De Sicilia a Los Ángeles: la representación cultural del crimen organizado y su evolución
La premisa de la mítica serie Los Soprano (1999-2007), considerada por muchos como la mejor de la historia, es probablemente una de las ideas más originales e irónicas que se han tenido jamás en televisión: un mafioso va al psiquiatra. Un pez gordo de la mafia italoamericana de Nueva Jersey, con su cordón de oro al cuello y decenas de delitos a sus espaldas, inicia su terapia en la consulta de una sobria psiquiatra, buscando la comprensión y profundidad que falta en el seno de sus dos familias: la formada por su mujer e hijos y la organización criminal que él mismo dirige.
La paradoja de sentarse, desalentado, delante de una profesional para diseccionar la complicada relación que tiene con su madre y hermanas pocas horas después de haber extorsionado o amenazado de muerte a quien se interpone en su camino muestra las divertidas (y terroríficas) contradicciones que surgen en el seno de esas organizaciones a medida que el mundo va cambiando a su alrededor. Si las reglas cambian, quien construye su vida y éxito sobre el abuso y la violación de esas reglas también se ve forzado a cambiar. A adaptarse. A buscar provecho en otro sentido, intentando sostener una fachada convincente mientras trata de justificar las contradicciones con las que convive.
El cine y la televisión no solo han retratado historias, sino que han creado mitos, y el tópico del forajido, el caballero que vive al margen de la ley, es uno de los más célebres. Desde las películas western hasta los capos italianos, la representación del criminal es tan diversa como sus figuras emblemáticas, aunque todas ellas compartan unos rasgos generales. Una de las evoluciones más interesantes es la imagen que se ha presentado del crimen organizado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, que se ha ido transformando paulatinamente, a medida que las condiciones materiales de vida de la primera mitad de siglo se alteraban hasta dar a luz un contexto completamente distinto.
El Viejo Mundo
El concepto de “mafia” tal y como lo entendemos hoy en día, una denominación concreta del crimen organizado, tiene su origen en la zona meridional de Italia y comienza a cobrar auténtica importancia en la segunda mitad del siglo XIX, tras la unificación del territorio. Sin embargo, el concepto de una confederación dedicada a la impartición de “justicia” vigilante y a la protección de los habitantes mediante el establecimiento de redes de clientelismo se remonta incluso a la épocas feudal y moderna, en las que las zonas más pobres del país estaban completamente abandonadas a su suerte. Los mediadores entre el campesinado o naciente proletariado y los grandes terratenientes, como los administradores que arrendaban las parcelas subdivididas para lucrarse, pueden señalarse como un antecedente directo de las prácticas mafiosas de extorsión y especulación en el mercado. Esta desprotección se tradujo en la creación de una auténtica autoridad alternativa en el seno de las propias ciudades, al margen de la autoridad estatal, que aseguró ser capaz de controlar los altísimos índices de criminalidad tras los fracasos y abusos del gobierno en tiempos de inestabilidad.
El crimen organizado acumuló el poder suficiente como para imponer su propia ley, devolviendo el “orden” a los lugares conflictivos y aplastando a otras alternativas, incluidos organizaciones o clanes rivales, actuando muchas veces en connivencia y beneficio del propio Estado. La mano de hierro de estos clanes familiares se expandió con las grandes migraciones europeas a América, particularmente a Estados Unidos, país en el que, en la época de la Ley Seca, surgieron organizaciones mafiosas que llegaron a rivalizar con las del sur de Italia, como la siciliana o la calabresa. Antes o después, la figura de la mafia llegó a decenas de países en cualquiera de sus numerosas formas.
