Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento clínico, se me ocurre que todo esto hubiera sido un gran argumento para las discusiones con mi mamá
Xóchitl Tavera-Cervantes
Desde el momento en el que nacemos comenzamos a morir. Esa frase no es mía y tampoco sé dónde la vi o a quién se la escuché. Googleo para estar segura de citar una fuente confiable y encuentro dos que técnicamente lo son: a José Luis Sampedro −escritor español que estoy segura de jamás haber leído− se le atribuye como una de sus máximas. Los sitios que encuentro sobre él son de paga, así que no puedo asegurar si lo dijo en alguna obra o solo era adepto de los aforismos. La segunda alternativa es el versículo 3:1-2 del libro de Eclesiastés que dice “todo tiene un tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer y tiempo de morir.” La espiritualidad de esta última referencia me deja un poco en las mismas y tengo que regresar al punto de partida.
Nada tenemos seguro salvo la muerte. Esa sentencia sí sé de dónde la saqué, aunque tampoco creo que sea de autoría original. La escuché un sinfín de veces de boca de mi mamá, quien la usaba como su carta más fuerte para probar un punto, el cual normalmente era asegurarme que mi capacidad para pensar en los peores escenarios de cualquier situación era producto de imaginaciones mías incapaces de materializarse, es decir, nada que una buena dosis de pensamiento positivo no pudiera cambiar. Si lo único cierto es que vamos a morir, entonces todo lo demás se resuelve con las herramientas de la superación personal.
Refino mi búsqueda en Internet: ¿cuándo empezamos a morir? Gente en foros abiertos desde hace siete años o más e igual de perturbada que yo ofrece sus versiones de la misma idea: “El momento en que respiras por primera vez, ese es el momento en el que el reloj de tu vida comienza su implacable viaje hacia el final.” Tenemos un usuario poeta. Otra internauta se remite a las palabras de su profesora de enfermería: “El ciento por ciento (¡El 100%!) de las personas que nacen, mueren.” Gracias a este post queda cubierta la información estadística que necesita toda investigación seria. El resto de los participantes comparte más o menos la misma respuesta en su voz más lírica o de galenos amateur, pero las variaciones son mínimas.
Los resultados van bien, pero mi intención es otra. Cuando digo que la muerte está anunciada desde el inicio de la vida, lo que pienso en realidad es en la génesis de las enfermedades. El cuerpo que habitamos camina directo al paredón que le prepara el malestar desde que nos atraviesa el primer llanto. Aún y cuando hayamos acuñado el eufemismo de la muerte natural, esta naturalidad proviene al final de cuentas de una falla orgánica. La edad, los genes, el clima, la comida −potencialmente asesina para un alérgico ignorante− y otros menesteres, pueden ser el origen de los síntomas de un espectro amplio que inicia en el resfriado común y acaba en un padecimiento terminal. En su ensayo Estar enfermo, Virginia Woolf lo dice mucho mejor que yo: “este monstruo, el cuerpo, este milagro, su dolor, pronto nos harán abrazar el misticismo, o elevarnos, en un rápido batir de alas, hasta los éxtasis de lo trascendental.”
Aunque Virginia encuentra esta relación de causa y efecto entre la enfermedad y la muerte, un poco más adelante asegura que mientras nos mantenemos sanos, sostenemos un pacto de ficción sobre la compasión humana que solo se rompe cuando caemos en cama y por fin dejamos de fingir que vivimos en comunidad. Para ella, las enfermedades son una experiencia individual imposible de transmutar y todo rastro de colectividad desaparece cuando no podemos contemplar nada más que el techo de nuestra habitación (imagino que mientras estamos moqueando, ardiendo en fiebre o contorsionándonos por un retortijón).
A pesar de que coincido con que cada quien experimenta sus achaques de manera única, a mí me sigue pareciendo que las enfermedades son una más de las pruebas que no solo nos congregan como humanidad, sino que reafirman nuestro lugar como seres vivos, es decir, que nos unen mucho más de lo que nos dividen. De cierta manera esto suena como una reinterpretación comunal y extraña de en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe, pero como diría Kurt Vonnegut: “es lo que hay”.
Mi penúltimo intento por perfeccionar la pesquisa online me lleva a la Real Academia Europea de Doctores. Su definición simplificada del proceso de morir indica “falta de fabricación dentro de las células del combustible necesario para cualquier función (contracción muscular, digestión, función hepática…)” ¿Es esta ausencia de recursos para mantener un cuerpo en pie un sinónimo de estar enfermo? Mi nulo criterio médico piensa que sí. La máquina biológica que se va desgastando no puede tener otro fin que la obsolescencia. Aquello que funciona solo en parte acaba forzando tanto lo que todavía se conserva en buen estado, que al final termina por descomponerse de forma irreparable.
El principio de la navaja de Ockham −la solución más simple es la más probable− me obliga a cerrar mi persecución obsesiva con la pregunta más sencilla: ¿qué es enfermarse? Esta vez la otra Real Academia, la de la lengua, me arroja una serie de verbos sin mayor explicación: indisponerse, infectarse, contagiarse, desmejorar, debilitarse, descomponerse, contraer, adolecer, padecer, encalostrarse. La confiable Wikipedia describe la enfermedad como la pérdida de la salud causada por una “desviación del estado fisiológico en una o varias partes del cuerpo” y el glosario del anuario de morbilidad de la secretaría de salud del gobierno mexicano dice que: “es una alteración del estado de salud normal asociado con la caracterización secuencial de síntomas y signos ocasionados por un agente etiológico específico.” Pero los síntomas son paradójicos: de la misma forma en la que alertan que existe la vida y que hay un error que necesita corregirse para continuar existiendo con normalidad, también son un recordatorio de que todo lo que tiene un inicio, conlleva su final. Nunca sabremos cómo padece otra persona, ni entenderemos plenamente ningún otro umbral del dolor, pero la gran revelación es que hasta en eso la muerte y la enfermedad se mimetizan: todos las compartimos y ninguno sabremos nunca a ciencia cierta cómo las vive el resto.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento clínico, se me ocurre que todo esto hubiera sido un gran argumento para usar en las discusiones con mi mamá. Resulta que no solo tenemos asegurada la muerte, sino que tampoco podemos escaparnos de la enfermedad. Más tarde o más temprano dejamos de ser, como decía Virginia, soldados del ejército de los erguidos para convertirnos en desertores, de esos que se ven obligados a exiliarse entre los pliegues de su cama.

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