Las acciones, personas, lugares y tiempos del pueblo se deforman bajo la lupa rural que los magnifica
Este texto es de pueblo, por eso cuidaré la forma. Porque aquí el contenido no sirve para nada. Mejor dicho: no tiene por qué servir. Qué manía con que las cosas sirvan para algo… Hoy no tengo nada que decirle a la ciudad. No tengo ensayos académicos ni explicaciones formales. Solo palabras y el secreto de lo que no importa. Escribo en mi pueblo y para el pueblo, porque lo trivial deja de serlo bajo la luna rural. En el pueblo gusta lo esencial: contar historias, soltar un refrán, coser y cantar, saltar a la pata coja, barajar y saludar, sacar la silla a la fresca, hacer memoria y, de noche, vigilar a las estrellas. Verbos que lloran flacos en la ciudad, que no producen, y que en el pueblo, campechanos, suben con fuerza la vereda. Y es que el mundo rural redefine la función de la acción, pero también de las personas, del espacio y del tiempo: acariciar, recordar, mirar, el Matagatos, la Paqui, la plaza, el bar, el verano, las verbenas… Porque lo que conforma el pueblo es, a su vez, su creador: panes que dan de comer a su propio panadero; formas de ver la vida que están constantemente bajo el secreto de lo personal, de lo puramente humano, bajo un microcosmos que solo el pueblo entiende, y con eso, basta. Por eso los objetivos de este artículo se pierden por caminos de zarzas y jaras. Por eso no me importa lo que digo, sino decir. Decir y punto.
Hasta la acción más trivial es esencial, y el narrador rural es partícipe de ello
Contar una historia no es lo mismo en una ciudad que en un pueblo. En la metrópolis se oye: «Qué cosas», «ah…», «ya, ya». «Resume, anda, que llevo prisas». Paras un taxi, te subes y adiós. Pero en el pueblo, ay, amigo, en el pueblo: «Cierra esa puerta», «baja la persiana, que no nos vean». Y en susurros: «¿Sabes lo que me dijo la del Emilio?…», y el otro: «Cuenta, cuenta». Entre olivos, relatar se vuelve el plato principal, la actividad plena, el ritual sagrado: «vamos a contar historias». Y es que los narradores de pueblo son casi mitológicos, conocedores de que lo que pasó hace diez años cerca del cementerio es digno de ser leyenda, milagro o tragedia. Por eso se reclinan en las sillas al escuchar y susurran despacio, por eso arrastran las palabras al hablar, como si las estuvieran empujando desde una época ancestral para traerlas el presente: «¿Sabéis que hoy he visto al muchacho del toro? Sí, el que sobrevivió a una cornada lo menos hace ocho años… Se conoce que… Se conoce que debe ser inmortal». Y entonces esa idea disparatada, nacida del intento de darle una explicación folclórica a la suerte de sobrevivir, perdura para siempre en ese pueblo, en su imaginario local y colectivo, en la historia contada y que todos contarán. Son narradores de cuna y de nana, de rezo y de muerte, que viven atrapados en su propio cuento conjunto.
Contar no es una herramienta urbana para decir qué se va a hacer en los próximos cinco segundos para no morir estrangulado por la hiperproductividad. Contar se aleja de su función comunicativa para acercarse a la narrativa como un entretenimiento popular. Pero, ojo, lo mismo sucede con el resto de acciones catalogadas de «improductivas»: recordar, mirar, esperar, etc. ¿Cuántas veces habéis oído esas frases urbanas, de cemento armao y rascacielos de ansiedad?: «No pierdas el tiempo recordando» o «¿Qué miras» o «¿A qué esperas?». Pues recuerdo otra vida, miro a la nada y espero al futuro. Eso hago. El problema es que en la ciudad siempre se camina hacia algún lugar: a comprar en, a quedar con, a ver no sé qué. Pero en el pueblo no se camina hacia ningún sitio, sino que se hace camino al andar. Se respeta el significado de los verbos; se vive en el instante de la acción.
El pueblo como teatro de lo grotesco: el espacio y los personajes
Y si de una historia, la Odisea, de una persona, un personaje. «¿Os acordáis de cuando, hace dos años, el Matagatos se quedó encerrado en la iglesia?» Por supuesto que sí. Además, ¿quién no recuerda a el Matagatos? Y, entonces, por un efecto colateral de la memoria compartida, también les invade el momento en el que ese hombre se cargó a dos gatos. De hecho, todos lo recuerdan porque todos se conocen. Algo imposible en la ciudad. Los habitantes del pueblo parecieran personajes de una novela que se han puesto de pie, que se nombran por sus motes y cuyas historias son solo conocidas por ellos mismos, escritas en las páginas de su Historia común, en las dimensiones que su imaginación colectiva ha querido trazar. Porque quizá no conozcan a demasiadas personas, pero la realidad es que las conocen mejor. Una noche de verano, tumbados en la hamaca, decidieron quedarse a vivir en las pequeñas tierras de la profundidad que encierra su microcosmos, porque quien mucho abarca, poco aprieta, y ahora no hay quien les haga cambiar de opinión. ¿En qué otro lugar, si no en su pueblo, en el fruncir del ceño se adivina un apellido y, en la muerte de dos gatos, el eco de un vecino?
