Caza de brujas: cuando disparar es más fácil que quedar herido

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Todos somos culpables. La culpa viene a ser algo así como una de esas muchas capas de la piel que nos dan forma y que, queramos o no, han estado con nosotros desde siempre: desde el pecado original, que más allá de lo que crea cada uno es innegable que forjó los cimientos de la sociedad a base de ideas como la expiación o la penitencia; hasta las grandes convocatorias por un futuro mejor en las que siempre se espera de uno que participe, que señale, con su dedo acusador, quiénes son víctimas de quién.

De nuevo, aparece la religión (siempre oportuna en cuanto a abordajes de la culpa) para traernos otro de sus conceptos: el de los mártires. Porque aquel que sufre, no puede hacer sufrir, y es su propio sufrimiento aquel que otorga, en buena parte, toda su integridad: el mártir es mártir en cuanto sigue siendo víctima, solo así mantiene prístina su voluntad. Solo así se salva de no ser verdugo. ¿O no es así?

El primer culpable de Caza de brujas (After the Hunt) es, indudablemente, Luca Guadagnino. El director italiano, coronado en los últimos años por éxitos como Call Me by Your Name o Rivales, firma con alevosía la que probablemente sea una de las películas más polémicas del año. El realizador presentó en Venecia presentó su nueva película en el Festival de Venecia prestándose a ser defenestrado, algo que no tardó en suceder.

Contra todos, con todos en contra

Caza de brujas aborda la historia de una profesora universitaria, Alma Imhoff (Julia Roberts), que cuenta los días (y las horas, y hasta los segundos) para lograr su plaza como catedrática de la tan elitista como prestigiosa Universidad de Yale. Sin embargo, en esa cuenta atrás para tan esperado ungimiento tanto profesional como personal, un suceso inesperado y, para que exculparla, indeseado lo rompe todo: Maggie (Ayo Edebiri), una alumna que goza de su favoritismo, acude a ella para denunciar que otro profesor (Andrew Garfield), el mejor amigo de Alma, abusó de ella la noche anterior.

Con esta premisa, la película se desata como un abanico de inquietantes tensiones entre los distintos personajes que invitan (y condenan al espectador) a emitir juicios morales: a decidir a quién creer, por ejemplo, o a calibrar la puntual o estructural hipocresía de cada uno de los personajes en las relaciones de amistad, de trabajo, de enseñanza, de matrimonio, de adulterio. Esa tensión se percibe en cada una de las conversaciones, en los espacios cerrados en los que se maneja buena parte de la cinta, siempre encajados en el plano para arrinconar a los personajes, cuando no parte del panóptico en el que todos se miran y juzgan entre sí.

Entrelazándose en cada unos niveles, uno se encuentra con que la película traza un retrato (más efectista que esmerado) de la actualidad y algunos de sus temas más sensibles: la transformación de los prejuicios y las conductas tras el Me Too, la cultura de la cancelación, las brechas intergeneracionales o la podredumbre disfrazada de intelecto en las universidades, supuestas aldeas galas de la meritocracia frente al desmoronamiento del sueño del ascenso social y donde (oh, sorpresa), de nuevo, no importa tanto lo que hagas, sino lo bien que encajes en las estructuras de poder, a poder ser, pagando por ello.

Total, que la película de Guadagnino viene a ser como encender unas cuantas cerillas en mitad de un polvorín, a ver qué sale. Lo bueno es que, pese a las polémicas y posibles explosiones (que a nadie se le escapan), y de hacer un ejercicio de estilo disfrazado de suspense, a veces incluso de melodrama (“parezco un cliché”, se lamentará uno de los personajes, que rematará reconociendo: “soy un cliché”), la película arde también con fuerza propia, lo que es quizá más importante.

Una culpa shakespeariana

Hay en Caza de brujas una interesante exploración de la culpa, tanto en su historia como en sus imágenes. El hecho de que el título en español refuerce la sensación de persecución presente no debería desviarnos de la denominación original, que hace referencia a lo que viene después. Y es que, para el director, que en su película parece separar (como dice uno de sus personajes) “lo justo de lo correcto”, parece que la responsabilidad pública y privada de los actos llega por separado. Es en este último ámbito, y en eso reside buena parte de su mérito, donde anida la culpabilidad de todos y cada uno de los personajes, la cual no les exime, en ningún caso, de su condición de posibles víctimas.

El ejemplo más evidente es el del propio Hank, el profesor acusado de haber abusado de Maggie. Desde la primera escena, se nos muestra a un docente endiosado, al que le gusta oírse mientras, con tono paternal y teatralizada mezcla de humo y alcohol, deposita como si nado su mano sobre la pierna de la estudiante. Dura apenas unos segundos: suficientes para enfocar en primer plano a Julia Roberts (que siente ¿rechazo? ¿envidia?) y seguir con los diálogos llenos de discusiones filosóficas tan pretenciosas (acierto del guion) como entrecortadas (acierto del montaje) para que nadie las entienda, aunque todos en la fiesta hagan ver que sí.

Da igual que Guadagnino juegue después al lo hizo o no lo hizo. En realidad, el cómo importa más que el qué. Desde un principio, hemos visto esa mano, y computamos como hechos probados que el profesor acompañó a la estudiante a su casa, entró en ella y le propuso tomar, por fin a solas, una última copa. ¿De verdad es necesario algo más para que sea culpable, aunque la estudiante haya exagerado o incluso inventado lo que ocurrió después? Solo el propio sistema al que están anclados todos los personajes permite esa zona gris en la que todos hacen ver que no existen ni la autoridad de unos ni la vulnerabilidad de otros. Desde ese mismo anclaje, Alma duda a quién creer… como si eso cambiara algo.

