En el aire, entre esas cosas que suceden entre la mañana y las cuatro de la tarde, las chicas Rohmer aparecen en mi pantalla fumando a escondidas, regando en camisón las hortensias del jardín o pelando frutas de temporada.
Hay una suavidad en cada una de estas actividades que es inseparable de su manera de estar en el mundo y es que, las chicas Rohmer responden a algo temprano y se encuentran siempre al borde: a los pies de la cama, en la orilla, apoyadas sobre el alféizar de la ventana…
Las observo ahora como hipnotizada y me doy cuenta de que además de moverse envueltas en esta suavidad única, se encuentran muy alejadas de mí. Aún así, esta distancia no es suficiente, (o al menos no es la misma distancia que me separa de otras actrices). Me refiero a que ellas no son típicas y a la vez pueden parecer comunes, que resultan llamativas pero que también podrían pasar desapercibidas. En cualquier caso, si de algo estoy segura, es de que su naturaleza es inalcanzable.
Todas las chicas Rohmer son extrañas por esta razón.

Al caminar por los jardines, por las playas o por las calles más estrechas de los pueblos del sur de Francia, da la impresión de que no esperan que algo interesante ocurra. Aunque, desde esa delicadeza inalterada, estoy convencida de que se esfuerzan en formar parte de algún evento que les cambie la vida, (lo sé porque nunca están tan tranquilas como aparentan y porque oscilan en todo momento entre la urgencia y la indecisión).
Se ha hablado mucho de las chicas Almodóvar en relación a la fuerza y la complejidad femenina pero, ¿qué pasa con las chicas Rohmer? Ellas también atraviesan crisis y han podido estar al borde de un ataque de nervios pero la diferencia es que, como espectadores, jamás nos daríamos cuenta. Por eso, me interesa hasta la obsesión esa forma en la que juegan con lo que se insinúa, huyendo siempre de lo que resulta demasiado evidente y tratando de no ser nunca comprendidas del todo.

En cuanto al amor, las chicas Rohmer se resisten al cierre y a la explicación definitiva, y si se enamoran, lo hacen como si viviesen unas vacaciones que están a punto de llegar a su fin. Lo habitual como espectador es atender a una intimidad improvisada y torpe envuelta en conversaciones banales, dilemas afectivos y contradicciones morales. Así, según la estación, irán apareciendo por la vida de las chicas Rohmer semiólogos atormentados, amigos de la infancia, ingenieros católicos y hombres recién casados que dudan, como lo hacen ellas, entre marcharse o esperar a que al menos, acabe el verano.
Y, llenas de luces, de silencios y de deseos sinceros e incómodos, se dejan intuir a partir de gestos y miradas que los personajes masculinos rara vez consiguen descifrar. Entonces, ellas se muerden las uñas impacientes o se alejan hasta que las busquen de nuevo, y es en esos momentos cuando siento una leve tristeza porque a largo plazo podría ser correspondido pero falta complicidad o conversación y todo se queda ahí, sin resolver…
A esto me he ido acostumbrando poco a poco, porque es algo que suele ocurrir en las películas de Rohmer. Lo que no se define, no se nombra o no se termina de entender, acaba dando sentido a las relaciones y vínculos principales, (lo cual me lleva a la conclusión de que, tanto en su cine como en el amor, la espera parece ser el único tiempo posible).

Sutiles, contradictorias y elegantes sin esfuerzo, las chicas Rohmer desaparecen de mi pantalla para dar paso a los créditos finales. Y sé que hay muchas cosas que no han dicho, muchas cosas que podrían haber ocurrido o que podrían haber hecho, y todo lo siento como un secreto entre nosotras o un juego que debería haber entendido.
Lo que pasa es que yo iba para chica Rohmer… pero hablo demasiado.

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