Cartas de Joyce: un vistazo a los entresijos del genio

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Antes que nada me gustaría comenzar agradeciendo que en un mercado casi siempre tan mercantilista siga habiendo editoriales que lleven a cabo hazañas tan ambiciosas como esta, las cuales exigen un esfuerzo ingente y tristemente suelen verse escasamente recompensadas económicamente. Claro que queda el amor y la gratitud de unos cuantos lectores fieles, de aquellos joyceanos que celebren el Bloomsday (ese célebre día en que Joyce conoció al amor de su vida, Nora) los cuales leerán con avidez los entresijos de esta mente genial, a veces con ternura y otras con aversión. Es necesario señalar que la edición es magnífica, un acierto estético total, y que los materiales son de una calidad excelsa, como es costumbre en los libros de Páginas de Espuma. También es admirable la labor que lleva a cabo Diego Garrido como editor y traductor, quien dice en la nota a la edición que estos dos volúmenes son, ante todo, un trabajo de amor. Y ese amor se respira cada vez que el lector voltea una página. Como diría el gran Vollmann: “el trabajo es amor, no importa cuál o cómo”. 

Diego Garrido define en la nota la importancia o el interés que pueden tener las cartas reunidas para el lector: 

La biografía (y una correspondencia es una de sus formas más sinceras) consiste en ver cómo un hombre o una mujer va ganando cosas para perderlas luego; a veces, poco a poco; siempre, al fin, de golpe y porrazo.

En efecto, la correspondencia de alguien constituye una de las mejores formas de llegar a conocer las múltiples fragmentariedades que conforman a un individuo y su vida. Y cuando este individuo es uno de los mayores genios literarios de la historia, y el autor de una obra maestra indiscutible como es el Ulises, podernos asomar a sus pensamientos y sentimientos constituye un gran privilegio y un ejercicio fascinante. 

Este segundo volumen reúne las cartas escritas y recibidas en sus últimos veinte años en París y en sus años finales en Zúrich. Las primeras cartas recogen el largo y extenuante proceso de creación del Ulises, los esfuerzos editoriales, la pobreza y la desesperación de no tener donde vivir en París, las ayudas constantes de Ezra Pound y de sus editoras Sylvia Beach y Harriet Shaw Weaver, en definitiva, las míseras condiciones en las que un artista puede llegar a trabajar. Resulta especialmente cómica la correspondencia entre dos genios como Pound y Joyce, intensamente preocupados por conseguirle a este último un colchón con sábanas y edredón para él y para sus hijos. Ambos muestran el desagrado evidente de que su genio tengo que malgastarse en estos asuntos mundanos en vez de emplearse en la creación artística. Como recogería Joyce, irónicamente, en una de sus cartas: 

Alguien aquí dijo de mí: «Lo llaman poeta. Pero parece estar interesado principalmente en los tipos de colchón» —y no se equivocaba-. 

Estas primeras cartas de París nos dan una idea sobre la complejidad del Ulises y la tarea extremadamente desgastante que supuso para su autor. Nos permiten asomarnos al Genio y lo hallamos totalmente exhausto y agotado. La mayor parte del trabajo estaba hecho. Quedaba rematar los capítulos finales. Es complicado imaginar la titánica labor que conllevó la elaboración del Ulises. Pocas veces un autor ha trabajado con materiales tan infinitamente densos. Como diría Borges, Joyce pretendía con el Ulises y Finnegans Wake terminar con la literatura, es decir, lograr el fin de los libros porque todos los posteriores serían un copia o un reflejo de lo contenido en sus dos obras mayores. Evidentemente no lo consiguió, pero la ambición del proyecto da una idea de su monstruosidad. Si los cuentos de Dubliners ya constituían pequeños espejos donde los dublineses podían observarse a sí mismos, el Ulises constituía un espejo total y absoluto que pretendía captar la realidad en toda su complejidad. Bernard Shaw, el cínico dramaturgo irlandés, diría del Ulises al leer algunos fragmentos que constituía un “repulsivo registro de una repugnante fase de la civilización, pero uno veraz”. Inserto un fragmento de una carta de Shaw destinada a la editora de Joyce, Sylvia Beach, que me parece revelador: 

Para usted, probablemente, sea algo así como arte: tal vez usted sea (ya ve que no la conozco) una joven bárbara embriagada por las excitaciones y entusiasmos que el arte despierta en materiales apasionados; pero para mí es espantosamente real: yo he caminado por esas calles y conocido esas tiendas y oído y participado de esas conversaciones… En Irlanda limpian a los gatos revolcándolos en su propia mugre. El Sr. Joyce ha tratado de hacer lo mismo con el ser humano. Espero que tenga éxito.

Si bien es cierto que el espejo joyceano resultaba de una potencia extrema, también era excesivamente grotesco y deformarme, y se hallaba indudablemente sesgado hacia la sordidez, la tristeza y los aspectos más negativos de sus contemporáneos. Esta misma impresión sería recogida por su hermano Stanislaus Joyce en una carta dirigida al propio Joyce:

Pareces haber escapado de las tiranías del cura y el rey para caer bajo la opresión de una visión monstruosa de la vida misma. Donde tanto se ha registrado, me opongo a lo que se ha omitido. No hay serenidad ni felicidad en ninguna parte de todo el libro. […] Y, sin embargo, en la mitad de estos mismos ambientes que tú describes, me he visto a menudo atravesado por un agudo sentimiento de felicidad. No puedo explotar estos momentos ni en prosa ni en verso, pero el hecho es que han existido.

