La hoguera pública o la fuerza del Mito

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La hoguera pública arde eternamente. El fuego purifica la materia imperfecta y la moldea dentro de los límites exactos de la forma. Lo sobrante es consumido por las llamas y quedan los contornos precisos de una realidad comprensible: la Verdad. “Las ficciones son necesarias para trascender las confusiones” dirá Richard Nixon, el entonces vicepresidente de Estados Unidos y narrador de esta historia. 

A mí nada de política de gorgueras, guantes de seda y esas mojigaterías. Como el Tío Sam me dijo una vez: La política es el único juego que se juega con sangre de verdad.

Corre el año 1953. Dos hijos de judíos, Jules y Ethel Rosenberg, se enfrentan a un proceso en donde se les acusa de espionaje y de filtrar secretos nucleares que han permitido a la URSS desarrollar la bomba atómica. Al final de dicho proceso les aguarda la silla eléctrica. El mundo entero contempla el desarrollo del proceso con horror y expectación. Las miradas perspicaces ven que no se trata de una cuestión de Justicia, sino de un asunto de Estado. No se debate la culpabilidad de los Rosenberg, sino la hegemonía entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El Tío Sam, ese ideal del mito americano, un superhéroe que se reencarna en cada presidente estadounidense (entonces Eisenhower), se enfrenta al Fantasma, la representación del Mal del Comunismo que asola a todo el planeta. El Tío Sam quiere que los Rosenberg sean electrocutados pues no puede permitirse flaquezas ante los ojos del mundo. El Fantasma se ha hecho con el secreto atómico y otorgarle el mérito a sus desarrolladores es impensable: no han podido descubrirlo por su cuenta. Es evidente que hay un traidor, una red de espionaje de la que los Rosenberg son las cabezas visibles, y han de pagar por ello. El mundo tiene que saber que el Tío Sam no negocia con traidores. Habrá un proceso, sí, se respetarán sus derechos, América no es una tierra de salvajes, aquí hay leyes que otorgan garantías que hay que respetar, “no podemos como los comunistas fusilarlos y punto”. El hermano de Ethel fue quien les denunció. Más tarde se supo que fue una denuncia falsa producida por quién sabe qué coacciones. El presidente del FBI estaba seguro. Primero hubo un delito, después unos culpables, y por último se buscaron pruebas para condenarlos. El FBI trabaja así, se sabe. Son capaces de fabricar un caso de espionaje con aire. Nuestro narrador, Richard Nixon, recibe el encargo del Tío Sam de supervisar que sus designios se cumplen. De este modo, Nixon estudiará tenazmente el caso, tratando de comprender la a veces impenetrable voluntad de su superhéroe mientras lucha por estar a la altura y así lograr ser el elegido para su próxima reencarnación. 

Sí, estaba desencajado, pero curiosamente también me sentía como si estuviera cerca del centro de las cosas. Después de todo, esto ha sido para algo, pensé. Me sentía más cerca del Tío Sam que nunca. —Bueno, probablemente, después de que la cosa acabe, regresaré algún día, como Cristo… — Suspiró melancólicamente, dio una calada a su pipa, expulsó un penacho de humo con forma de pájaro, un águila—. Pero no sería lo mismo… —Le añadió alas y el pájaro se fue aleteando hacia el sol: la luz me cegaba pero, hasta donde pude ver, simplemente desapareció. Cuando volví a mirar al Tío Sam, él me contemplaba de un modo muy extraño, los ojos azules le resplandecían como si estuvieran iluminados por detrás—. A veces —dijo en voz baja—, a veces casi deseo morir…

Mediante este mecanismo mágico y cómico, Robert Coover nos conduce por entre los engranajes de la política americana en los oscuros años del macartismo. En una mezcla fantástica de realidad y ficción, consigue crear una comedia de proporciones geniales, que es a la vez una feroz parodia del mito americano y de Richard Nixon, quien precisamente en el momento de su escritura había logrado ser presidente, lo que condujo a que la novela tuviese que esperar varios años hasta encontrar a un editor suficientemente valiente para publicarla. La hoguera pública analiza magistralmente los mecanismo a través de los que el Poder construye sus mitos para gobernar la realidad. El mito, narrativamente, consiste en una historia que busca otorgar a la realidad un significado y un sentido, pero políticamente constituye una forma de organizar una realidad social de forma que se logre la unidad y se reduzcan los conflictos. El mito es un equilibrio, un consenso para hacer comprensible una realidad compleja que de otro modo sería infinitamente diversa para los innumerables espectadores. El mito es la versión oficial, y en Estados Unidos el escepticismo natural ante las versiones oficiales cristaliza en una tendencia paranoide y conspiranoica de la que tanto eco se ha hecho la literatura posmoderna americana (pienso en Pynchon, DeLillo y el propio Coover).

