La revisitación de la mística en el arte contemporáneo
Alvaro Talarewitz
No ha existido una pugna más decisiva por el espíritu del arte contemporáneo que la que se planteó al elegir al artista más influyente del siglo XX. En 1999, la revista ArtNews realizó una encuesta entre críticos, artistas, historiadores y comisarios cuyo resultado sorprendió: Marcel Duchamp fue elegido por encima de Pablo Picasso.
Si bien ambos se presentaron como genios, fue Duchamp —de cuya célebre obra La fuente celebramos hace poco su centenario— quien transformó nuestra manera de entender el arte para siempre. De la acción decisiva y la innovación técnica pasamos a adorar el arte conceptual. Mal entendido ocasionalmente, parodiado por el público, despreciado incluso, pero impuesto como absoluto en las corrientes contemporáneas. Desde entonces, el artista persigue la idea original: es la idea la que define la capacidad de un artista y no al revés.
En Picasso, pese a la riqueza material de su obra, la genialidad reside en su capacidad de sintetizar nuevas formas visuales, casi como un acto de invención mental permanente: genio como ingenium. En cambio, Duchamp radicaliza el gesto: lo importante no es la ejecución material sino la elección conceptual. El arte como acto mental: «es el artista quien decide qué es arte». Los ready-mades como ruptura fundacional.
¿Qué es el arte contemporáneo?
De entre los nombres destacados en aquella lista —Warhol, Pollock— hubo uno omitido que, de forma discreta, resulta de los más significativos: Joseph Beuys.
Beuys fue uno de los artistas más influyentes del arte europeo de la segunda mitad del siglo XX. Aunque empezó como escultor tradicional, expandió rápidamente su práctica hacia la performance, la instalación y la pedagogía artística, siempre con un fuerte contenido político, filosófico y espiritual. Defendía que «todo ser humano es un artista», entendiendo el arte como un potencial transformador de la sociedad (escultura social). Creía que el arte debía participar en la construcción de una nueva conciencia social, ecológica y política.
Fueron quizás sus acciones las que mejor encarnaron esa dimensión místico artística. En I like America and America likes me (Galería René Block, Nueva York, 1974), Beuys permaneció varios días encerrado con un coyote salvaje, armado sólo con un bastón y una manta. Aunque la acción aludía a la reconciliación del pueblo estadounidense con los indígenas, esta domesticación de la naturaleza remite también al artista como figura superior. Aludiendo al Génesis 1:26-28 —el dominium terrae— donde Dios entrega al hombre el dominio sobre la creación, Beuys transforma la lectura: el artista no domina, sino que convive. Se presenta como cuidador, no como conquistador. No recupera la idea del Génesis para ejercerla, sino que la actualiza para el presente.
Otra acción emblemática fue Wie man dem toten Hasen die Bilder erklärt («Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta»), realizada en 1965 en la Galería Alfred Schmela de Düsseldorf. Con el rostro cubierto de pan de oro y miel —símbolos recurrentes en su obra—, Beuys recorre la galería con una liebre muerta en brazos, explicándole las obras mientras el público observa desde fuera. El artista-chamán aparece aquí por primera vez: no como genio que impone su idea al mundo (Duchamp o Picasso), sino como intermediario entre planos de conocimiento no tangibles. El arte no es sólo idea, sino acceso a formas de conocimiento no traducibles.
Tanto el coyote como la liebre muerta son dos extremos de este mismo conocimiento. La liebre representa los límites de la comprensión (fe); el coyote, la convivencia con el otro sagrado (poder). Todos los seres humanos pueden ser artistas… porque todos poseen esa conexión espiritual. Nuevamente, creados a imagen y semejanza de Dios.