La labor inhumana de Joyce de aquellos años resulta inexplicable. Semejante dedicación solo puede explicarse con la cita anterior de Vollmann: el trabajo es amor, no importa cuál o cómo. Dejo aquí dos fragmentos que pueden aproximar una idea de la tarea de Joyce y su estado de agotamiento en aquellos días próximos a terminar el Ulises

Supongo que ahora tengo la fama de un dipsómano incurable. Una mujer aquí inventó el rumor de que soy extremadamente perezoso y que nunca hago o termino nada’. (Calculo que debo de haber invertido cerca de 20.000 horas en escribir Ulises.)

Llevo varios años sin leer una obra literaria. Mi cabeza está llena de guijarros y desperdicios y cerillas rotas y pedacitos de vidrio recogidos en casi todas partes. La tarea que me he impuesto al escribir un libro desde dieciocho puntos de vista diferentes y en otros tantos estilos, todos aparentemente desconocidos o por descubrir por parte de mis compañeros de oficio, así como la naturaleza de la leyenda escogida por mí bastarían para alterar el equilibrio mental del más cuerdo de los humanos.

Ezra Pound al hablar de la obra de Joyce solía  decir que su obra se basaba en una poética de la suciedad que pretendía extraer Belleza de los lugares más inmundos de la ciudad. Lograr las epifanías de Joyce con los materiales que eligió constituye tal vez su mayor logro artístico. Hallar un ritmo de divina belleza entre los residuos y desperdicios de la sociedad es algo que solo puede lograr un Genio. Su Ulises es quizás la demostración definitiva de esa idea wildeana de que en el Arte importa todo, salvo el tema. 

Una vez disfrutado del éxito del Ulises volvió el pesar y la incomprensión. A los hombres de genio no les dura mucho la alegría. Como diría Nietzsche, tienen una forma de agarrarla y estrangularla… ¡demasiado bien saben que se les escapa! A Joyce tampoco le duraron mucho las felices dádivas de la fama y las adulaciones. Muchos de sus lectores creían que con Ulises se habían alcanzado los límites de la novela. Pero Joyce no estaba satisfecho. Pensaba que en un minuto de duermevela podía haber más arte que en cientos de libros. Se proponía capturar aquella región de los sueños y el inconsciente. Para ello, ideó una escritura que juntaba numerosas lenguas que conocía en busca de combinaciones rítmicas y musicales que representasen el lenguaje místico y misterioso de los sueños. El fruto de este trabajo le llevó 17 años y se llamó Finnegans Wake (El despertar de Finnegans). Fue un fracaso estrepitoso. Incluso los más fieles y entusiastas lectores del Ulises le abandonaron lenta y dolorosamente. Críticos de autoridad universal como Borges y Nabokov destrozaron la obra. Nabokov, quien había calificado el Ulises como “una obra de arte divina y la mayor obra de prosa del siglo XX”, dedica a Finnegans Wake las siguientes palabras: 

Una masa informe y aburrida de folclore falso, un libro frío. Convencional y monótono, redimido de la insipidez absoluta sólo por fragmentos infrecuentes de entonaciones celestiales. Lo detesto. Un crecimiento canceroso de tejido de palabras de fantasía apenas redime la espantosa jovialidad del folclore y la alegoría fácil, demasiado fácil. Indiferente a ella, como a toda la literatura regional escrita en dialecto. Un fracaso trágico y un aburrimiento espantoso.

Aparte de cuestiones literarias, conocemos la faceta más humana de Joyce, sus cartas de amor y erotismo hacia su esposa Nora, y sus años de sufrimiento, aquejado por las enfermedades y el constante agravamiento de su ceguera. Es irónico que Joyce, justo al terminar el Ulises, comenzase a padecer el mismo destino que Homero, y fuese perdiendo gradual, pero inexorablemente, la vista. También las penurias de la enfermedad de su hija Lucía le apenaron profundamente. Estas penosas circunstancias, añadidas a la soledad y la incomprensión del fracaso de su última gran obra, le llevaron finalmente a la muerte.

Como curiosidad, también se recoge en este volumen una carta a Dámaso Alonso, quien entonces se dedicaba a traducir el libro A Portrait of the Artist as a Young Man, y por ello había escrito a Joyce para consultarte ciertas dudas respecto al título del libro en español y el significado de ciertas palabras y frases. El editor tiene el magnífico detalle de poner en el pie de página las traducciones que finalmente realizó Dámaso tras las consultas. Su traducción como resultado final es, por cierto, hermosísima, aunque pueda pecar de ciertas libertades, y no tiene nada que envidiar al original. 

Además de las cartas, es importante señalar que la edición recoge una fascinante selección de retratos y descripciones de Joyce realizados por seres cercanos u otros escritores que le conocieron, como Italo Svevo, a quien apadrinó y ayudó con su publicación de La conciencia de Zeno, y el poeta estadounidense William Carlos Williams. 

Me gustaría terminar la reseña con una carta escrita a Nora cuando ella regresó a Irlanda y que me resulta especialmente enternecedora. Sin duda constituye un ejemplo de los terribles sacrificios que en ocasiones exige el Arte:

Iría a cualquier parte del mundo si allí pudiéramos estar solos sin amigos y sin familia. O bien esto ocurre o bien habremos de separarnos para siempre, aunque mi corazón se rompa. Evidentemente no me es posible describirte la desesperación en la que vivo desde que te fuiste. Ayer tuve un desmayo en la librería de la Srta. Beach y la pobre tuvo que salir corriendo a por una medicina. Tu imagen está siempre en mi pecho. ¡Cuánto me alegra oír que pareces más joven! ¡¡Oh queridísima, queridísima, si tan solo pudieras volver a mí ahora mismo y leer ese libro terrible que ha roto mi corazón en mil pedazos y me llevases contigo lejos para hacer de mí lo que quisieras…!

Una respuesta a “Cartas de Joyce: un vistazo a los entresijos del genio”

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