Querido mío,
me tumbo en esta cama extensa a 40º grados de temperatura en plena tarde de julio, desde donde te escribo. Siento mis huesos quebrarse, húmedos, entre las arrugas de la colcha de invierno que siempre decimos que cambiaremos, pero que se mantiene temporada tras temporada. Este calor asfixiante, este sudor frío ya lo conoces, como yo lo hago, porque ya he estado antes aquí; y tú, aquí no has estado, pero en otro lugar sí, y allí enfrentaste también el goteo del sudor por la espalda en un intento de siesta, tras comer sandía y poner una película mala.
Quería escribirte una carta. De nuevo, contarte qué tal mi hermano, mis padres y mi familia; contarte cómo se ve la sierra desde mi terraza y lo que pienso cuando veo los caminos que se dibujan en ella; pensé quizá en que querrías saber qué opino respecto a la última noticia que llegó a tus oídos. Pero, ahora que he cogido el bolígrafo y lo he apretado contra mi mano, ya no me apetece hacer eso. Quiero escribirte una carta inocua, dulce y sincera. Un relato naive, una apología de lo íntimo y lo cotidiano.
Imagínate,
un cuenco de cerezas recién lavadas en el fregadero,
un ventilador que no funciona del todo bien,
un bañador que gotea sin cesar en el baño.
No hay trampantojo ni segunda intención. La vida se repite cada año de la misma manera que lo hizo el anterior… Y es precioso. Encuentro en la costumbre una especie de brillo, una suerte de cuadro colorista que expresa nuestro modo de vida. Decía Luis Rosales que «Vivir es volver», y yo retorno siempre a estas imágenes del verano mediterráneo, cada vez de una manera distinta. Mi cuerpo cambia, mi cara, la mirada, y sin embargo, sigo viendo las marcas del bronceado por mi piel, el gazpacho en la nevera, el mantel descolorido por el sol.
Lo cotidiano se dirime en los espacios comunes en los que lo privado y lo público parecen emborronarse, fluctuar entre sí. Lo cotidiano no es protagonista en nuestra vida y sin embargo, está presente sin cesar, en el lado, en lo lateral, en el margen. Es como si mirásemos de reojo por los pasillos de nuestra casa y, al encontrar la toalla mojada en una de las puertas, comprendiéramos que todo está bien, que todo sigue su curso, que lo ordinario se mantiene y nos da paz. Mauricio Baros en su texto La seducción de lo cotidiano, señala: «(Lo cotidiano) se caracteriza por esa situación de un estar abierto, abierto a la mirada, a la fuga, es un momento en el viaje». Por ello, en el instante en el que lo costumbrista pasa a ser central, deja de caracterizarse de esta manera.
Creo que, a veces, conceptualizamos la existencia de formas grandilocuentes, enrevesadas y vacías. En estas tardes de un julio abrasador pienso que la vida, en realidad, se esconde entre las persianas y la canícula, entre los cojines de la casa del pueblo. Me reflejo, me encuentro en lo que ya conozco, y que tú, amor, conoces muy bien, porque lo íntimo, lo pequeño, también es el espacio de la seducción. Baros, continúa: «El cuerpo tiende a hacer suyo lo cotidiano, amoldándolo, y lo cotidiano por su parte tiene que envolver el cuerpo. […] Hay una cierta complicidad tremendamente seductora en el uso de los espacios cotidianos». Querido, cuando nos pienso lo hago comiendo tostadas con mantequilla y galletas en el salón, lo hago durmiendo juntos o haciendo la compra.
En la vida cotidiana nos dejamos caer, como migas de pan, derramamos parte de nuestro espíritu en cada acto;
y nos recogemos en el otro,
que devora esas migas que se han ido desprendiendo.