Como decía, sin embargo, todos son culpables. Y todos, al mismo tiempo, buscan borrar esa huella que, en cuanto se descubre imborrable, tratan de verter sobre los demás. “¿Quién osará creer lo contrario tras oír nuestros lamentos y clamores por su muerte?”, preguntaba Lady Macbeth. “Falso rostro esconda nuestro falso pecho”, respondía su marido.

Incluyo la cita a propósito Shakespeare, a quien debemos atribuir junto al catolicismo buena parte de nuestra idea de lo que es y no la culpa. De su obra, pocos textos han estudiado tan a fondo la culpa en toda su crudeza y complejidad como la tragedia de Macbeth, en la que encontramos algunas pistas de cómo Guadagnino traza esos esbozos de la culpa en sus personajes. Y para ello, al director italiano le basta con un, o mejor dicho dos, elementos: las manos.

MACBETH: ¿Qué manos son estas? ¡Ah, me arrancan los ojos! ¿Me lavará esta sangre de la mano todo el océano de Neptuno? No, antes esta mano arrebolará el mar innumerable, volviendo rojas las aguas

LADY MACBETH: Mis manos ya tienen tu color, pero me avergonzaría llevar un corazón tan pálido.

La película de Guadagnino está llena de manos. Manos en primer plano, tan importantes como esos rostros, también abismales ocupando toda la pantalla, que nos muestra el director italiano en varias conversaciones. Al igual que los rostros, de hecho, las manos convencen, incriminan, dudan, tiemblan y hieren. Son el arma del delito, el lugar en el que se registran nuestras faltas, donde anida el peso de la moral evidenciado en la ligereza con la que otros, los inocentes, las mueven en el aire con ligereza al son de la música.

En el teatro shakespeariano, el cómo movían las manos los actores era un reflejo de las pasiones en el alma de sus personajes. Un método que también puede aplicarse en la lectura de varias de las imágenes más íntimas de Caza de brujas. A Guadagnino, ya lo sabemos, no le gustan los personajes fáciles de entender. Muchas veces, sus problemas nacen de su incapacidad (más que falta de voluntad) de decir abiertamente lo que piensen y sienten. Por eso, las manos emergen como una interesante y bellísima ilustración de lo que piensan cada uno de ellos.

Más clara resulta la somatización de la culpa en la enfermedad de Alma. La dolencia que la ha mantenido apartada del mundo universitario es tan desconocida como el oscuro secreto de su pasado que, tan oportunamente, guarda en un sobre pegado en el cajón donde guarda el papel higiénico. Torpezas del guion aparte, lo que es indudable es que Alma se pudre por dentro. Sufre por ello con puntuales espasmos que aparecen, como esos sobresaltos de la banda sonora, cuando menos se lo espera. Y, por si fuera poco, tampoco dice nada… porque reconocer su dolor, en el fondo, no es sino abrir las puertas a reconocer su propia culpa. Mejor dar una libra de carne.

¿Cuánto importa la verdad?

Con todo, Caza de brujas sorprende con un doble giro final. El dilema interno de la protagonista acaba desvelándose como una inversión del externo: Alma se siente tan culpable (muy probablemente por haber nacido antes de la caza, algo que debería tenerse en cuenta si uno calibrar el mensaje de Luca Guadagnino respecto a ciertos temas) que es incapaz de ver su propia inocencia. En una de las mejores escenas de las película, el director resuelve esta cuestión otorgando a ese Otro capaz de condenarnos, también, el poder de querernos. En ese sentido, ¿cuánto importa la verdad? No poco, eso seguro, lo que no quita que sea imposible integrarla en su totalidad. Y eso forma parte de nuestras vidas.

Una vez desenmascarado el dilema interno, el externo queda evidenciado como un artificio tan evidente como la jerga filosófica de Yale. Culpa y perdón alcanzan dimensiones distintas cuando se trata de nosotros mismos o de los demás, sean amigos o enemigos. Por eso, el director se permite una coda final donde nos recuerda precisamente eso, que todo es artificio, y que pase lo que pase en el mundo de fuera, más allá de la ventana, quedará para siempre la sensación de que todos somos culpables, y que a pesar de eso, de cada uno depende perdonarse.

Así concluye Caza de brujas. Más allá de la provocación (un mecanismo inigualable a la hora de animar al espectador a participar activamente en la construcción de un mensaje), la película no se centra en las verdades que pueda o no transmitir sobre los asuntos de nuestro tiempo. A decir verdad, de tan sucias que tiene las manos, Guadagnino acaba por lavárselas, y acaba por aprovecharse de todos esos marrones (lo cual, quizá, sea lo más moralmente reprochable de su trabajo) para dirigir su historia sobre la expiación de los demonios personales hacia elementos mucho más esenciales y, por inherentemente humanos, menos discutibles (la hipocresía, la ambición, la cobardía, la envidia).

El resultado, una película en la que, con buenas interpretaciones y una preciosa puesta en escena se sostiene de sobras una a veces débil intriga, cuyo gran potencial es el espacio que da a las múltiples lectoras. Gustará más o menos. A muchos, incluso, les indignará, pero es razonable pensar que Caza de brujas logre que cada espectador se pase más de dos horas reflexionando sobre lo que ve. Algo que, quizás, debería producirse más a menudo, y no solo con películas que, como esta, son carnaza para el gatillo fácil.

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