Una fina línea separa la emoción por el nuevo mundo que se abre de la nostalgia por lo que se deja atrás
Pero la verdad que aprendí aquí es que tuviste que irte porque tú eres tú. Y la razón por la que me gustaste es porque tú eres tú. Y tú eres una persona que se va.
Vidas Pasadas
Hay personas que se van, yo soy una de ellas. Serlo implica muchas cosas. Implica llorar mientras ves cómo pasan los cumpleaños y tú no estás para celebrarlos, cómo tus amigos crean nuevas vivencias de las que tú no formas parte, cómo las vidas de los que quieres prosiguen mientras tu existencia allá donde están se ha quedado pausada.
Irse supone perderse. Me he perdido el nacimiento de mi sobrino, la operación de mi padre y las pequeñas victorias de mis amigas; pero también me he perdido cómo se rompían relaciones muy importantes para mí, que ni siquiera sabía que estaban muriendo. En una reciente columna en El País, Leila Guerrero escribió: “Este es el veneno que bebe la persona que permanece mucho tiempo a miles de kilómetros de todo lo que puede llamar querido y suyo, que tiene la existencia que siempre quiso tener aunque, como ha comenzado a ser tan a menudo la persona que nunca está, piensa que la elegante mamba negra de la vida le ha dado alcance y le ha insuflado su agente tóxico, su pócima moral llamada ausencia”.
Es perderse momentos, pero también a uno mismo. Porque desde que subí al avión yo dejé de ser quién era para todos los que me rodeaban, deje de ser una persona que se queda. Y durante nueve meses no fui consciente del cambio. No fue hasta que volví que supe que había pasado a ser una persona que se va, algo que nunca habría imaginado que sería.
Una de las constataciones más complejas de asimilar en la vida es que la inmutabilidad es una cualidad que se circunscribe quizás, únicamente, a lo divino. En lo que al resto se refiere, todo se transforma. La naturaleza orgánica del cambio pasa por experimentarlo. Sin embargo, al irse, quedas extirpada de ese fluir del tiempo y, al volver, te ves abocada a asimilar una realidad que no es la tuya. En la que no te reconoces.
me dijiste ‘andá tranquila, acá todo
sigue igual’ – pero desde acá, lo que
veo no hace más que cambiar
(…)
me dijiste que nada cambia, pero en mí
queda poca cosa igual – quizás sea
espejo del paso del tiempo, de todo lo
que hace decantar
yo sé que en casa todo me espera,
¿pero cuánto me aguanta antes de
volverme ajena?
@hola_josefa (Instagram)
Hay un sentimiento de desarraigo intrínseco al irse. Construyes un hogar al otro lado del océano, creas un nuevo círculo que, a veces, permite que lo dejado atrás duela un poco menos. Te rodeas de personas que, muchas veces, también son gente que se va, que entienden el vacío de pasar unas Navidades en un lugar extraño y con costumbres ajenas a las que aprendiste desde niña. Mientras, tratas de estar en la distancia, pero sientes que tu presencia no es suficiente. Y es que quizás intentar en dos sitios a la vez es no estar en ninguno.
También hay veces, muchas, en las que el tiempo que te vas es limitado. Echaste raíces a miles de kilómetros de casa y, de repente, llega un día en el que tienes que volver a partir. Te ves extirpada nuevamente de un lugar del que ya no te quieres ir y vuelves a cargar sobre tus hombros el peso de la ausencia. Vas dejando pedazos de tu ser diseminados por el mundo, consciente de que probablemente nunca lograrás recuperarlo.
‘Entonces, si tanto duele, ¿por qué vas?’. Porque, para mí, no irse es igual de desgarrador. Sé que hay infinitos caminos por explorar y muchos de ellos necesitan de irse para ser transitados. Me gusta la persona que soy desde que me voy, aunque me haya supuesto pérdida y desgarro. Y, también, porque hay gente que se queda.
Los que nos vamos, necesitamos a las personas que se quedan. Son ellas las que nos anclan con el hogar, las que nos dan un motivo para regresar. Tras meses de ausencia, mi padre prepara la comida que le he pedido y mi madre me ayuda a deshacer las maletas. Mis amigas me sientan en una terraza y me cuentan todos sus desengaños amorosos mientras reímos y nos brilla la mirada. Salgo al bar de siempre y, aunque la música es nueva, sigo el ritmo.
Aun así, hay conversaciones en las que me siento fuera de lugar, personas que ya no contestan con la misma emoción a los mensajes y lugares que ya no reconozco. Y eso está bien. Al igual que hay personas que no saben irse, hay otras que no saben quedarse. Quizás no sepan ver en la desconocida que desciende del avión a la que despidieron entre lágrimas meses atrás; probablemente estén en lo cierto y ya no sea la misma persona que cuando partió.
Pero mientras Penélope siga pacientemente tejiendo su sudario, Odiseo tendrá un hogar al que retornar. Mientras tengamos alguien que nos espere, y que sepa hacerlo, los que nos vamos encontraremos el camino de vuelta.
Echar raíces quizás sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana.
Simone Weil

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