Erving Goffman, aludiendo a los espacios vitales del individuo, señalaba: «El ser humano no se conformó con su simple ocupación, sino que fue desplegando las condiciones necesarias para que esos espacios pudieran ser habitados de forma segura, permanente y continuada». La habitabilidad es premisa previa a la existencia de una costumbre, de algo que pueda repetirse; y por ende, también puede ser sinónimo de seguridad y equilibrio. Convertir un espacio en un hogar trae consigo la inserción en lo ordinario. Conocemos a los demás en sus rutinas. Sabemos que el verano ha llegado por su costumbre. Cariño, he pensado mucho en el mundo que habitamos y solo veo certeza en el frasco de agua fría que supura por el calor, en tus mejillas quemadas y en la promesa de cada semana de que nos veremos a la siguiente.
El otro día, unos amigos de mis padres me llevaron a su huerto y me enseñaron limoneros, naranjos y calabacines, algunas hierbas aromáticas y la flor del pepino, que es amarilla y suave. No la conocía, pero el hombre era un fanático de las plantas y sabía hasta su nombre latino: cucumis sativus. Cada mañana, se levanta y le desea buenos días a su huerto, que tiene vida dice, que habla, que respira como nosotros y que merece, entonces, el mismo cuidado. Rossana Reguillo indica que la cotidianidad «es ante todo el tejido de tiempos y espacios que organizan para los practicantes los innumerables rituales que garantizan la existencia del orden construido». Acariciar las flores, darles nombre y abrazarlas da sentido a la existencia de ese dulce señor que organiza su vida alrededor de su huerto. Él no lo dice, o al menos no así, pero entre esas raíces, su intimidad se despliega segura y tranquila, se estabiliza. Hay una frase de Wittgenstein que me encanta, amor, y la traigo aquí, porque en lo ordinario hay mucho más de nuestra esencia de lo que pensamos, «Lo indecible, está, indeciblemente, contenido en lo dicho». Nuestro ser se divide silencioso en los diferentes roles que forman nuestro modus vivendi.
Sigo tumbada aquí, en la cama, y ante un incipiente dolor en la cadera, he visto que el bañador me ha dejado las costuras impresas en la piel. Miro mi cuarto de la casa del pueblo, es el mismo en el que he pasado cada verano desde que nací… Y pienso, que por costumbre, siempre dejo mis chanclas a los pies de la cómoda, me quito el bañador mojado y me pongo uno nuevo, me visto con un vestido de playa de mi tía. Inconsciente, repito esos actos en los que lo cotidiano, como dice Maurice Blanchot «se nos escapa», justamente, porque siempre está: es, en sus palabras, «imperceptible» porque «nunca se ve la primera vez». Ansío sabernos, probarnos en lo ordinario, porque me atrae más el pleno conocimiento que la posible incertidumbre y sus huecos.
Cariño, perdona mis desvaríos y pensamientos inconexos. A veces mi mente me traiciona pensando que todo puede estar ligado o relacionado. Ahora, tengo la nuca empapada y veo ese pequeño halo amarillo por debajo de la persiana. Creo que puedo estar unida a ti de alguna forma si estás viviendo lo mismo, es como pensar que estamos mirando la misma luna o el mismo sol o el mismo cielo. Quería contarte que te he visto en cada acto sencillo de mi día, en cada imagen común del verano; en cada costumbre, he visto la posibilidad. Y no he sabido ponerle nombre, pero ha sido como si lo supiera de antes. Lo cotidiano hace habitable un lugar y eso me parece lo más bonito de todo.
Las cerezas, el sudor, el bañador mojado;
el sol, tus ojos, las manos…
[…] Tenía el gusto que la lengua tiene en la propia boca. Y la ausencia de tal nombre es como la ausencia de nombre que la lengua tiene en la boca. No era, pues, nada más que eso…
La Manzana en la oscuridad, Clarice Lispector
BIBLIOGRAFÍA
- Baros, M. (2001). La seducción de lo cotidiano. ARQ (Santiago), (48), 9-9.
- Reguillo, R. (2000). La clandestina centralidad de la vida cotidiana. La vida cotidiana y su espacio-temporalidad, 24, 77.
- Rosales, L. (1998) La casa encendida, Promoción y ediciones, Colección Premio Cervantes Universidad de Alcalá de Henares
- Santos Herceg, J. (2014). Cotidianidad: trazos para una conceptualización filosófica. Alpha (Osorno), (38), 173-196.

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