Los tres milagros de Francia

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Alejandro Eduardo Perdomo

No sabemos -y nunca lo sabremos-si la Historia tiene una forma oculta, un sentido o algún dibujo, velado a nuestros ojos. Intentamos siempre buscar sincronías, afinidades, similitudes, pero, quizás, sólo sean eventos caóticos y azarosos, y lo que hagamos sea tan inútil y desesperado como buscar formas en las nubes.

Sin embargo, a nosotros, los que trabajamos con la Historia, a veces nos sorprende cruzarnos con algunas tramas, con algunos dibujos, con ciertas coincidencias que parecen ser sacadas de algún designio celestial.  

Es el caso de los tres milagros de Francia, que resaltan como un relámpago en su larga historia. Porque estos tres milagros son eso, portentos que resaltan ante nuestros ojos con la fuerza de un relámpago luminoso.

Genoveva, campesina de París 

El primer milagro ocurre en el año 450 de nuestra era. Los hunos eran, en esa nebulosa época del mundo, una fuerza arrolladora que conquistaba todo a su paso. Su líder Atila es una figura legendaria, de la cuál se conoce su carácter sanguinario y furioso. Esos hunos eran una máquina de guerra imparable por aquel entonces. 

Y en ese año, una vez cruzado el río Rhin, Atila, como muchos conquistadores harían después, fijó su objetivo en París –que aún se llamaba Lutecia- y se encaminó hacia allí con sus miles de hombres. Y los parisinos lo supieron.

Paris, que en ese momento no era más que una ciudad naciente, borrosa, caótica y brumosa, conoció por primera vez –y no por última- el miedo al invasor, cercano y todopoderoso. Se cuenta que los habitantes de la ciudad perdieron rápidamente la esperanza y ya se imaginaban degollados por aquel monstruo huno. El obispo de la ciudad, Germano, encomendó a todos los hombres el deber de rezar y consagrarse fervientemente al Dios católico para que este defienda a la ciudad de la terrible conflagración que vendría. Mientras, Atila avanzaba, imparable.

Y aquí aparece ella, la hacedora del primer milagro. Genoveva es, para ese entonces, una campesina ignota de las afueras de Paris. Su infancia se pierde entre las tinieblas de la leyenda, aunque al leer su vida se percibe una luz arrolladora, una fuerza clara y resplandeciente. 

Esa leyenda de la que hablamos cuenta que Genoveva curó a su propia madre de una ceguera, y a partir de allí, decidió dedicar su vida a Dios. Al momento del miedo a los hunos, era una chica de veinte años, encerrada por propia voluntad, dedicada en cuerpo y alma a su fervor religioso. Las noticias de la inminente invasión llegan a su claustro y ella las oyó. 

Y Genoveva, esa luz en las tinieblas, una noche recibe entonces una revelación –qué decía esa revelación, y como la recibió, nunca lo sabremos- y sale a la luz de la historia, para siempre. 

Llena de una fuerza increíblemente arrolladora, que las parisinas nunca dejaron de tener, la campesina se presenta intempestivamente en la asamblea de la ciudad, ante los hombres, que se perdían en lamentaciones, llenos de temores y reparos.

Aallí, con fuerza incomprensible, de pie en medio de esa asamblea –podemos imaginarla- los animó con palabras duras a luchar, a no rendirse, a rezar, esperar y tener fe como ella. Cuentan las crónicas que Genoveva insufló en los hombres tanto ánimo que, repentinamente, ese mismo día, una fuerza poderosa y silenciosa como un tifón recorrió las lodosas callejas de la urbe. Paris se preparó entonces para la defensa y la ciudad fue un poco menos brumosa aquella tarde.  Y el milagro –el primer milagro- se produjo. 

Atila, que nunca jamás había sido derrotado, fue detenido en una batalla menor a algunos kilómetros de Paris, antes de poder entrar en la ciudad, antes de siquiera avistarla y decidió incomprensiblemente retroceder, y cambiar de planes y de rumbo por primera vez en su vida de conquistas. Francia –la Francia eterna- se había salvado. Genoveva había hecho el milagro.