Si hubo una pugna sobre “¿qué es el arte contemporáneo?”, ganó el humanismo antropocéntrico. Durante el siglo XX, estas ideas se desarrollaron con orden, pero no son inagotables: la psique es limitada; el espíritu, no. Es en la extensión extrema de las ideas donde se alcanza la frivolidad máxima, de la que surge el plátano pegado a la pared de Maurizio Cattelan (Comedian, 2019): gesto mínimo, conceptual puro, despojado de alma pero eficaz en la lógica del mercado, el espectáculo y el meme. Resumen y fin del arte como vaciamiento absoluto de pathos, sostenido sólo por la idea de ser arte. Una obra que sólo podía ser adquirida por un idiota con seis millones de dólares.
Un regreso a lo sagrado
Tal vez porque el espíritu humano es resiliente, empieza a vislumbrarse una vuelta subterránea a lo místico. Quizá porque las ideas se agotan y el arte muere de sed bajo el peso de la originalidad forzada. La obsesión por lo nuevo, lo disruptivo, es ya un eco repetido en galerías y museos. Agotado el ciclo de citas y deconstrucciones, el pensamiento artístico empieza a girar hacia donde siempre estuvo el principio y el fin: una dimensión espiritual, no necesariamente religiosa, pero sí de sentido profundo, de retorno a lo esencial. Este giro, perceptible también en la política, nace del deseo de certezas, de pertenencia y de lo sagrado.
Este regreso a lo místico —despojado ya de los viejos ropajes doctrinales y cargado ahora de una búsqueda de sentido— empieza a manifestarse también en algunos artistas contemporáneos. Un buen ejemplo de esta tendencia es la obra de José Castiella (Pamplona, 1987). A partir de su exposición Waiting for the end to come (2019), Castiella expuso en 2025 una segunda serie trasladada desde el ICPNA de Lima, titulada MI JOB.
“En esta cosmovisión, y en nuestra episteme general, Dios es el creador de todo, él nos hace a su imagen y semejanza y por ende nosotros somos subcreadores, portadores de una creatividad dada. En torno a este concepto de subcreación se erige toda la antropología y teología literaria de Tolkien, siendo este concepto algo que vemos reflejado en la obra y sobre todo en el discurso de Castiella.”1
Especialmente evidente es esta estructura en las obras presentadas durante ARCOmadrid 2025: Dos ciudades. El artista aborda el concepto teológico-filosófico de San Agustín: la Ciudad de Dios (civitas Dei) —comunidad orientada al bien supremo y la trascendencia— frente a la Ciudad del Hombre (civitas terrena) —orientada al poder, el ego y la autocomplacencia. En su característico mundo de escaleras ascendentes (ciudad de Dios) y descendentes (ciudad del hombre), habitan los seres de Castiella, herederos del fin del mundo y, a mi juicio, ilustración del hombre en su forma espiritual.
Esta misma necesidad de confrontar lo inexplicable aparece también, bajo otros registros, en la obra de Iñigo Navarro (Madrid, 1977), quien desarrolla un acercamiento particular al milagro como fenómeno contemplativo, absurdo y, a la vez, profundamente inquietante.
En su exposición Cómo explicarle un chiste a un caballo (Galería Ponce+Robles, 2024), desarrolla al máximo la temática del milagro como fenómeno contemplativo, pero sobre todo como evento inexplicado. Son fuerzas superiores las que nos producen extrañamiento, y es en ese extrañamiento donde nace la fascinación.
“[…] en una primavera preciosa del año 97, se produjo la levitación espontánea de una niña por la gracia de Dios, ejerciendo una tracción equivalente a medio caballo de potencia. Dios la escogió a ella porque estaba llena de karma del bueno y se había hecho a sí misma a pesar de una familia disfuncional. […]”2 .
Es mediante el absurdo lírico —presente también en sus cuadros— como se explica la magia. Fenómenos paranormales suceden a personas insospechadas. Su acercamiento a la mística surge tanto de la fe como de la incredulidad y el absurdo. El artista actúa como canal de eventos inexplicables y ofrece una perspectiva dual de la realidad: expresa las mismas dudas y fascinación que nosotros.