“El destino innegociable del pueblo americano es establecer un nuevo orden en los asuntos humanos, confirmar el destino de la raza humana, y apretar ese interruptor y derramar una nueva y resplandeciente gloria sobre la humanidad. Las esperanzas de los hombres nos piden que digamos lo que haremos: ¿quién estará a la altura de esa gran confianza?” 

El mito americano se construye a partir de la idea mormónica de “construir un nuevo orden”, expresión pronunciada en un discurso por el Presidente Bush y que se hace eco del discurso de Goebbel sobre la misión de la Alemania nazi, y dicha idea se basa a  su vez en la definición circular de los términos “humanidad” y “pueblo estadounidense”. De tal modo que aquellos que no creen en el mito se ven excluidos de esas categorías y se ven apartados del sistema, como los Rosenberg. El mito exige fe y sacrificio. Y el mito se construye con la fuerza poética, precisamente porque entre todo un batiburrillo de información es la fuerza poética la que depura el discurso para conservar lo esencial.

“Los datos en bruto son paralizantes, una pesadilla, hay demasiados y la mente del hombre se ve rápidamente engullida por ellos. La poesía es el arte de subordinar los hechos a la imaginación, de darles forma y visibilidad… la objetividad es una ilusión imposible, : «pretensión fantástica»… y como ideal tal vez incluso inmoral, que sólo a través de la lente francamente sesgada y distorsionadora del arte es remotamente posible cualquier comprensión real de los hechos, por no hablar de la Verdad Última.” 

Nixon, a lo largo del libro, reflexiona sobre el poder del lenguaje para moldear la realidad de tal modo que el mito se convierta en una versión hegemónica de la historia, que predomina y excluye el resto, imponiéndose finalmente como la única cara verdadera: 

“¿Qué era un hecho, qué era una intención, qué era un marco, qué era la esencia? Es extraño el impacto de la Historia, la fuerza que ejerce sobre nosotros, pero no son más que palabras. Acumulaciones accidentales en su mayor parte, dejando fuera la mayor parte de la historia… ¿Y si rompiéramos todas las reglas, jugáramos con las pruebas, manipuláramos el propio lenguaje, hiciéramos de la Historia un aliado partidista? Por supuesto, el Fantasma ya estaba en esto, ¿no?” 

El fuego alumbra y purifica, su luz ilumina una parcela de la realidad, pero arroja sombras más profundas sobre aquellas oscuridades que no alcanza. Toda ideología es reducción, puesto que supone un intento de totalizar en un sistema lo infinito. Toda ideología es una hoguera pública donde arden los elementos discordantes, donde el fuego lame los límites del molde para purgar las impurezas. La ideología son llamas que bailan, fáciles y magnéticas, su seducción hechiza la mirada que no puede apartarse de tan bella destrucción. En la era de la información, ardemos en todos los fuegos, infinitas hogueras nos cautivan, luchan por sobreponerse unas a otras, por elevarse en un ritual orgiástico que nos dispersa. Somos como la ceniza que queda y que el viento dócilmente arrastra. Se ha perdido la fuerza del Mito, no hay ya un mito supremo, sino muchos mitos que van surgiendo y luchan por su cuota de poder. Queda al menos el anhelo de que entre las infinitas hogueras podamos encontrar a compañeros con quienes sentarnos a comer. 

«Y conforme la hora fatal de la medianoche, cuando todas las cosas malignas adquieren poder, los hijos del Tío Sam, deslizándose inquietos en sus camas, se ven acosados por visiones de pesadilla de tanques soviéticos en Berlín, cuerpos de hermanos muertos desperdigados por los fríos páramos de Corea, pornografía en aumento y socialismo rastrero, negros y amarillo fantomizados sublevándose en África y Asia en cantidades que ni siquiera Lothrop Stoddard habría previsto, y de los Rosenberg, ahora monstruos crecidos y con aspecto de pulpos, como Irving Saypol los describió evadiéndose de sus celdas, derribando los muros de Sing Sing con sus tentáculos y descendiendo sobre la ciudad como La Bestia de tiempos remotos. Tumban edificios, aplastan automóviles bajo sus cuerpos, se tragan policías enteros, se enredan en una montaña rusa de Coney Island. Las balas no los detienen. […] « ¡Las armas con la que la burguesía derribó el feudalismo se han vuelto ahora contra la propia burguesía!». El pueblo se arrebuja en sus sábanas, tiritando pese al caluroso clima de junio, enfriado por las carcajadas reverberantes del Fantasma, consternado por la perspectiva de una noche interminable. ¿Cómo ha sucedido esto? ¿Adónde han ido a parar los buenos tiempos? ¿Qué pasó con nuestra cita con el Destino?»

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