Categorías como clase y género convergen en esta breve pero intensa novela
Una fiesta, dos hermanas aparentemente opuestas. Dos ejes que marcan una narración breve y vertiginosa emplazada en un Brístol de posguerra, en el que la juventud quiere dejar atrás las privaciones bélicas para dar paso al disfrute y a la celebración de la vida.
La premisa de La fiesta, de Tessa Hadley, es sencilla y, sin embargo, funciona de forma magistral. Y es que la autora no necesita más que un escenario familiar inestable y la pulsión juvenil por vivir para ir introduciendo gradualmente una serie de elementos que van confiriendo a la narración un trasfondo mucho más profundo.
El libro, editado por Sexto Piso, gira en torno a la dinámica sororal entre Evelyn y Moira. La primera, la pequeña, una introvertida estudiante de Filología francesa, que imparte clases de catequesis en una iglesia anglicana bajo la escrutadora mirada de su padre y proyecta al mundo una fachada de joven tímida y puritana. La mayor, sin embargo, es una estudiante de Moda sociable y popular, obsesionada con obtener la atención de los hombres con los que coquetea, sobre los que desprende un aura misteriosa e irresistible.
Dos protagonistas a priori opuestas. No obstante, a lo largo de la trama, el lector descubre que la primera impresión que se formó sobre las hermanas quizás sea errónea. Detrás de su beata máscara de mojigata, Evelyn esconde una pulsión por desear y sentirse deseada. Y aunque Moira parezca una mujer segura de sí misma en su sexualidad y su relación con el mundo masculino, pronto deja entrever que esa aparente confianza puede desmoronarse al más mínimo contratiempo.
Y es en esas contradicciones donde las hermanas encuentran intrincados hilos que las unen, pero también un campo de batalla en el que descargan frustraciones la una sobre la otra. La mayor no quiere que la pequeña alcance la madurez sexual para poder seguir reafirmando su atractivo sobre ella, mientras que Evelyn ansía dejar de ser la sombra de Moira. Son las grietas en su relación las que van precipitando el resto de la acción.
Asimismo, ambas cargan sobre sus respectivos hombros el peso de la presencia materna, que actúa como recordatorio de lo que podría depararles el futuro.
Luego la sentaron en el tocador de nogal de su dormitorio; “una vieja espantosa”, dijo Rose mirando sin piedad su reflejo, pero moviendo la cabeza con coquetería por pura costumbre. En realidad no era vieja: tenía cuarenta y tres años, pero a sus hijas eso les parecía mucho y su belleza juvenil se agolpaba en el espejo junto a la imagen de Rose; fingieron no verlo, aunque dirigiesen miradas furtivas.
Las dos hermanas resienten a su madre por marchitarse ante la indiferencia de su marido. En una lógica perversa, achacan el abandono paterno de la relación marital bien al descuido de su aspecto físico o bien a su desasosiego por saberse engañada. Ambas ven en su madre un arquetipo negativo, exactamente lo opuesto a lo que deben aspirar.
En este sentido, el padre actúa como una presencia asfixiante, que condiciona las acciones del resto de habitantes de la casa. Sin embargo, sobre todo en el caso de Evelyn, también anhela complacerlo. Muchas de sus decisiones van orientadas a lograr alcanzar una aprobación paterna que nunca parece llegar; ella misma es consciente de que su padre opina que es una “histriónica”.
Todo este ambiente opresivo en el que se desenvuelven las mujeres de la historia se ve impregnado también por la cuestión de clase. La familia pertenece a esa presunta clase media que comenzó a florecer tras la guerra, embaucada por una fantasía aspiracional que se condensa en la educación universitaria de las hijas, en especial la pequeña, que permanece completamente ajena a la realidad de los eslabones más bajos de la sociedad: “Evelyn nunca había visto prostitutas, pero había leído sobre ellas en las novelas”. Y, sin embargo, su origen es humilde, por mucho que traten de esconderlo perdiendo sus acentos del norte de Inglaterra cuando se trasladan al sur del país.
El abuelo materno de Moira y Evelyn había trabajado en las minas de carbón, y sin embargo su padre pretendía entrar en la masonería.
Un abismo social imposible de salvar cuando conocen a dos hombres en una fiesta, que embaucan a las muchachas con promesas de lujo y oportunidades laborales.
Un broche de oro que roza lo absurdo
Hadley emplea con maestría este escenario en el que convergen cuestiones como la clase o el género para plantear una reflexión mucho más profunda sobre el lugar en el mundo de dos mujeres jóvenes, aparentemente opuestas. Al final de la historia, ambas han corrido la misma suerte, humilladas y despojadas de su dignidad por un hombre adinerado y mayor que ellas, si bien por motivos diferentes. Sin pretender destripar el final de la acción, el acto final es un descenso vertiginoso hacia las consecuencias de las decisiones propias.
No es de extrañar que la autora sitúe la historia en los momentos inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en una ciudad que conserva los boquetes de las bombas alemanas y entre una juventud que sigue perdiendo a sus compañeros en las guerras de independencia que se sucedieron en las colonias una vez terminó el conflicto entre las grandes potencias. Una generación que creció entre los horrores de la guerra e inmediatamente después buscó dejarlos atrás.
Al más puro estilo de los existencialistas franceses, Evelyn reflexiona sobre la fatalidad de la muerte y busca su lugar en el mundo, impregnada de un constante extrañamiento hacia sí misma. Cansada de dejarse moldear por las expectativas de la sociedad que la rodea, decide construirse a sí misma y forjar una identidad basada en sus decisiones.
Pero también era una revelación del placer sexual, salvaje y real, por la que debía pasar para convertirse en una adulta sofisticada.
Y, aunque la joven no encuentra más que fracaso absoluto, no reniega de ello, sino que lo acepta con entereza y hasta resignación. Es ahí donde la narración cobra sentido y Hadley consigue que el lector se sienta satisfecho con un desenlace patético para las protagonistas.
Todo el futuro de las hermanas empezó a desplegarse a partir de esa mañana. Estaban llenas de dudas, se sentían sucias y defectuosas y eran conscientes de que llevaban la ropa desaliñada de la noche anterior; pero justo entonces parecían tal y como aspiraban a parecer.

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