Hoy esa campesina, luminosa y resplandeciente, es la santa protectora de la ciudad, y aunque su féretro fue mutilado por la revolución francesa, su ataúd de piedra se conserva en la bella Iglesia parisina de Saint Étienne du Mont. Conmueve alguna fibra oculta ver de cerca lo único que queda de Santa Genoveva de París.

¿La historia se repite?

El segundo milagro llega 1000 años después. Para 1429, Inglaterra y Francia se desangran en la llamada “Guerra de los cien años”. Las causas de la guerra son demasiadas y muy complejas, pero para el momento en que contaremos esta historia, podemos decir que Francia se encuentra al borde del colapso, otra vez. Los ingleses dominan todo el norte del país, lo controlan a sus anchas y hasta hay un petulante rey inglés sentado en el trono francés, sin intenciones de dejarlo.

Un pretendiente francés al trono -el blando y pusilánime Carlos VII- reclama su herencia pero ve, azorado e impotente, cómo los ingleses avanzan y avanzan hacia París, conquistando cada ciudad sin esfuerzo aparente. Razones de índole militar –los ingleses tenían un ejército infinitamente mejor organizado- explican esto. Los ingleses saquean, asesinan, violan a las mujeres, y toman todo lo que pueden y quieren. Otra vez Paris aparece en el horizonte y, según los ingleses será muy pronto destruida. Otra vez, nada puede salvar a Francia.

Y allí surge el segundo milagro: Juana de Arco es una campesina –otra vez, la figura se repite, ¿sólo azar?-, una niña analfabeta que vive en el humilde pueblo de Domremy, a kilómetros de Paris. La historia es bien conocida para cada francés, que la repite de memoria desde los primeros días de la infancia.

La pequeña Juana, un día soleado recibe un ramalazo de luz en los ojos, frente al que cae de rodillas y su vida cambia ante esa luz brillante. Esa misma noche dice a todo aquel que quiera oírla en su pequeño pueblo, que ha recibido una aparición de Santa Catalina y de San Miguel que le ordenan, de forma tajante y clara guiar al ejército con sus propias manos, expulsar al invasor inglés y sentar a Carlos VII en el trono. 

A partir de allí, Juana, con una fuerza impetuosa, como una marea que todo lo puede, y una convicción prodigiosa –de nuevo, la similitud es innegable-consigue su propio ejército, convence al pusilánime rey Carlos VII de conseguirle tropas –milagro mediante- y logra lo que parece  imposible. Con soldados a su mando libera en pocas semanas la inconquistable ciudad de Orleans, expulsa a los ingleses y logra que Carlos VII sea declarado rey. Esta escena irrepetible dará un giro definitivo a la Guerra de los Cien Años.  

La escena es increíble por lo inverosímil. Juana –recordemos- es una niña, casi, campesina orgullosa pero pequeña, con una fuerza que parece no caber  en su cuerpo menudo, guiando a soldados veteranos y curtidos en miles de las sangrientas batallas de la Edad Media, contra el mejor ejército del mundo en ese entonces. Y los derrotó.

Es un logro increíble, pero es más que eso. Es un incomprensible milagro.

Juana pagará este atrevimiento con su propia vida. Traicionada por Carlos VII, olvidada por la nobleza francesa, los ingleses la encerrarán y la torturarán física y psicológicamente. Juana no se doblega. Resiste y reza. Pero nada le servirá. Los ingleses la quemarán en la hoguera por bruja. Juana muere orgullosa entre el fuego que la quema, sin arrepentirse jamás. Antes, su rol en la Historia fue cumplido. Inspiradora de los franceses, su figura marca un cambio en la guerra y Francia, con ese empuje, con esa jovencita luminosa como estandarte y símbolo, expulsaría a los invasores ingleses. El milagro, otra vez, inesperado, luminoso y deslumbrante.

Un soldado fiel

El tercer y último milagro sucedió 500 años después. Alemania construye, a partir de 1933 un nuevo orden. Su objetivo es claro: construir un imperio que dure mil años.  Para eso necesita conquistar Europa. Francia e Inglaterra, ilusas, la dejan hacer, y no ven -o no quieren ver- que están alimentando a un monstruo. Ilusamente ven a Hitler como a un perro verde, extraño, pero dócil, fácil de contentar. Error fatal. 

