‘Euphoria’ sobre las ruinas del progreso

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Álvaro Soler Martínez (@sociologia_inquieta)

La cultura es un reflejo de la materialidad en la que vivimos. El capitalismo tardío avanza en su imparable crisis, congelando una historia que deviene inevitablemente. Es por esto, precisamente, que las verdaderas creaciones culturales del segundo milenio —aquellos productos culturales que son buenos, en mi opinión— lo son porque plasman a la perfección la subjetividad del tiempo que nos ha tocado vivir. Lo que os quiero decir es que nuestra época tiene una historia, y esa es, sin duda alguna, la caída de la promesa de la Modernidad.

Aquella promesa donde el hombre blanco capitalista occidental, ese sujeto cartesiano ilustrado gobernado por la razón, nos llevaría a través del progreso técnico y tecnológico hacia la libertad del humano. Sin embargo, como Adorno y Horkheimer nos avisaron en su monumental obra La dialéctica de la Ilustración, la razón instrumental se antepuso a toda aquella ilustración humanista que perseguía liberar, en el sentido spinozista de la palabra, la potencialidad del humano.

Después de que se rompa una promesa, llega inevitablemente el diálogo con la mentira: ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué prometiste algo que no puedes cumplir? El resultado del engaño es la frustración, la impotencia y la desesperación. Más aún si en tu seno crees convencidamente que esa pérdida de esperanza es irrecuperable.

De todo eso, os prometo que sí, trata la serie de Sam Levinson Euphoria. Como buena crónica de nuestro tiempo, la historia de Rue y compañía conecta con el horizonte gramsciano actual, donde a través de claroscuros surgen los monstruos.

¿Cuándo se hizo evidente que nos íbamos a la mierda como sociedad? El inicio de esta serie nos da una fecha, al menos útil para situarnos en el punto de no retorno de la sociedad norteamericana (que acabaría siendo también el punto de no retorno para los europeos):

«Nací tres días después del 11-S. Mi madre y mi padre se pasaron dos días en el hospital meciéndome a la luz del televisor y viendo caer aquellas torres una y otra vez, hasta que la pena dio paso a la indiferencia, y entonces de repente me encontré siendo una niña de clase media en una casa de las afueras (…) No recuerdo gran cosa entre los ocho y los doce años, solo que el mundo iba deprisa y mi cerebro despacio, y que de vez en cuando, si me centraba demasiado en respirar, me moría. Hasta que acabé pasando todo el santo día intentando superar la ansiedad (…). Un día, sencillamente, aparecí sin mapa ni brújula. Igual os parece triste, ¿pero sabéis qué? Yo no inventé este sistema, y tampoco lo jodí. Y entonces llegó ese momento en el que la respiración empieza a detenerse, y cada vez que expiras expulsas todo el oxígeno que llevas dentro, y todo se para: el corazón, los pulmones y, por último, el cerebro. Y todo lo que sientes, deseas o quieres olvidar desaparece (…). Con el tiempo, solo quería eso: dos segundos en la nada».

Así empieza la historia de Euphoria, bajo la voz en off de Rue, una voz que acalla todo lo que pasa a su alrededor, que se cobija hacia adentro como un ovillo. Es esta la voz, en realidad, de una falsa esperanza que es mezquina, que supura la sangre, el sudor y el barro de los esclavos que la sostuvieron desde el primer pueblo colonizado en pro de la civilización, el progreso y el avance de Occidente.

¿Pero de qué trata más en concreto esta serie tan famosa de HBO? Porque, aunque subyace sobre esta crisis existencial y sistémica del capitalismo, en realidad de lo que trata es de un concepto que desarrolló el filósofo británico Mark Fisher llamado hedonía depresiva. Fisher advierte como en la época actual, sobre todo las generaciones Z y millennial, tienen un rasgo psicológico relacionado con el sufrimiento mental ocasionado por nuestro entorno. Ese rasgo es la adicción constante a obtener placer inmediato, todo ello supeditado a un estrés y a una tristeza crónica. La diferencia de este rasgo con la depresión estándar o clásica es que no existe la anhedonia, es decir, la falta de capacidad de sentir placer.