Nuevas cosmologías de lo espiritual
Esta exploración de lo místico en el arte contemporáneo no se agota en estos dos casos. Una tercera aproximación, distinta en su literalidad pero igualmente vinculada a la ampliación contemporánea de las formas espirituales, aparece en la obra de Arturo Garrido (Madrid, 1993), bajo la representación de la galería Arniches 26.
En sus esculturas realizadas con malla metálica, Garrido recupera el imaginario cristiano —cristos, vírgenes, santos— no desde una literalidad devocional, sino como parte de una investigación estética que conecta con lo sagrado desde la percepción. Sus figuras parecen flotar en el aire como apariciones: formas inestables, etéreas, que se desdibujan con la luz y se transforman con el punto de vista.
Para el artista, la historia del arte ha sido siempre también la historia de la espiritualidad humana, desde los bisontes de las cavernas hasta la Capilla Sixtina. Esta genealogía no es para él un peso muerto, sino un archivo abierto donde intervenir: “Uno vuelve siempre a aquello que le impactó de niño —afirma—. A aquellas imágenes tremendas de cristos crucificados, los martirios de los santos y las vírgenes deslumbrantes”.
En sus obras hay tanto una resonancia de lo ancestral como una voluntad de ofrecer “una versión contemporánea” de ese imaginario, buscando una técnica que le permita no copiarlo, sino manifestarlo. Y lo logra: en su lenguaje material lo espiritual no se representa, se encarna.
Esta reaparición de lo espiritual adopta también formas especulativas y futuristas, como las que plantea la artista ecuatoriana Dia Muñoz (Guayaquil, 1989), cuya obra propone una cosmología nueva desde la convergencia entre tecnología, memoria ancestral y misticismo chamánico. Su proyecto más reciente se articula en torno a tres tótems, concebidos como máquinas devocionales. Estas esculturas, elaboradas en mármol blanco y vidrio soplado, están sintonizadas con las frecuencias de rotación de la Tierra, los planetas y las galaxias, proponiendo una alineación ritual con el cosmos.
A través de formas simbólicas como serpientes, animales celestes, vasijas curativas o estructuras volcánicas, la artista no reinterpreta lo chamánico como un vestigio del pasado, sino como un plano vivo de lo que aún está por nacer. Lo sagrado ya no se liga únicamente a la Tierra: la espiritualidad se proyecta hacia un territorio de rituales por venir, donde lo divino puede habitar la máquina, vibrar en el movimiento y codificarse en el ritmo interestelar.
Muñoz propone así una tecno-espiritualidad, en la que los materiales tradicionales se combinan con ingeniería de precisión para dar forma a una iconografía inventada, abierta al futuro. La fragilidad del vidrio y la solidez del mármol encarnan esa dualidad inherente a toda creencia: entre lo visible y lo oculto, lo eterno y lo que tiembla.

Quizá el arte contemporáneo, tras el largo siglo de la idea y su consecuente vaciamiento, esté comenzando a buscar de nuevo aquello que nunca pudo erradicar del todo: la necesidad de sentido (una búsqueda natural en el mundo desde que existe el hombre y se manifestaron las primeras acciones artísticas). Estas aproximaciones a lo místico no son regresos nostálgicos ni dogmáticos; son intentos de restablecer una conexión profunda entre el hombre, el mundo y lo invisible, más allá de los límites del concepto puro. La espiritualidad que emerge no es un retorno a las certezas absolutas, sino un reconocimiento de lo inexplicable como espacio legítimo de creación. Si durante décadas el arte persiguió la originalidad como fin último, quizá empiece ahora a entender que lo verdaderamente original no reside en lo nunca visto, sino en lo siempre intuido y siempre difícil de nombrar.
Bibliografía
1.- Inés Alonso Jarabo, texto curatorial para MI JOB, José Castiella, Galería
Ponce+Robles, Madrid, 2025.
2 Iñigo Navarro, texto de la exposición Cómo explicarle un chiste a un caballo, Galería
Ponce+Robles, Madrid, 2024.

Deja un comentario