El retorno de la figuración española a la escena contemporánea
Álvaro Talarewitz
Decir que la figuración ha vuelto sería, tal vez, suponer que en algún momento desapareció por completo. Y aunque es cierto que las corrientes dominantes del arte contemporáneo —desde el conceptualismo hasta el arte post-internet— han tendido a relegarla al margen, lo figurativo ha mantenido siempre una presencia subterránea, persistente. Nunca llegó a desaparecer del todo: quedó como un núcleo de resistencia, una forma silenciosa de fidelidad entre ciertos artistas, coleccionistas y públicos. Una especie de refugio simbólico en medio de la aceleración estética y tecnológica.
La crítica institucional —en línea con teorías como la muerte del autor (Barthes), la disolución de la imagen (Virilio), o el giro performativo (Foster)— fue desplazando progresivamente la centralidad del arte como representación hacia el arte como concepto, acción, instalación o interfaz. En este marco, la pintura figurativa pasó a ser vista, durante décadas, como algo conservador, nostálgico o carente de radicalidad crítica. Pero quizá la radicalidad actual consista justamente en mirar de nuevo, en recuperar la figura como campo de batalla, no como tradición reaccionaria.
En el contexto postdigital —marcado por la saturación visual, el simulacro y la iconografía algorítmica— la figuración adquiere una potencia inesperada. No se trata ya de pintar como Sorolla ni de imitar a Antonio López, sino de reformular lo figurativo como una estrategia crítica, afectiva y simbólica dentro del presente.
Tiendo a pensar que desde Duchamp entramos en caída libre, y que todo el siglo XX —como le ocurre a la poesía después de Bukowski— se convirtió en algo aparentemente sencillo, pero que nadie termina de entender del todo. Y si la figuración nunca se fue, ¿qué lugar ocupa ahora, en la era del metaverso, del meme, de la imagen automática? ¿Puede aún la figura cargar con el peso del sentido?
Nos encontramos en un tiempo extraño, en el que “somos los hijos del medio de la historia. Nacimos demasiado tarde para explorar la Tierra, y demasiado pronto para explorar el espacio”1. Quizá por eso miramos de nuevo al cuerpo, al rostro, al objeto. No porque añoremos el pasado, sino porque la figura sigue siendo la forma donde más intensamente se encarna lo humano.
En la actualidad contemporánea española encontramos un fuerte núcleo de resistencia a pesar de la crítica. Autores que han defendido las tesis de la figuración a pesar y contra de todo. Apartados de las instituciones que aparentemente marcan las tendencias a veces incluso en contra de las aparentes decisiones arbitrarias del propio mercado.
Uno de los casos más significativos de esta figuración contemporánea es el de Luis Feo (Toledo, 1975), cuya obra parece moverse en un registro de nostalgia inocente que, en realidad, no tiene nada de inocente. Su universo visual conecta más con el postmodernismo literario que con la crítica pictórica postmoderna tradicional. En particular, su imaginario remite a novelas como Submundo (1997) de Don DeLillo, donde lo cotidiano, lo residual y lo popular se entrelazan para formar una arqueología emocional del presente.

En sus dibujos, el cómic, el anime, los tebeos y las imágenes de televisión infantil forman un collage afectivo y mental, un palimpsesto donde generaciones enteras proyectan recuerdos, obsesiones y signos del tiempo. Feo no se limita a reproducir personajes de la cultura de masas: construye una memoria fragmentada, una historia visual que ya no necesita un marco narrativo coherente, porque opera desde la sobreexposición de signos. Decir que sus obras “son lo que representan” sería tan ingenuo como afirmar que Ode to the Mets de The Strokes es solo una canción sobre béisbol. La clave está en lo que callan, en cómo suponen una suspensión crítica a través de la acumulación simbólica, como si toda imagen tuviera un doble fondo.
En una línea generacional cercana aparece Carlos Tárdez (Madrid, 1976), cuya obra desplaza la atención desde la cultura de masas hacia el sujeto. Su pintura figurativa explora el retrato desde un lugar incómodo, mezclando precisión técnica y gestos de violencia formal. Tárdez respeta la herencia clásica de la pintura, pero también la sabotea desde dentro: “muchas veces me interesa destruir lo que yo mismo he pintado, como si no tuviese importancia —porque realmente no la tiene”, afirma. Hay en su gesto algo ritual, casi penitencial, como si la pintura tuviera que ser herida para poder hablar desde el presente.