El cine, con películas tan míticas como El Padrino (1972) o Goodfellas (1990), nos presentó a los mafiosos más clásicos de entre las décadas de los cuarenta y los setenta, en su época dorada de beneficio e impunidad: serios, taciturnos, con un aire solemne y a la vez peligroso, rodeados de matones en mocasines y americana. Estos capos di tutti capi son un eco de sus ancestros en el Viejo Mundo, empapados de misticismo religioso y códigos de honor, directores de una implacable estructura jerárquica que no tolera la disensión. A medida que las autoridades van estrechando el cerco para llegar hasta los jefes y que la estructura socioeconómica cambia para siempre, estos personajes anacrónicos se aferran a sus reliquias y tradición de brutalidad en busca de dinero, sí, pero especialmente de autoridad. En palabras de Francesco Mannoia, miembro de la mafia siciliana (para quienes refinaba heroína con gran éxito) hasta 1989 y después colaborador de la justicia:
Muchos creen que entras en la Cosa Nostra por dinero. Esto es cierto en parte. ¿Sabes por qué entré en la Cosa Nostra? Porque antes en Palermo era un don nadie. Después, dondequiera que iba, todo el mundo agachaba la cabeza. Y eso para mí no tenía precio.

No te comprometas con nada
Sin embargo, el devenir del contexto socioeconómico no permitiría que estas figuras permanecieran inamovibles, con sus anillos de meñique y su hablar retórico, conservando una posición tan privilegiada como peligrosa para sus familias mediante las mismas estrategias que se habían utilizado los últimos cien años. La dinámica del trabajo posfordista llegó para quedarse, y las historias clásicas de mafiosos obsesionados con el honor y los lazos de sangre fueron sustituidas por relatos de criminales tan crueles como ellos, pero despegados de los códigos arcaicos que regían las relaciones entre clanes. El crítico cultural Mark Fisher, en su libro Realismo capitalista (2009), destaca precisamente esta diferencia en la representación del crimen organizado, comparando las películas de gangsters clásicos con el retrato que realiza la película Heat (1995) y utilizando esta distinción para explicar la nueva dinámica laboral y económica en el seno del capitalismo tardío, dominado por el desarraigo y el utilitarismo, el pragmatismo y la aparente inexistencia de alternativas.
El protagonista de Heat, Neil McCauley, es el líder de un grupo criminal profesionalizado, que se dedica al robo a gran escala. La precisión milimétrica de los integrantes del grupo, que tratan sus crímenes como un cirujano trataría una operación, muestra cómo su actuación colectiva, a diferencia de la de la mafia, no va más allá de la obtención de beneficio. Fuera del plan convenido, no se conocen. Nada debe ser lo suficientemente significativo como para que suponga una carga, un impedimento a la maximización de los beneficios. Tal y como le dice el propio McCauley a su antagonista, el inspector Hanna, en una escena en uno de esos diners anónimos de Los Ángeles:
No te comprometas con nada que no puedas quitarte de encima en treinta segundos si ves que la cosa viene mal doblando la esquina.
A guy told me one time, don’t let yourself get attached to anything you are not willing to walk out on in thirty seconds flat if you feel the heat around the corner.
No te comprometas con nada. Ha desaparecido el halo de misticismo que envolvía a los pactos de sangre, el humo de las velas y el rumor de las letanías eclesiásticas que terminaba ahogado con los sonidos de los disparos por la espalda. Los vínculos sagrados se han diluido en un grupo de utilitarios, temporalmente aliados en búsqueda de beneficio, moviéndose con sagacidad por una ciudad que más que una ciudad parece un espejismo de anuncios de neón y autopistas interminables.
Los criminales de Heat no son ya las familias italianas enlazadas con el «país de nuestros ancestros», sino las pandillas desarraigadas de un Los Ángeles de metal cromado y cocinas de diseño, de autopistas sin atributos específicos y diners abiertos las veinticuatro horas. El color local, el aroma de la cocina y los idiolectos culturales de los que dependen films como El Padrino y Goodfellas han sido reformados y pintados a nuevo (…) Los Ángeles de Heat es una ciudad sin puntos de orientación, una ensalada de marcas en las que el territorio delimitado fue sustituido hace tiempo por las vistas repetidas de las franquicias. Los fantasmas de la Vieja Europa que deambulan en las calles de Scorsese y Coppola fueron exorcizados y enterrados junto a las vendettas calientes en algún lugar debajo de las cafeterías de cadenas internacionales.
