No conoce de tiempos idóneos, no comprende las exigencias vitales del individuo: «Otro recuerdo más. Alice pensó que claramente no podía escoger los recuerdos, venían como querían».
De esta forma, las palabras de Alice se clavan, sin mucho preámbulo, y dejan poca cabida a la imaginación de un lector que se posa ante un espejo de verdades que pocas veces desea mirar. La muerte no forma parte de la cultura, del ritmo insaciable del capital. Sin embargo, Hermann propone tumbarse a su lado y mirarla a los ojos, abrazar la extrañeza y la incomodidad, darle un espacio a aquello por lo que todos pasamos pero que, como decía Ortega, parece estar fuera de la vida. Sin ornamentación ninguna, la escritura de la alemana ataca con violencia al lector más despistado y le recuerda su fragilidad.
Vacío, duda y existencialismo
En la novela, la misma persona conduce las narraciones, un hecho que permite a Hermann posicionar al lector en un estado de alarma e incertidumbre constantes, entremezcladas con el escaso conocimiento de los escenarios: no sabemos por qué esa persona está enferma, como sucede con Conrad; cuáles son los lazos sentimentales entre Alice, Micha y Maja; o por qué Malte llegó a suicidarse. El personaje creado por Hermann es oblicuo, es callado y, sobre todo, nos oculta información. Existe una oscuridad en el relato que se corresponde, de hecho, con el propio desconocimiento que poseemos hacia la vida: la muerte puede llegar en cualquier momento, pero nunca sabremos cuándo.
Como consecuencia, el lector se sitúa en un extraño nihilismo en el que sabe que algo terrible sucederá, pero no conoce en qué instante. Cada relato transcurre con ritmo propio e imprevisible, las palabras avanzan y se van escribiendo a medida que son leídas, y no se consiguen avecinar los acontecimientos que se darán después. Esto genera una sensación de vacío y desorientación que incomoda, pues provoca que los escenarios más leves y sencillos puedan ser los más viles y perniciosos. Por ello, la autora, en una entrevista para el Instituto Goethe, señalaba que esta obra era su propia respuesta a la primera novela que escribió, Sommerhaus, später. En Alice todo es más sombrío, terminante y fragmentado.
Vidas interconectadas
Virginia Woolf, en la Señora Dalloway, introduce la visión del túnel, la idea de que todos estamos entrelazados, que nuestros actos se cruzan en algún momento del día y desembocan en una vía común. En este caso, Hermann aplica esto con maestría y nos induce a un relato en cascada, en el que Alice no solo es la protagonista de todas las historias, sino que en la última, la de Raymond, confluyen el resto de personajes que aparecieron con anterioridad.
Bajo este prisma, se presenta la siguiente premisa: una misma persona debe afrontar la Muerte, pero lo hace de manera diversa y correspondiente. Una persona afronta la Muerte, pero lo hace desde la búsqueda, como sucede con Malte; lo hace desde lo fragmentario y las grietas, como con Raymon; o desde la indiferencia y la frialdad, como con Micha. Incluso, podemos agrandar esa premisa y extenderla por encima de lo endógeno de la novela: la Muerte impregna nuestra vida desde los rincones más recónditos hasta el anuncio de la ausencia. Aunque huyamos, se cuela, se esconde, se mimetiza y nos alcanza con más o menos rapidez. Si bien la vida nos une, la Muerte también, y es en ese juego de incertidumbre y azar, de tensión entre ambas pulsiones, donde se desarrollan, retuercen y comprimen nuestros cuerpos:
«Él ya no está, Alice. Alice, Raymond ya no está. Se trataba de conservar su recuerdo sin volverse loca. Pensar en él sin volverse loca o enfadarse, con cuidado. Una y otra vez. Desde el principio».
Alice, Judith Hermann
En definitiva, Judith Hermann aprieta nuestros miedos y los introduce en nuestro pecho sin querer adornar nada, sin desear endulzar la realidad. La Vida es un mirar de frente a la Muerte, a la ausencia, a la falta; es un resquebrajarse y seguir, es un afrontar y seguir, un lidiar con lo incierto, y seguir. Sus 5 historias, directas, sin atavíos y concretas, nos enseñan las vías de afrontar el sufrimiento desde lo más sencillo y cotidiano, para vislumbrar con certeza lo que significa que se mueran y muramos con ellos. La alemana plantea un esquema tan simple que permite entrever el complicado mecanismo detrás, creando una sensación de hueco y de inquietud que poco puede llenar. Con maestría, pronuncia una verdad absoluta: todos somos Alice.

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