Y esta magia tribal también se extiende a los lugares. La iglesia es una especie de cielo; la plaza, un salón muy grande; el bar, un confesionario y, si es el único del pueblo, la prensa local. ¿Qué ha pasado? Tira al bar y verás. El pueblo deforma los lugares hasta cambiar su función original, como en un esperpento: un teatro de lo grotesco. La gente entra como si fuese parte de un guion: siempre con los mismos gestos, las mismas inquietudes, los mismos ánimos y en el mismo orden, tan naturales en su descontextualización: la Paqui a las seis, enérgica y en chanclas, la primera, sube la persiana con la mano derecha; a las siete, los cazadores, en orden, del más chico al más grande, voz en grito, se les olvida que es un bar y, seguidos de El Dientes que va en pijama, levantan las escopetas para saludar. Nada raro. ¿Acaso existe la rareza cuando no son suficientes para imponer una normalidad? Son tan pocos que la Paqui sabe de memoria lo que van a beber y quiénes van a pagar. Ellos, mientras, saben cómo hacer reír a la otra, y así, hasta que aparece el cura, y, ya con Dios, entra el resto del pueblo. Al final del día, la Paqui obliga al último borracho a echar el cierre, pero con la mano derecha, eso sí, que si no, no cierra bien. No cierra bien el telón de esta obra rural que después se estira por los callejones, que, a ojos del pueblo, son pasillos llenos de sillas; por corrales, que se usan de salones de fiestas, o por el antiguo matadero, que sirve de taller o, quizá, si se ponen, de cine de verano; es cuestión de que lo conquiste el club de la silla plegable.
Tiempo medido en gallos y amapolas
Es difícil que allí donde vibran los móviles, donde cuelgan en paredes los avisos digitales y donde se superponen los eventos más rápido que los días, uno pueda llevar una cuenta del tiempo más personal. Pero en el pueblo se sabe que, cuando sale la amapola, llega abril, que el gallo canta al amanecer, y que al marchar la ciegüeña se lleva consigo, en sus lomos, las migajas del verano. «Aquí se hace así». El pueblo tiene sus propias unidades para el tiempo externo.
Del mismo modo, el tiempo interno, la percepción subjetiva de su transcurso, se te cuela por la piel al contar los pasos hacia la plaza o al saber los segundos que cuesta escribir a mano. Gracias a ese abrazo analógico, nuestras manecillas se quedan pegadas a las del reloj. Además, el tiempo me da la impresión de dar vueltas en redondo cuando habito el pueblo, porque oigo las mismas frases, los mismos dichos y veo a la misma gente, pero con más años, en lugares inmutables, en una especie de eterno retorno. Y, entre medias, la desconexión hace que no se sepa quién viene y quién va o por quién doblan las campanas, que los entierros de hoy se confundan con los funerales pasados y que se llegue incluso a dar al vivo por muerto o, mejor aún, al muerto por vivo:
—¡Que no, hombre, que no, Mari! Ese ya estiró la pata, ¿no lo recuerdas?
—¡Te juro, por lo que más quieras, que lo acabo de ver comprando el pan!
Quién sabe, quizá son esas dimensiones de pueblo, en sus acciones pausadas, sus narradores mitológicos, sus personas-personajes, sus lugares deformados y sus tiempos personales, las que consiguen magnificar, con muy poco, nuestros patios interiores y nos regalan, claro que sí, otra forma de medir la vida.
Bibliografía
- Ayuso, C. A. (1996). Consideraciones antropológicas sobre el cuento de tradición oral (a propósito de algunos cuentos de costumbres castellanos) (1ª parte). Revista de Folklore, 16a(185), 147–161. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc86499
- Cruz Sánchez, P. J. (2023). Cuando las cruces hablan. Análisis de los rastros de ritualidad popular sobre la pared desde una óptica antropológica. Autoctonía (Santiago), 7(1), 22–69. Universidad Bernardo O’Higgins, Centro de Estudios Históricos. https://doi.org/10.23854/autoc.v7i1.284

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