Por consiguiente, sí que somos capaces de sentir placer, pero no es un placer liberado, es un placer supeditado a diversos factores, todos ellos relacionados con la época histórica en la que vivimos. Entonces, Euphoria va de un grupo de adolescentes de clase media de un suburbio norteamericano que intentan paliar con la adicción a las drogas los traumas corporales, sexuales, parentales y existenciales. En definitiva, va de gente que se hace mayor, y se hace mayor en una de las sociedades más esquizofrénicas del planeta Tierra, donde, aunque la evidencia del debacle se cierna inminentemente, la pérdida de ese modelo de vida prometido, de esa modernidad, se oculta bajo toneladas de nacionalismo patriótico, consumismo, trap, techno, MDMA, ketamina y demás drogas de diseño.

Lo cierto es que viene como anillo al dedo el estreno (en poco tiempo, relativamente) de la tercera temporada de esta obra maestra. Pues cerrará un círculo prometeico dentro de un Estados Unidos en ruinas, con el fascismo gobernando, con una epidemia de fentanilo tremenda, mientras se convierte en la principal amenaza del mundo civilizado.

En tanto el sistema se autocanibaliza, combatir nuestra desafección política es fundamental para trascender. Pero, ¿trascender a dónde, os preguntaréis? Hacia el postcapitalismo, es decir, sin edulcorar y sin trampas, hacia una sociedad comunal, por tanto, comunista.

Pero no es el objeto de debate eso en el presente artículo. Os quiero volver a meter en Euphoria, en las fiestas abarrotadas de una casa norteamericana con una gran piscina en la parte trasera, rodeada de césped, mientras la gente baila apretada en el salón y nuestros protagonistas luchan con su particular hedonía depresiva. Es ahí cuando nos sentimos identificados prácticamente todos los jóvenes. Sí, la hedonía depresiva está en nosotros, pues es un síntoma directo de nuestra vida sometida al capital. Y no solo esto, es un síntoma vinculado a la falta de alternativas colectivas, a la falta de esperanza que nos traspasa respecto a la reconstrucción de esa promesa rota de la Modernidad.

Cuando hemos naturalizado la ideología, cuando se nos presenta como natural algo que es social y entonces le otorgamos la propiedad de lo inmutable, es ahí cuando la sociedad de consumo tiene al sujeto perfecto. Tiene, más bien, a una persona que es el adicto ideal; adicto a sentir placer por cualquier cosa que le permita evadirse de un futuro que nos ha sido arrebatado.

¿No es eso precisamente lo que nos cuenta Rue con precisión al inicio de su historia? Yo creo que en el fondo, sabemos que sí. Pero no todo es oscuridad. De hecho, la historia de la humanidad quizá pueda ser contada como la historia de la esperanza. Pero eso sí: esa búsqueda continua de posibilidad de avanzar siempre será colectiva. Entonces, como decía Mark Fisher, politicemos la ira, convirtamos el malestar psicológico en ira politizada, porque  el capitalismo “es como un globo ocular enfermo en el que se perciben perturbadores flashes de luz, o como en esos rayos solares barrocos, en los que los rayos de otro mundo irrumpen en el nuestro y se nos recuerda que la utopía existe y que otros sistemas, otros espacios, todavía son posibles” (Fredric Jameson, 2013).

Bibliografía:

Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (1998). Dialéctica de la Ilustración: Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta. (Obra original publicada en 1947).

Fisher, M. (2016). Realismo capitalista: ¿No hay alternativa? (P. Amat, Trad.). Buenos Aires: Caja Negra.

Fredric Jameson, Valencias de la dialéctica, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013.

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