El escritor narra los pormenores de su viaje a Mongolia junto al papa Francisco en El loco de Dios en el fin del mundo
Cuando, en 1971, Henry Kissinger visitó China para allanar el camino de cara a la histórica reunión entre Nixon y Mao Tse Tung, le preguntó al primer ministro Chu En-lai qué opinaba sobre la Revolución Francesa de 1789. El Premier chino, cerca de dos siglos después de dicho evento, le contestó que era demasiado pronto para tener una opinión formada. Los ritmos de China son bastante lentos, los del Vaticano francamente también. Y, desde luego, los de este artículo, escrito casi medio año después de la publicación del libro, tras la muerte del papa Francisco, un cónclave y la elección de León XIV, son evidentemente algo tardíos. Pero, si el gobierno chino puede permitirse el lujo de tardar 200 años en sacar conclusiones, seis meses parecen poco para juzgar el nuevo libro de Javier Cercas.
Mientras el escritor español se encontraba en el Salón del libro de Turín, recibió una oportunidad insólita. El Vaticano -esa institución que el propio Cercas imaginaba como un conjunto de «clérigos blasfemos que, en antiguas catacumbas iluminadas por antorchas, se entregan a misas negras, ritos satánicos y orgías con valquirias nazis»- le invitaba a acompañar al papa Francisco en su próximo viaje a Mongolia para que escribiese un libro diciendo lo que quisiera.
La pregunta de un tipo peligroso
Además, la Santa Sede se comprometía a facilitarle entrevistas con quien él deseara hablar. Javier Cercas -ateo, anticlerical, laicista militante e impío riguroso- contestó a dicha propuesta con un primer impulso de perplejidad: «Pero, oiga, ¿no saben ustedes que yo soy un tipo peligroso?». Cercas, más allá de la sorpresa, comprendió que ningún escritor en su sano juicio rechazaría la oportunidad de ser el primero en tener abiertas de par en par las puertas del Vaticano.
El papa Francisco habló de todo en sus casi tres lustros como pontífice: de ecología, de guerra, de justicia social, de colonialismo… En resumen, el bonachón y austero vicario de Cristo en la Tierra habló fundamentalmente de política, abriendo -más a menudo de lo que desearía- los informativos de todo el mundo. Pero Cercas se dio cuenta de que el papa Bergoglio no hablaba -o los medios no se interesaban en reproducirlo- sobre religión, su única competencia, la fuente de su poder.
Consciente de esto, no pudo más que pensar en su anciana madre, firme católica acosada por la viscosa crueldad del alzhéimer. El único objetivo del escritor fue entonces preguntarle al loco de Dios si su madre y su padre se reunirían cuando ella muriese; interrogarle sobre la base del cristianismo, sobre la resurrección de la carne y la vida eterna: la única promesa que sostiene a la Iglesia desde hace dos milenios. Esa era la pregunta del loco sin Dios, y este libro es, fundamentalmente, una novela policiaca en la que un loco persigue al otro hasta el fin del mundo para conocer la respuesta y llevársela a su madre. Así nació El loco de Dios en el fin del mundo, publicada por Random House.
Un libro escandaloso
Para Cercas, si finalmente escribía el libro, estaba obligado a hacerlo «tan extravagante como fuera posible, una mezcla de crónica y ensayo y biografía y autobiografía, un experimento friki, un cajón de sastre, a ser posible un banquete con muchos platos, una locura solidaria con la demencia del Loco de Dios». Además, debía ser un libro escandaloso porque «un libro sobre el papa que no sea escandaloso no es un libro sobre el papa».
Una de las primeras preguntas que surgen, sin haber apenas abierto el libro, es: ¿por qué loco? ¿Por qué consideraba Javier Cercas que el papa Francisco era un lunático? «Ponerse un nombre no es sólo ponerse un nombre: es mandar un mensaje. Bergoglio eligió el nombre de Francisco, el loco de Dios. El Papa Bergoglio es el loco de Dios», dice el escritor.
San Francisco de Asís era apodado «il folle di Dio«: el loco de Dios, efectivamente. El fundador de los franciscanos dedicó su vida a los más necesitados, renunció a su rica hacienda familiar para lanzarse a la ayuda de los pobres y a vivir radicalmente el evangelio. Ese mensaje quería mandar Bergoglio: el de una Iglesia centrada en los desplazados, en los ignorados, en los más humildes; una Iglesia fiel al evangelio, una Iglesia de locos de Dios.
«Soy un gran pecador»
Que el papa Francisco estaba loco -o, en términos más respetuosos, era bastante extravagante- es un hecho ampliamente demostrado. De hecho, Javier Cercas repara en su primera excentricidad, quizás la más sutil y determinante. Antes incluso de saludar a los fieles desde el balcón de San Pedro, el aún cardenal Jorge Mario Bergoglio fue interrogado, al haber alcanzado los votos necesarios, si aceptaba el cargo de sumo pontífice. En latín -como se hacen estas cosas-, el futuro papa contestó bajo los frescos de la Capilla Sixtina: «Acepto, aunque soy un gran pecador».