Ambos artistas, desde registros distintos, reactivan la figuración no como un refugio del pasado, sino como una forma actual de hablar de lo no resuelto: la memoria saturada, la identidad fragmentada, la tensión entre lo real y lo simbólico.
En el caso de Tárdez, esta relectura se afina cada vez más en una serie reciente de plantas aparentemente simples, pero construidas con un ojo escénico casi teatral: composiciones mínimas que, sin artificio, contienen una potencia narrativa latente. Es lo que yo denominaría poesía en movimiento: la expresión contenida de un gran conjunto que, milagrosamente, consigue contarse a sí mismo sin necesidad de relato explícito. El sujeto se traslada desde el objeto hacia el espectador.
Quizás el más clásico de todos sea Alejandro Botubol (Cádiz, 1979), cuya pintura se inscribe en una rebeldía silenciosa frente a la pintura histórica del siglo XVII. Heredero indirecto del costumbrismo velazqueño —previo a su “fichaje” como pintor de corte— y del renacimiento nórdico, Botubol trabaja el bodegón, la naturaleza muerta o el paisaje como si fuesen, otra vez, portales simbólicos. La naturaleza, el objeto cotidiano, el espacio suspendido: todo adquiere una carga sagrada sin necesidad de grandes gestos.
“En la percepción de Alejandro no hay jerarquías ni vacas sagradas, todo es susceptible de ser interpretado e iluminado de nuevo: una obra maestra de Friedrich, un objeto doméstico, una puesta de sol o una intuición del alma. Botubol absorbe la belleza y el misterio de las cosas con la ligereza e inocencia del que goza, comprende y comparte.”2

Decir que es un pintor clásico no implica, en absoluto, que sea anticuado. De hecho, no hay nada más contemporáneo que la rebeldía verdadera. Si los pintores del siglo XVII se rebelaban discretamente contra la academia y sus reglas, Botubol parece desvivirse por convertir lo corriente en lo extraordinario. Y si alguien duda de que la historia es un fuego que arde desde siempre, que intente llevarle la contraria a Billy Joel y su We Didn’t Start the Fire.
Adscribir la figuración a esta generación de artistas nacidos en los años 70, como si fuesen los únicos iluminados bajo el signo de Saturno, sería limitar un movimiento que venía gestándose mucho antes y que, por fortuna, continúa con fuerza en nuevas generaciones.
Uno de los casos más elocuentes es el de Javier Ruíz (Jaén, 1989), quien recoge el testigo de los grandes paradigmas figurativos y los lleva a un nivel de madurez narrativa y formal sorprendente. Sus composiciones, medidas con una precisión casi quirúrgica, despliegan una técnica pictórica que —en un giro paradójico— bien podría haber seducido al mismísimo Clement Greenberg, pese a su conocida aversión a la pintura narrativa y su defensa del “flatness” como pureza del medio. Ruíz subvierte esa planitud con una figuración de alto voltaje poético, que integra elementos performativos y escénicos propios del arte de acción o la instalación. En su proyecto presentado en ESTAMPA 2024 con la Galería Ponce+Robles, el artista orquesta una suerte de ópera visual en obertura, cuatro actos y aria final, donde sigue el trayecto vital de un solo personaje: sus dudas, quiebras, obsesiones, redenciones. Lo íntimo se eleva así a narrativa universal, como si cada cuadro contuviera un espejo secreto que nos devuelve fragmentos de nuestra propia existencia.

Vistas instalativas del proyecto presentado por la galería Ponce+Robles durante ESTAMPA 2024 “Marchitarse también significa haber vivido”, Javier Ruíz, 2024
En la obra de Ruíz no hay figura sin relato ni gesto sin dirección: es precisamente esa capacidad para conjugar técnica, escena y alma lo que lo distingue dentro de la nueva figuración.
A la zaga, Jaime Urdiales (Losar de la Vera, 1994) actualiza la figuración con una mirada marcada por la nostalgia generacional de quienes lo han tenido aparentemente todo, pero que, al mismo tiempo, sienten que no tienen nada. Nacido en una época de promesas rotas —entre pandemias, crisis, guerras y desastres naturales—, su obra captura ese malestar flotante: la fragilidad del presente y la intuición constante de que todo puede desaparecer en cualquier momento. No es tanto un “carpe diem” jubiloso como una advertencia silenciosa: hay que mirar hacia atrás porque el futuro ya no nos pertenece.

