El libro de Anne Dufourmantelle se convierte en una forma de comprender y preparar el arriesgado suceso del amor
En los últimos años, ha ido cobrando fuerza y popularidad el concepto de filofobia. Es el miedo a comprometerse dentro de una relación romántica. Y no se debe, en contra de lo que algunos podrían imaginar, a los requerimientos de la fidelidad o el coste de oportunidad de escoger a una única pareja, sino que, demasiado a menudo, se trata de un miedo anticipatorio por vivencias traumáticas del pasado. Pareciera que la precaución es una manera de protegernos del desamor, que algo sí que hemos aprendido, aunque se nos esté yendo de las manos. Ya lo decía el roquero argentino Charly García en una entrevista: «Soy romántico, no boludo».
Debe ser que estamos tan magullados en la carrera que lleva al amor que ya sabemos perfectamente cuándo encoger los brazos sobre el cuerpo al olernos un golpe inminente. Para muchos, la experiencia amorosa no ha sido nada más que una interminable lista de dolores, un recorrido agónico lleno de peligros y angustias. Es entonces cuando cobra más sentido la advertencia de Anne Dufourmantelle (1964-2017) en su libro En caso de amor, recientemente editado por Lumen. ¿Qué hacer en caso de amor?, nos preguntamos y la psicoanalista francesa nos responde: «Guardar el arma en el cinto y estar en guardia».
El paraíso perdido
Escribió Rafael Alberti en Sobre los ángeles: «Paraíso perdido, perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre». Aunque uno de los fundamentos del psicoanálisis sea revisitar el pasado para reparar ese dolor que ha quedado enquistado hasta el presente, el que vive permanentemente con la vista hacia atrás y repasando la lista de agravios corre el riesgo de caer en las garras de la melancolía. Ya decía, el también psicoanalista, Gabriel Rolón que «la muerte comienza el día que empieza a buscarse la felicidad en el pasado».
Sigamos sumando contrincantes a esta pelea de gallos intelectuales. Søren Kierkegaard decía: «Porque me vuelvo hacia el pasado, veo el futuro». Sin interés en discutir con el afamado filósofo danés, habría que recordarle los peligros que esconde esa travesía semejante al descenso de Dante a los infiernos. Debe ser un vistazo rápido, la cantidad de tiempo necesaria para reparar un pinchazo en carretera y seguir pedaleando porque, si uno anhela el paraíso perdido -ese lugar que sólo existe en la imaginación- o, aun peor, utiliza las vivencias del pasado para pasar de puntillas por el presente, lo que, en realidad, está haciendo es mirar la vida pasar. Como canta Fangoria:
«Curtida en mil batallas contra la pereza
Borrar del mapa todo amor
Porque, en mi vida, todo acaba como empieza. […]
Mientras tanto, miro la vida pasar
Y no sabes cuánto cuesta aceptar que no volverás. […]
Pasado el tiempo sigo igual
A veces, pienso que he perdido la cabeza
Y, algunos días sin razón
Ya ni me late el corazón
En esta cárcel de rencor»

De la textura de los fantasmas
Escribió el poeta Benjamín Prado que «las cicatrices son golpes que no se olvidan». El dolor tiene la capacidad, no necesariamente de enseñarnos nada, sino de eternizar su efecto en nuestra memoria, parece ser bastante más duradero que la felicidad o el amor. No por casualidad Lord Byron decía que «el recuerdo de un momento feliz es un poco doloroso y el recuerdo de un momento doloroso duele para siempre».
En la jerga de los psicoanalistas, o al menos en la de aquellos que firman libros superventas, se suele utilizar la imagen de los fantasmas. Sobre todo, porque, en los casos de amor, la herida suele ser el abandono y, aunque nos falte el objeto amado, su imagen, su olor, la idea que nos hacemos de este no desaparecen por completo. Dice Dufourmantelle que «estamos hechos de la textura de los fantasmas, de ellos está hecho nuestro linaje y los otros, los encuentros de paso, los sueños, las posibilidades, los encuentros fallidos, las esperanzas». Reconocemos huellas de lo extraviado por todas partes.