De haber podido, Cercas le habría corregido: «Acepto, porque soy un gran pecador», debería haber dicho. Se trata de una brillante ironía porque, como descubrió el miembro de la Real Academia, Cioran estaba equivocado y la religión no es «una cruzada contra el sentido del humor». Resulta objetivamente gracioso que sea un despiadado ateo anticlerical el que se de cuenta de que, precisamente por sus faltas, Bergoglio debía ser papa.
«Dios es el nombre que le damos a nuestra debilidad»
Para el autor de Soldados de Salamina, «Dios es el nombre que le damos a nuestra debilidad, y solo un hombre débil, un pecador inveterado como Pedro, podía convertirse en su representante legítimo en la Tierra». ¿Quién fue el primer papa? No fue Juan, el único que acompañó a Jesús hasta la cruz. No, fue Pedro, el cobarde que le negó tres veces en una sola noche. Claro: debía ser él. Para Bergoglio, como para el propio Jesucristo, no hay nadie tan cercano a Dios como el peor de los pecadores.
Por eso, porque el trono de San Pedro debe ocuparlo un hombre imperfecto, un pecador, el papa Francisco pedía a los fieles, al final de todos sus discursos, que rezaran por él. El primer pontífice argentino -pero modesto- se dio cuenta de que el papa debe ser un pastor que vaya delante, en el centro y detrás de su rebaño, que «huela a oveja», como le gustaba decir. Ahí reside una de las locuras de Francisco.

Los locos de Dios
Quizás, con tanta fiebre apostólica, este artículo esté cayendo en los vicios de los que su mujer advertía a Javier Cercas. «No vaya a ser que vuelvas convertido en un soldado de Francisco», le dijo. El escritor debía tener cuidado, no fuera a ser que, precisamente por intelectual ateo, con su entusiasmo se convirtiera en una herramienta propagandística de la Curia, que cayese en la trampa y blanquease a la Iglesia Católica. Sin embargo, para Cercas: «Comprender no es justificar: es darse los instrumentos para no cometer los mismos errores».
«A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», suele decirse. Y parece que Cercas suscribe este refrán, porque, en su opinión, «la Iglesia Católica consiste en esa amalgama inextricable de maldades y bondades, de crímenes y santidad». La cultura occidental no puede desembarazarse de su historia junto a la Santa Sede y, añade, «ignorarla no es un lujo sino un error».
Javier Cercas pudo debatir y entrevistar a personajes influyentes en el Vaticano: al director de su editorial, Lorenzo Fazzini; al prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe -la antigua Inquisición-, Víctor Manuel «Tucho» Fernández; al director de la revista La Civiltà Cattolica, el padre Spadaro… Habló con cardenales, también con vaticanistas como Antonio Pelayo, de Antena 3, o Cristina Cabrejas, de la Agencia EFE. Teólogos, poetas, periodistas especializados, altos mandatarios, etcétera. Pero los personajes que más llamaron la atención de Cercas y en los que pudo reconocer la locura de Dios y la solución a los problemas de la iglesia fueron los misioneros.
Giovanni Leoncinni, un sacerdote italiano, fundó en Andhra Pradesh (India) la primera universidad para los dalit, también llamados parias, los más pobres entre los pobres. Sor Marcella Catozza es una franciscana que lleva veinte años cuidando a los huérfanos de Haití cuando la opinión pública ya se ha olvidado de sus miserias. El cardenal Dieudonné Nzapalainga recorrió la República Centroafricana con los líderes mahometano y protestante para pedir la paz; los musulmanes lo amenazaron de muerte y este se negó a aceptar esa coacción; la guerra civil cambió de tercio y el teólogo auxilió al líder musulmán y a su familia cuando fueron los cristianos los que amenazaban con matarlo. Estas son algunas de las historias de los locos de Dios que, con bondad y alejados del proselitismo, maravillaron a Cercas.
En el viaje a Mongolia, el escritor español tuvo la oportunidad de conocer a los pocos locos que se atreven a ayudar en un país con apenas mil quinientos católicos, un idioma indescifrable y temperaturas de cuarenta grados bajo cero en invierno. Entre ellos, está el padre Ernesto Viscardi, un misionero que lleva más de dos décadas dedicándose a auxiliar a los más desfavorecidos del país centroasiático. Para Cercas, estos lunáticos tienen un superpoder: la fe, esa especie de intuición poética imposible de explicar en el lenguaje común y corriente.

