La lengua de mis cojones

Published by

on

¿Por qué pollas queremos domesticar al lenguaje, si el corazón es un puto animal? Las palabrotas no son solo las tropas de la mala educación, de lo grosero, del insulto; el ejército rebelde que se burla de lo políticamente correcto. Son también pinceladas de intensidad, sabor para el lenguaje, el trampolín más directo hacia las emociones. ¿Quién no ha soltado algún «joder» en mitad de una rabieta? ¿Y por qué hostias lo haremos? Motivos hay de sobra, pero quizá antes necesitemos arrancarnos la máscara de los modales y el bozal de lo refinado. Porque lo cierto es que las palabrotas son beneficiosas a nivel cerebral, emocional y social. La creatividad verbal encuentra en las palabrotas su rebelión natural contra lo rígido. Vaya, que rompen de una hostia las barreras del lenguaje.

Que me lo pide el cuerpo, ¡joder!: Beneficios de la palabrota a nivel cerebral y emocional

No hay cosa que más me guste que ese momento animal en el que las tripas y el corazón se revuelven tanto que, o vomitamos las palabrotas, o las sangramos.

Jon Andoni Duñabeitia, el Director del Centro de Ciencia Cognitiva de la Facultad de Lenguas y Educación de la Universidad Nebrija, dice:

Las palabrotas activan diferentes redes y estructuras cerebrales entre las que se encuentra la amígdala, que es fundamental para procesar emociones, especialmente las relacionadas con el miedo y la detección de amenazas. […] En cierto modo, nuestro cerebro está programado para reaccionar ante ellas como si fueran un grito de ‘¡cuidado!’, lo que explica por qué son tan efectivas para expresar emociones intensas.

Jon Andoni Duñabeitia

O sea, las palabrotas nos ayudan a despertar nuestro estado de alerta, más que cualquier otra palabra de esas sin sal. Son una especie de lenguaje salvavidas. Nos gritan «¡Corre, hostias, corre!» y, de repente, corremos más. O, al menos, más que con un «date prisa, porfa», en el que el contenido del mensaje y su forma parecen no ponerse de acuerdo ante el peligro.

Qué puta locura, ¿no? Pues no solo eso. ¿Qué me decís de la explosión que se produce al pronunciar la palabrota? Esa potencia sonora que antecede a la bomba, como si el aire preparase al receptor para escuchar un “gilipollas” bien grande. Y después, la liberación, la catarsis. El corazón descalzo; ninguna espina del lenguaje se queda ahí clavada. La palabrota pasa y lo limpia todo. Y es que, cuando la sangre hierve, la palabra se hace carne, y muchas veces, carne cruda. Soltar un taco no es otra cosa que ser lingüísticamente honesto con la emoción, ya sea frustración, pena o alegría, porque lo mágico es que para todas vale un buen “joder”: “¡Joder, qué rabia!”, “¡Joder, qué triste!”, “¡Joder, qué bien!”. Ah, y por supuesto, el «¡joder qué susto!» del estado de alerta mencionado previamente.

¡Hostias, que lo diga ya!: La palabrota como muestra de complicidad y reconocimiento mutuo

No le conozco. Un cara a cara. Muchas preguntas. Y qué tío más raro. Las manos me sudan, los botones de la camisa me aprietan, la chaqueta del traje me da muchísimo calor. Joder, me quiero ir ya… No, “joder”, no. Sigo en la entrevista. No puedes decir “joder”, pedazo de gilipollas. ¿Y si le pido con “educación” que abra la ventana, a ver si entra algo de fresco? Y, de repente, me suelta: “Disculpe un momento, voy a abrir aquí”. Se levanta. ¡No me lo creo! Abre la ventana y, como si no lo oyese, susurra: “Joder, qué a gusto”. Lo ha dicho. ¡Lo ha dicho él! De repente, noto que las manos me sudan un poquito menos, los botones ya no me aprietan tanto, la chaqueta se siente ligera. Su palabrota ha roto las cadenas de la formalidad. Ambos esperábamos a que el otro soltase el taco que se merecía ese puto calor asfixiante, porque, qué casualidad, que la reacción que yo he sentido al notar la brisilla ha sido la misma que la suya: «Joder, qué a gusto». 

Y esto es solo un ejemplo de cómo una palabrota a tiempo, en el momento oportuno y bien calibrada, es una gran aliada para bajar la tensión, para demostrarle al otro que, en el fondo, nadie es tan serio como parece. De alguna forma, es una especie de abrazo verbal y brusco que llega cuando menos te lo esperas:

—Vaya…

—Vaya desastre…

—Es una mierda.

—No. Es una puta mierda.

—Ahí le has dado, es una puta mierda —ríen.

Diálogo cómplice de dos personas en un restaurante que, en un principio, no se atreven a decir que un plato está asqueroso, o el de dos amigos opinando sobre un proyecto nefasto. Sin embargo, las palabrotas les han puesto de acuerdo en esa escalada hacia la honestidad mutua y en esa bajada de decoro fingido. Los dos andaban jugando al escondite detrás de una palabrota y, al encontrarse, reconocerse y soltarla, les invade la sonrisa cómplice de la verdad: el plato y el proyecto son puta mierda.

No me sale de los cojones decirlo diferente: Las palabrotas como señales de autenticidad y lucha frente al control social

¿Por qué decidimos ponerle correa al lenguaje y restringir las palabrotas si, realmente, son recursos que nos permiten transmitir emociones tan auténticas en tan poco espacio, que ni cientos de palabras insípidas soñarían con hacerlo? Si me sale así, ¿qué coño quieres que le haga?

Desde niños nos decían que nos iban a lavar la boca con jabón y ahora, por la gilipollez, quizá se ha convertido en un mecanismo social para limitar la autenticidad, la sinceridad bruta y las emociones fuertes. Que todo quepa dentro del molde de lo “educado”. Hala, todo ahí encajao. Ni que sentir un “no me jodas” después de una mala noticia fuese predecible. O peor aún, reventarse el meñique contra la mesa y forzar un «recórcholis». Venga, no me jodas, que me acabo de dejar medio pie ahí en la madera. Pues no: te aguantas. «Te aguantas», que no “te jodes”. Tú calladito reprimiendo la palabrota, reprimiendo tu emoción desnuda. Todo para ser «fino»… Pero a lenguaje con corbata, expresión ahorcada. Libres para el «me duele», censurados para el «me ****». Sociedad de purpurina e individuos de cartón.

El soltar la palabrota o no ya es cosa de la “boquita” de cada cual, dirán algunos… Y solo algunos, porque si lo hace un cómico, en vez de un político, todo son risas y codazos. Hipocresía social. Llevarse el circo de los tacos a otro lado. “No hables mal” es algo parecido al “fumar mata” en una cajetilla de tabaco, que, como las palabrotas, es de lo más comerciado en el mundo, pero mientras, por si acaso, nos advierten de que eso no se debe hacer.

Dejadme en paz, que yo, si hablo, solo hablaré con la lengua entera, con la lengua de mis cojones.

Bibliografía

Deja un comentario