Una Batalla tras otra: revolución y lucha de clases en la distopía de EEUU

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Álvaro Soler Martínez (@sociologia_inquieta)

La manera de hacer cine es clave, dirán algunos, para poder crear una buena película, para llegar a lo interesante del arte, que es la subversión. Consecuentemente, para hacer una obra cinematográfica que capte la esencia de su tiempo, que nos tire a la cara lo que sesudos análisis ensayísticos sobre la sociedad capitalista intentan explicar en cientos de páginas, pero condensado en tan solo un par de horas; para conseguir eso, tienes que ser un buen director de cine. Tienes que controlar el medio comunicativo y cultural a través del cual intentas expresarte. Y la verdad, hay pocos directores actuales, al menos en su generación, con el talento de Paul Thomas Anderson, quien, como buen director de cine, nos ha regalado una gran película que aún podéis ver en las salas.

Por tanto, en este artículo vamos a hablar de Una batalla tras otra , basada libremente en la novela Vineland, de Thomas Pynchon. Esta historia nos transporta al seno de una organización “terrorista” —reitero lo de las comillas en la palabra terrorista para que no se nos pase desapercibido que, sin duda, y Anderson no deja interpretación aquí, son los buenos de la película—. El 75 francés, así se hacen llamar, es un grupo de revolucionarios anarcomarxistas, inspirados claramente en los Black Panther, que luchan de manera violenta contra el mastodóntico imperio estadounidense.

La primera escena es clara: una incursión en el paso fronterizo entre México y Estados Unidos para liberar a todos los migrantes que el supremacista Estado norteamericano tiene hacinados en jaulas. Una alusión directa a las imágenes que ya vimos en el primer mandato de Donald Trump, y que ya ocurrían con Obama y siguieron pasando con Biden. ¿Qué nos muestra esto? Que, aunque Anderson utiliza el disfraz de una distopía satírica para contarnos su historia, en realidad está hablando pura y llanamente de los Estados Unidos reales.

Avancemos un poco más en la trama —os prometo no desmenuzarla demasiado para que podáis verla en el cine con tranquilidad (confiad en mí si creéis que es buena idea)—. Los inicios de la historia se enredan entre un frenesí de amor, deseo y revolución. Qué tres cosas tan carismáticas. La líder del 75 francés, Perfidia Beverly Hills, tiene un romance apasionado con el artillero Ghetto Pat y, fruto de ese romance, nace una niña.

Por diversas vicisitudes ligadas a sus actividades políticas, acaban separándose y el 75 francés es vencido, al menos en parte. Perfidia se exilia, y Ghetto Pat cambia de identidad y huye con su hija. Quince años después, las peores caras del Estado profundo americano se les echan encima —oh sí, sorpresa— el Estado Profundo está gobernado por supremacistas blancos. ¿Qué esperar de, literalmente, un país fundado por esclavistas? Aquí entra en escena nuestra nueva protagonista, Willa Ferguson, que no es otra que la hija de Ghetto Pat; que ahora vive bajo una identidad falsa como Bob Ferguson en la ciudad ficticia de Baktan Cross.

Willa tiene aparentemente una vida normal. Vive con su padre, al que cree un paranoico por todas las historias del pasado que arrastra y por su insistencia en vivir con extrema precaución, por si el Estado burgués estadounidense decide acabar lo que empezó y liquidar al 75 francés sin dejar ni una semilla del movimiento.

Una Batalla tras otra nos cuenta una historia sobre la crisis de nuestra clase social

Como os dije al inicio del artículo, para ser un buen cronista tienes que ser un buen contador de historias. En el cine eso es complicado: no basta con saber escribir bien, o ser excelente en la dirección de actores, o en la producción, o en la fotografía; no. Tienes que ser bueno en todo eso y, además, tener una visión detrás que lo acompañe, o mejor dicho, tener talento, inteligencia y convicciones políticas. Anderson lo demuestra, y por eso, a través de Una batalla tras otra, lo que nos está contando es la historia de la lucha de clases: cómo su país, el Estado norteamericano, los grandes empresarios que controlan la política, la policía, el personal militar fronterizo, el propio supremacismo… todo ello se conjuga en una palabra: capitalismo. Además, todo ello desemboca en un proceso muy concreto: una violencia sistémica frente a la clase trabajadora, sobre todo racializada.

Lo descrito es la lucha de clases, y aunque ahora vivamos en ese realismo capitalista donde creemos que nadie ha luchado antes con uñas y dientes, que el capitalismo es el mal menor y que quemar un contenedor mientras nos niegan el acceso a la vivienda, a la sanidad o masacran a nuestros congéneres proletarios en Gaza, Sudán, el Congo o cualquier frontera occidental es ser un terrorista violento; mientras la lobotomización del aparato productivo cultural nos convierte en tontos útiles y autoverdugos de nuestra clase; mientras eso ocurre, el pasado nos cuenta otra historia (y Anderson también).

En Estados Unidos, durante las décadas de 1960 y 1970, hubo movimientos que lucharon por la emancipación, desde los Panteras Negras hasta la cara proletaria de la contracultura. En Latinoamérica, a lo largo de los años 60, 70 e incluso 80, los ejércitos populares y guerrillas marxistas se alzaban contra un gigante armado y supremacista, enfrentándose a dictaduras apoyadas por Washington y a la maquinaria de la Guerra Fría. Muchos, la mayoría —podríamos decir que todos—, al fin y al cabo, han sido derrotados, o han quedado heridos mortalmente sobre esa lucha. Pero lucharon.

Sin embargo, pese a la derrota el testigo puede ser recogido. De nosotros depende cómo hacerlo; de nosotras depende no tener miedo a hacer lo que es necesario para liberarnos. La película de Anderson es violenta, y sin tapujos lo diré: deja claro que, aunque es un camino sin salvación, también es inevitable no caminar por él para llegar a un lugar que aún no nos pertenece. Porque la paz y el pacifismo son ambiciones de un mundo que aún no hemos conseguido conquistar.

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