A favor de la conversación, a favor de Fran Lebowitz
Hace unas semanas me gradué. Me compré un vestido, unos zapatos monísimos por los que estaría dispuesta a estudiar otra carrera para volver a ponérmelos, me corté el flequillo y acudí ágil a recibir mi beca cuando me nombraron. Además, desde hace unos meses, tengo una colección de fotos que acredita mi nueva condición de graduada, en distintos tamaños, con birrete y sin birrete, y, como todos, cuento con un número mucho menor de personas dispuestas a llevarse esas fotos a sus casas que fotos disponibles. Así que, ahora, con las fotos en una funda de plástico y un deseo constante de volver a ponerme esos zapatos, puedo decir que soy periodista.
No tengo muy claro por qué estudié periodismo. No recuerdo un solo momento durante mi infancia o primeros años de adolescencia en que la posibilidad de ser periodista acudiera a mí como algo aspiracional. Antes de la carrera tenía leves intuiciones -pero muy leves- sobre nombres como Truman Capote, Tom Wolfe, Nora Ephron, el ex-marido de Nora Ephron, que supongo que tiene un nombre, pero para mí será el ex-marido de Nora Ephron, Fran Lebowitz, Susan Suntag o Kapuściński. Ni tenía referentes claros ni me imaginaba recorriendo las calles al acecho de la noticia, sentada en la oficina inventándome “Los 5 mejores remedios para mantenerse en forma”, o llamando por teléfono a un desconocido para ver si quería hablar un ratito conmigo y responder a mis preguntas. Tampoco estaba -ni estoy- dispuesta a acudir en calidad de enviado especial a cubrir un conflicto armado. Ni a presentarme con regularidad en el congreso y, por consiguiente, asegurarme un caso de depresión crónica. Yo quería escribir, escribir sobre los libros que me gustaban, sobre las cosas que eran importantes para mí, y quizá, para ello, hubiera sido mejor comprarse un diario, o escribir más regularmente en Goodreads o simplemente escribirlo y listo. Tampoco hace falta transitar el mundo con un gran ansia de trascendencia, es más, es un camino que puede llevar también con facilidad a un caso de depresión crónica.
Sin embargo, estudié periodismo, me quejé muchísimo, pensé que nunca me querría dedicar a ello y que me había equivocado. Admiraba mucho a la gente que se dedicaba a esto pero yo no quería. Yo quería estar tranquila, escribir y, por supuesto, trabajar lo mínimo posible para vivir en una continua sobremesa. Y, ahora, cinco años después, pues, quiero lo mismo. Como todos. Es más, creo que las dos cosas más importantes del mundo son poder estar tranquila casi todo el rato y tener conversaciones interesantes casi todo el rato. Fran Lebowitz estaría de acuerdo:
Y me preguntarás si no mejorarían las cosas en el caso de que, pongamos, las preferencias hacia los huevos fuesen uniformes y las conversaciones fueran algo más variadas. Pues sí, las cosas irían mucho mejor, pero una solución a este problema solo sería posible haciendo entre todos un gran esfuerzo.
Ciencias Sociales, Fran Lebowitz
Os dejo algunos consejos que ella misma dio para alzarse como un maestro de la conversación, o al menos, para no ser un peñazo:
El conversador que más sobresale es alguien cuyo talento desborda sus posibilidades. Esta es una posibilidad, pero nada atractiva.
Un pensamiento original es como el pecado original: algo que ocurrió antes de que tu nacieras a personas que posiblemente no hayas conocido.
[…] La conversación cortés lo es muy pocas veces.
Desembuchar todo cuanto uno sabe es exactamente tan agradable como suena.
Ciencias Sociales, Fran Lebowitz
Fran Lebowitz es considerada, por lo general, como una escritora, es más; es considerada como una de las grandes escritoras estadounidenses en lo que respecta al retrato de la vida cotidiana, especialmente la neoyorkina. Pero, para mí, Lebowitz es, ante todo, una cronista. Una voz que da testimonio, desde la frivolidad y el cinismo, de la frivolidad y cinismo que recorren todos esos encuentros aburridos llenos de convenciones y pocas ganas reales de charlar, o, cuando las hay, pocas ganas de charlar de algo que no sea uno mismo y sus éxitos.
Yo nunca he vivido en Nueva York, ni siquiera he estado allí. El sitio en que más tiempo he vivido es Badajoz. Pero puedo afirmar que aquí también pasa. Como en casi todos sitios. Y, aunque estoy a favor de la cortesía, llegando incluso a aguantar las chapas de desconocidos en la puerta de las discotecas, creo que hay que defender fervientemente la anécdota. El don de la anécdota. Y, por tanto, la exageración. Aceptaré cualquier chapa si está bien contada. No me interesa en estas cuestiones la verdad, me interesa la ficción y la posibilidad de que la ficción del otro choque con la mía, es decir, que su forma de describir el mundo -aquello que le pasó- me haga querer seguir en el mundo, aun cuando haya dolor. La conversación es, para mí, tan importante o más como lo que sucedió. Así funciona el lenguaje, hay que usarlo y retorcerlo para rellenar los huecos de la memoria. En las palabras que usamos hay siempre algo de nosotros, algo quizá exagerado, ficcionado o deformado, pero nuestro. Por eso creo que conversar es siempre una forma de darse cuenta, de dar sentido pero, también, de hacer reír al otro. De usar las palabras concretas que sabes que funcionarán esperando que el otro en una sobremesa de julio haga lo mismo.
En conclusión, como persona acusada desde que tiene uso de razón de hablar más que un sacamuelas, algo que ya no me avergüenza en absoluto, creo que estudiar periodismo, aun sin saberlo en el momento, era una excusa para poder hablar mucho, con mucha gente, preguntar, escribirlo haciéndonos a todos más graciosos de lo que realmente somos y encima que me pagaran. No está mal, suena tranquilo y suena a sobremesa.

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