Coincide con ella su correligionario Rolón, que considera que uno es también todo aquello que ha perdido y «toda persona lleva el olor de sus muertos». Pero entremos por un momento en tecnicismos. Para estos psicoanalistas, hay diferencias clave entre los conceptos de miedo, angustia y trauma. La angustia es un estado de expectativa, es una sensación de agitación ante la posibilidad de que ocurra algo malo. Significa recibir una llamada de alerta y, aunque no conocemos lo que ha sucedido, nos vamos preparando -angustiando- para que lo peor se haga realidad. En cambio, el miedo «responde a la presencia de un objeto especifico». Siempre hay algo en concreto que lo despierta: un bicho, un payaso… La angustia anticipa, el miedo hace que esquivemos. Pero hay un actor más en esta ecuación, el cómplice de todo trauma: el terror.
El abandono es impensable
Lo explica Gabriel Rolón en su libro El duelo: «El terror requiere del factor sorpresa. Es una reacción que aparece cuando la persona está distraída, ocupada en otra cosa, y por eso mismo desprotegida». Sin la protección anticipatoria de la angustia ni la capacidad elusiva del miedo, la persona se enfrenta al terror sin herramientas. De esa manera, el terror te supera y, como un tremendo cortocircuito, arrasa con la psiquis en un abrir y cerrar de ojos. Esa quemadura que deja el terror, ese lugar en la geografía de nuestra alma que no puede siquiera nombrarse es el trauma.
El trauma acosa al individuo «hasta quedar devastado interiormente al punto que el acontecimiento se introduce en el centro de su vida y lo carcome interiormente», como dice Dufourmantelle. ¿Cuál es el trauma del amor, el terror de todo enamorado? Un amante caído en combate puede recuperarse y tener miedo. Miedo de que la futura pareja sea desconsiderada, poco detallista, descortés con sus amigos, puede preocuparse por esas pequeñas cosas. Pero el único terror del amante, el parpadeo del trauma entre las costillas es el abandono. Precisamente porque «el abandono es literalmente impensable».
Las intermitencias, las idas y vueltas, las rupturas estacionales dan exactamente igual: no preparan para el terror del abandono. Lo saben las viudas, los huérfanos y los supervivientes del suicido: la muerte -la desaparición del otro, ya sea real o subjetiva- es un suceso absolutamente antinatural para la psiquis. No se puede concebir que sus arrumacos mañaneros, su cálido abrazo de manos anudadas bajo las escapulas, sus mullidos labios no estén más. Así lo entiende Anne Dufourmantelle:
«Es en esa separación a carne viva, en nosotros mismos, en esta línea de falla bruscamente abierta como lo fue para cada uno de nosotros en el nacimiento, que nos precipita en el sentimiento que ‘todo está terminado’, que la vida misma se acaba con este abandono».

El revólver cargado, pero la guardia baja
Hay una única solución, una alternativa para que la frase de Kierkegaard tenga sentido: la significación. Si se encuentra una explicación, apenas una palabra que acote el trauma y repare la superficie quemada, entonces cabrá un halito de esperanza. De lo contrario, el trauma seguirá enquistado y supurante, condenado a la repetición, a la perpetua concatenación de horrores y relaciones de amor lastimosas. Lo advierte Dufourmantelle:
«Se debería observar más a los minerales, los guijarros, la lava petrificada, los fósiles, la roca – ellos nos dicen lo que somos. Es en esta mineralidad que nos atrincheramos cuando el amor nos es retirado».
En eso se basa En caso de amor según Sara Torres: «Anne Dufourmantelle invita al consuelo a través de la acción y la palabra». Es un conjunto de ideas y experiencias que ayudan a entender y preparar el arriesgado suceso del amor. Es posible -afirma la psicoanalista- «pasar del horror al lenguaje, del estupor de la infancia a la escucha de lo que en nosotros nos habla de otra cosa, de lo desconocido, claro, pero puede no ser hostil». Y, así, la imagen inicial se vuelve mucho más pertinente. Ese revólver que encarna el conocimiento previo, el compendio de fallidas experiencias amorosas puede descansar tranquilamente en el cinto, pero debemos desprendernos de la sospecha, del automático resorte que lleva el dedo al gatillo. De lo contrario, amar es categóricamente imposible, porque la angustiosa sospecha se traduce en repetición, en profecía autocumplida. En caso de amor, el revólver cargado, pero la guardia baja.
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