La solución a todos los problemas de la Iglesia
A modo de broma, Javier Cercas proclamaba, al volver a Roma tras el viaje a Mongolia, tener la solución a todos los problemas de la Iglesia Católica: «Todos misioneros y solucionado». Bien podría estar de acuerdo con esta afirmación el propio papa Francisco, que, desde el inicio de su pontificado, llamó a «una Iglesia misionera», centrada en las periferias y que saque a Jesús a las calles. De nuevo, una Iglesia en la que sus pastores «huelan a oveja», que estén cerca del rebaño. Entre otras razones, por eso Francisco nunca visitó España, el gran país católico, como tampoco lo hizo con Francia, Alemania o el Reino Unido: porque a él le interesaban las «iglesias periféricas», los límites desde los que puede verse todo mucho más claro.
Tal y como advierte Cercas, a Bergoglio la admiración por los misioneros -actualmente muy alejados de la idea del conquistador extremeño que convertía a base de látigo y fuego- le venía desde que era joven. Él mismo quiso serlo, pero una operación en la que le extirparon parte de un pulmón frustró su sueño. En su opinión: «Para Bergoglio, el predicador ideal es quien se convierte en un ejemplo en carne y hueso de lo que predicaría si predicase. Lo que piensa Bergoglio es, visto así, lo mismo que pensaba el Anticristo de Nietzsche: que la revolución del cristianismo consiste en el ejemplo revolucionario de Cristo».
El chantaje celestial
Dos escritores tuvieron la culpa -o el mérito- de alejar a Javier Cercas del catolicismo: uno fue Miguel de Unamuno con su San Manuel Bueno, mártir y el otro Nietzsche. Para este último, la moral cristiana es propia de los débiles, de los esclavos. Se trata de una ética hipócrita que se basa en comportarse bien so pretexto de un premio o un castigo (Cielo o Infierno). En su lógica, el ateo actúa bien por el bien en sí mismo y, en cambio, el creyente lo hace por una especie de chantaje celestial.
Eso mismo opinaba Cercas, pero se dio cuenta de que existen casos que escapan a esta lógica. Si oponemos el famoso versículo de San Mateo («Bienaventurados los de limpio corazón, porque verán a Dios») con uno de los Fragmentos de un evangelio apócrifo de Jorge Luis Borges («Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios»), encontraremos la diferencia. Se trata de una cuestión de tiempos verbales, de ausencia de promesas. Según el escritor:
«Si amas a Dios porque sí y obras en consecuencia (con olvido de la retribución conjetural que recibas por hacerlo), si eres un loco de Dios de semejante calibre, entonces estoy dispuesto a admitir que la ética cristiana no es inferior a la atea (incluso que puede ser superior). Pero solo en este caso».
Este espíritu de bondad y ética desinteresada se observa en Santa Teresita de Lisieux, en muchos de los místicos y, en concreto, en los versos del «Soneto a Cristo crucificado», cuyo autor se desconoce:
«No me mueve, mi Dios, para quererte,
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte».
Una doctrina subversiva
En este sentido, durante un encuentro en la Fundación Telefónica, Javier Cercas reconocía que el cristianismo radical, el que más cerca tiene los evangelios y el que practicaban Francisco y los primeros cristianos, es, en esencia, un contrapoder, una doctrina muy subversiva.
Sus mayores problemas, los que han llevado a un catolicismo cercano a la idea de persecución, incienso y garrote, son fundamentalmente dos: el constantinismo (la unión entre el poder político y la Iglesia) y el clericalismo (la concepción del religioso como superior al resto). Son dos aspectos, muy alejados del ideario de Francisco, que Cercas trata profundamente en el libro, pero lo más determinante, la mayor revolución: lo que convierte a los locos de Dios en absolutos punkis peligrosos e insurrectos es su rebelión contra la muerte.
En el Credo, los católicos proclaman creer en «la resurrección de la carne y la vida eterna». Por eso Cercas se embarca hacia Mongolia para formularle al papa la pregunta del loco sin Dios, porque de ser así quizás Nietzsche se equivocaba y el cristianismo no es una negación de la vida, sino una rebelión contra la muerte. Si bien no vamos a toparnos con un comando de furibundos cardenales arrojando cócteles molotov a furgones de policía, podría ser que el cristianismo posea «la máxima forma de insurgencia al alcance de los hombres»: una rebelión sin precedentes.
Quizás «el anciano vicario de Cristo en la Tierra» tenga la respuesta más escandalosa y trascendental posible, quizás el papa Francisco escondiera las palabras que desentrañan el mayor misterio de la historia de la Humanidad; quizás por eso el detective Javier Cercas haya tenido que perseguirle hasta el fin del mundo y esta novela sea el mejor thriller jamás escrito, el libro que guarda esa respuesta: la llave de la resurrección de la carne y la vida eterna.

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