Sus narrativas pictóricas, organizadas en series cuidadosamente compuestas, combinan el ingenio formal con un mensaje sutilmente desesperanzado. Urdiales nos proyecta hacia la iconografía luminosa del neón, los carteles vintage y el imaginario del sueño americano—no como ideal vigente, sino como ruina estética y afectiva. Hay en sus pinturas una deuda con la literatura de John Fante, con esa épica del hombre común que sigue esperando su oportunidad.
Es la esperanza del desesperanzado, la última salva antes del apagón: una declaración urgente de existencia frente al vacío simbólico de su tiempo.
“Yo tenía algo que decir, y lo dije de la mejor manera que supe. Y si no valía nada, al menos fue mi voz.”3
Si las generaciones anteriores —y cierta crítica perezosa— encasillan su pintura en etiquetas mal formuladas, como ya ocurrió con los impresionistas, cuyo nombre nació del desdén de un crítico, entonces es que Urdiales está haciendo algo bien. Porque toda obra que incomoda a la nomenclatura es, de algún modo, una obra viva.
En última instancia, Inés F. Shaw (Madrid, 1999), artista de reciente aparición en la escena contemporánea, sitúa el núcleo de su práctica en la figura humana, no como mímesis anatómica, sino como campo de fricción entre lenguaje, conciencia y cuerpo. En una época donde el sujeto se hibrida con pantallas, algoritmos y ficciones performativas, Shaw renueva el antropocentrismo desde una perspectiva crítica, explorando cómo el cuerpo sigue siendo, a pesar de todo, el lugar donde la experiencia se materializa.
Su serie As consciousness is harnessed to flesh —título tomado de Susan Sontag— no solo sugiere una apropiación intertextual, sino una relectura radical de la tensión entre pensamiento y carne. La frase, resistente a la traducción directa, se abre en un espectro de matices que multiplican su densidad: la conciencia se enjaeza a la carne, se ciñe, habita, queda atrapada, se somete…
Ese desbordamiento semántico activa lo que Georges Didi-Huberman llamaría una imagen sintomática: no ilustrativa, sino reveladora de una fisura. El cuerpo, en la pintura de Shaw, no representa, sino que oculta y revela al mismo tiempo, como un palimpsesto de afecto y pensamiento.

Lo formal (la figura encorvada, el gesto suspendido) y lo conceptual (la teoría del lenguaje, el pensamiento encarnado) se cruzan en sus lienzos sin jerarquía. En lugar de sublimar la materia, Shaw la subraya: hace que la conciencia se vuelva peso, curva, contracción. En este sentido, su obra dialoga con una tradición que va desde Merleau-Ponty, que afirmaba que “el cuerpo no es un objeto entre otros, sino nuestro medio general para tener un mundo”, hasta prácticas más contemporáneas que entienden el cuerpo como archivo, superficie de inscripción o campo de traducción simbólica.
Así, lo que vuelve su obra tan poderosa no es sólo su factura, ni su sensibilidad iconográfica, sino la persistente sospecha de que en lo que se ve hay algo más: una verdad que no puede decirse, pero que se ofrece a través de la forma.
Lo que está claro es que la mística de la figuración no ha terminado. Ha vuelto —como Alf, en forma de chapa—, pero con una conciencia renovada: crítica, poética, a veces desesperada, pero siempre cargada de humanidad.
Sigue siendo el lenguaje que atraviesa los siglos porque permite lo esencial: reconocer(se) en lo visible. Y aunque las etiquetas cambien y los gestos se transformen, la figura persiste como forma inagotable de pensamiento, de historia y de deseo. El público lo intuye: lo figurativo sigue siendo —para bien o para mal— el gran estilo de la Historia del Arte.
Notas
1.- Cita atribuida a Carl Sagan
2.- Jacobo James Fitz-Stuart, texto curatorial de la exposición “Caminando en el color”, Museo ECCO, Cádiz
3.- John Fante, Pregúntale al polvo, 1939

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