A partir de entonces, la política de conquistas alemana es avasallante. Como cuchillo en la manteca, la máquina de guerra perfecta que ha estado construyendo en secreto el líder alemán  asombra al mundo. Conquista sin pestañear Austria, Checoslovaquia, Polonia, Bélgica y Holanda. Francia ve asombrada a las tropas de la Wehrmacht traspasar las Ardenas, y llegar en un suspiro a las puertas mismas de Paris. 

Esta vez no habrá rezos ni santas que la salven. Paris cae sin pelear en junio de 1940. Las tropas alemanas desfilan, una mañana de domingo, por los Campos Elíseos; Los parisinos los miran desde las veredas de esa inmortal Avenida con horror e impotencia muda. La ciudad llora. Alemania ha conquistado Francia. Y Francia, la vieja Francia, padecerá en silencio la conquista durante cuatro años y medio.

La segunda escena de este drama es de 1944. La guerra mundial se ha emparejado. Los Aliados han invadido Normandía y con valentía avanzan hacia el sur. El objetivo es liberar París y reconquistar Francia. Desde allí buscarán asfixiar y encerrar al Reich. Hitler lo sabe y vocifera con desesperación a sus generales que París no debe perderse. 

Y aquí aparece el improbable protagonista de nuestro tercer milagro. 

Dietritz Von Choltitz es un soldado de Hitler, con todo lo que eso implica. Ha ascendido en su carrera y dentro del ejército alemán sin desobedecer jamás al Fuhrer. Su experiencia es innegable, su obediencia ciega también. Es el candidato ideal para defender París, o como quiere Hitler “destruirla hasta las cenizas”. Esa, precisamente, es la orden que Hitler le ha dado, volar cada uno de los puentes parisinos en caso de resistencia. También deben ser arrasados todos los monumentos históricos de la ciudad. El enemigo no debía recibir más que un montón de restos humeantes. 

París enfrenta por tercera vez su destrucción total. Cuando la Resistencia parisina comienza, los generales alemanes -y el propio Hitler- comprenden la situación, y saben que el Reich perderá la Ciudad de la Luz; la orden es dada de inmediato: “Quemen París inmediatamente”. Se preparan entonces toneladas de explosivos bajo los puentes y en los sótanos. París va a desaparecer pronto y todos lo saben. Cada edificio, cada iglesia, la Catedral, todo será un recuerdo en pocas horas. La escena es famosa. Hitler necesita imperiosamente saber si su orden ha sido cumplida. Su pregunta “¿Arde Paris?” es parte de la mitología universal.                            

Pero incomprensiblemente, una vez más, nace el milagro. 

Porque Von Choltitz, que jamás en su vida ha desobedecido una sola orden, ni de Hitler ni de nadie, que ha basado su carrera en la premisa de no desobedecer a ningún superior, jamás, bajo ningún motivo, esta vez rehúsa. No se decide. Dilata la decisión, se enreda en conversaciones inútiles. Sus tropas instalan los explosivos. Esperan simplemente su orden.

Al atardecer de cada día, Von Choltitz contempla los techos de Paris desde su habitación del Hotel de la Rue Rivoli y, tal vez hipnotizado o fascinado por los fantasmas de esa ciudad infinita, no decide nada. 

Los días pasan. Todos están esperando su palabra. Pero esa palabra, extrañamente, nunca llegará. Ningún historiador puede explicarse el motivo. Von Choltitz no quiere destruir la ciudad que le han obligado a odiar, pero a la que quizás ame. Y no lo hará nunca.

 El tercer milagro ha sucedido.  Paris se ha salvado por tercera vez. Tras este, la ciudad (y simbólicamente, Francia) será liberada por los aliados el 25 de Agosto de 1944, Nadie sabe lo cerca que ha estado otra vez de su destrucción total. Millones de parisinos salen a la calle en una marea infinita de personas. Von Choltitz es capturado, insultado y maltratado. Nadie sabe que es el hacedor de otro milagro, el tercero de los increíbles tres milagros de Francia.

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