Realismo capitalista. Mark Fisher
Imitando a su contexto, el crimen organizado se desprende, poco a poco, de la apariencia y el protocolo. No adereza la violencia con clamores de venganza, sino que la emplea como una herramienta más. Entrar, disparar, salir. Da lo mismo que lo haga uno u otro, da lo mismo ateo o devoto, todos iguales: sangramos de rojo.
Estos nuevos especuladores, ladrones de profesión, quieren despojarse de los sentimentalismos y la rencillas que dominaban las organizaciones mafiosas, deshaciéndose de esa extraña estabilidad que aportaba la tiranía. El sedentarismo del capital era cosa del pasado, ya no es un fajo de billetes en el bolsillo, sino dinero destinado a crear más dinero en un proceso sin fin aparente. El crimen organizado muta en consonancia con la velocidad a la que es capaz de viajar el capital, que ahora es rápido como un escapista, imaginado en inversiones y cuentas electrónicas, a merced de los movimientos opacos del estafador, del blanqueador, del ladrón, del nuevo mafioso. No hay un rostro detrás del crimen y mucho menos un apellido rimbombante, tampoco relaciones personales: sólo dinero.
La pandilla de McCauley está formada por profesionales, emprendedores- especuladores pragmáticos, técnicos del crimen cuyo credo es exactamente el inverso al de la lealtad familiar estilo cosa nostra. Los lazos familiares son insostenibles en estas condiciones (…) solo están unidos por la perspectiva del cobro. Cualquier otro vínculo entre ellos sería un añadido, y casi con seguridad, un añadido peligroso (…) saben que son partes intercambiables de una gran máquina, que no hay garantías y que, en el fondo, nada dura.
Realismo capitalista. Mark Fisher
La irrupción de este nuevo modelo de organización criminal no quiere decir que la mafia, su naturaleza y aún menos su estética haya desaparecido o no se vea reflejada en el arte, sino que ha mutado allí donde lo ha necesitado. Uno de los detalles más determinantes a la hora de expresar este cambio en la fotografía de las películas es precisamente la estética. No solo se representa un enorme cambio en la vestimenta de todos los personajes a raíz del paso de las décadas, sino que la graduación de los colores, la arquitectura y el habla cambian totalmente. Donde había grandes casonas rebosantes de niños, tabernas llenas de humo e iglesias barrocas, hay apartamentos minimalistas, carreteras iluminadas por grandes focos y vistas del skyline del centro de la ciudad, que, de noche y con las luces encendidas, parece una colmena. Los dejes del habla y las expresiones en otros idiomas, así como los nombres reconocibles, se han abandonado en favor de la uniformidad y el anonimato.

La notoriedad del patriarca ha dado paso al desconocido mimetizado con su entorno, al que concibe el crimen no como un estilo de vida ni como algo que cumple un código moral, sino como un mero puesto de trabajo.

Leer una parte de la sanguinaria historia del crimen organizado en Italia y Estados Unidos, en los que la persecución de los principales líderes se saldó con la muerte de centenares de personas, me hizo recordar una parte de otro libro. En la época de los chivatazos, los traidores y los paranoicos, el enemigo no era solo quien podía esposarte, sino cualquiera que no fuese tu propia familia. Convertirse en un informante no era solo peligroso para la vida de quien lo hiciera, sino letal para sus familiares y amigos. Como ellos mismos explicaban, nunca te mata quien creías que te mataría. Son quienes considerabas tus hermanos los que te encañonan, los que asesinan a tu familia.
En el libro en el que pensé hay un pasaje sobre un hombre terrible, un torturador que recluyó a su esposa en una torre y la condenó a morir de hambre. Ella se desesperó durante días hasta que, por la locura del hambre, terminó comiéndose sus propios dedos antes de morir. Después de cerrar el libro, en la oscuridad de mi habitación, imaginaba a la mujer al pie de mi cama, cubierta de sangre, con los dedos mordisqueados, la carne colgante, su rostro caníbal lleno de lágrimas.
La dinámica del crimen organizado imita a la del contexto en el que opera: el mundo de las contradicciones y de la multiplicación eterna, del supuesto valor infinito en un mundo de recursos finitos. Ver cómo se reproduce es como ver a alguien devorarse a sí mismo.


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