Yo era un chico

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Asistimos al relato de una confrontación que, al mismo tiempo, se convierte en una cartografía del testimonio. Fer Rivas (Barcelona, 1994) despliega su intimidad más profunda a través del dolor de una ausencia, en una carta dirigida al padre. En ella, los constructos sobre la masculinidad y las condiciones materiales del entorno actúan como ejes vertebradores de la narración. Se trata de una historia de construcciones y destrucciones, en donde el problema del capital y el diagnóstico de un deseo primitivo se entremezclan con la espera silenciosa de lo inevitable. 

Pienso en la obra como un archivo del testimonio. Desciendo a las imágenes de una familia: hijos de migrantes gallegos, asentados en la Zona Franca de Barcelona, subordinados al trabajo, al miedo por perder el trabajo. No trabajar era lo equivalente a morir en una superestructura donde el esfuerzo extremo era para el cuerpo masculino una autolegitimación de su virilidad. La autora se dirige así al padre, desde el otro lado del acontecimiento (la memoria), a través de un diagnóstico de lo que fue: «Moriste mientras trabajabas y no fue casualidad: la casualidad hubiera sido que murieras haciendo otra cosa». 

Escribir la intimidad es, en esencia, hablar de lo propio. Pero, ¿qué es lo propio sino los vínculos? ¿Qué es lo propio sino las imposiciones? ¿Qué es lo propio sino lo colectivo que nos precede? La familia, las exigencias de género, los mandatos heredados: todo ello configura el contexto en el que el yo autobiográfico se inscribe. Así, todo relato que habla de uno, de forma inevitable habla de todos. La memoria, entonces, es un relato colectivo que se fragmenta, que difiere, que se contradice, que omite y transforma. Una narración que, aun cuando se proyecta sobre toda la familia, aparece de manera distinta en cada cuerpo. «Lo que yo pensaba, lo que yo creía de ti, lo que yo había vivido en casa, no aparecía en ninguno de los relatos que hablaban de ti». 

Al igual que el trabajo –quiero decir en el sentido de una necropolítica: tú sí, tú no– las exigencias de género operan de forma que, lo que, por un lado representa una construcción, (esto es el padre) por otro, provoca una destrucción (esto es: el hijo, la hija). “Me arde la boca cada vez que pronuncio la palabra hombre”, escribe Rivas a través de un fluir de conciencia que pone en común productividad y virilidad. 

Dicha conciencia, si bien no confluye por la superficie, existe y coexiste – junto al miedo y otras formas– por abajo, subterráneamente, como indicio de un misterio, huellas, rastros, impresiones, de repente, un extrañamiento relacionado con el deseo. El deseo es siempre un punto de no retorno. «El primer deseo; un juego de experimentación subrepticia, inocente». ¿Cuándo empezamos a sentir la gravedad de una fuerza? ¿Cuándo las niñas y los niños aprendieron a autorregularse? ¿Desde qué instante infantil –repito, infantil– les niñes asumieron un saber relacionado con la contención? «Me dabas mucho miedo (…) pues yo tenía un secreto que destruía todo lo que tú eras». 

Deshacer la norma, deshacer la heterosexualidad, deshacer la homosexualidad en un sentido de desprenderse de las exigencias. ¿Cómo ser gay? Hay un residuo de la hegemonía que todo lo ensucia, lo dificulta, alambres, alambres, más alambres. «No soportaba la idea de no encajar de nuevo. De ninguna manera podía fracasar como gay. Ya había sido rechazado como hombre heterosexual, no podía permitirme ser rechazado también como homosexual». 

Mi pensamiento se inclina sobre el interrogatorio hacia las vidas queer. El exterior. El interior del interior. ¿Qué prevalece en el interior? ¿Autonomía? Sí, pero también una costra relacionada con el fracaso. No es una pérdida absoluta, tal vez, un ritual, un sacrificio. Pienso en que quizás – y espero que se me entienda – el precio de la autonomía sea encarnar la imagen de aquello que otros identifican como fracaso. Significado que ellos mismos atribuyen.

La condición vital-material afecta a la forma de ser en las cosas y ser en el mundo, y las conversaciones atraviesan las infancias. ¿Cómo narrar la violencia cuando, por sus raíces tan profundas, su estructural esqueleto, se vuelve inadvertida, casi como un atributo más de la cotidianeidad? En una conversación de familia, en un comentario insignificante, en una broma sin importancia y, sin embargo, la violencia, como un estrépito de gente en hora punta, como los ruidos del tráfico, como las noches de insomnio. Y al otro lado del estruendo, la ciudad y las personas, con una tranquilidad que solo se ve interrumpida en las más perspicaces, mientras tú, permaneces en el silencio de quien abandona lo de fuera en favor de todo aquello que aún se le atraviesa por dentro. 

No quisiera transmitir la impresión de que estamos ante un libro en donde la violencia —en términos foucaltianos: una violencia ligada a la cotidianeidad— lo impregna todo. En efecto, esa violencia está presente porque existe el duelo, la confrontación y el peso de las palabras, sobre todo cuando quienes las pronuncian son precisamente aquellos más cercanos. Pero el libro no se agota en esa violencia: también muestra los espacios donde la herida convive con la ternura. ¿Cómo se habita conjuntamente el duelo? ¿Cómo vivir lo cotidiano —comer, trabajar, descansar — cuando el peso de la espera distorsiona la percepción del tiempo, acentuando las terribles posibilidades de su densidad?

Una respuesta a “Yo era un chico”

  1. Avatar de Martina María Castro Correa
    Martina María Castro Correa

    tan listo!

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