Mirarnos con los ojos que ya somos

Published by

on

Identidad, vocación y urgencia  

Supongo que un día te levantas, te miras al espejo y te sorprendes de no tener 15 años nunca más. Un día te levantas, o así me ha sucedido, y estás preparándote para ir a la oficina de la empresa en la que llevas trabajando dos semanas y en la que, sorprendentemente, estás agusto y tranquila. Hoy me miro y pienso en que en un momento dado le juré la guerra al mundo corporativo y ahora, fallando a mis designios sobre mí misma, me divierto, pensando que estoy en una multinacional, una empresa grande y turística; y me acostumbro a hablar en plural de los proyectos que “hacemos”, cuando el CEO no sabe ni le suena mi nombre o quién soy. Y la pregunta, de hecho, que me planteo hoy. que me miro al espejo y no tengo 15 años, pero tengo un semblante parecido; hoy que llevo tatuajes y pensaba que nunca me contratarían, pero lo han hecho; hoy, que escribo después de semanas sin hacerlo por estar preocupada organizando posts de Instagram de otras empresas, es:  ¿Quién soy? Más bien, ¿qué deseo? Más bien, ¿hacia dónde camino?

Erik Erikson, psicólogo germano-estadounidense, trató el concepto de identidad refiriéndose a él como un sinónimo o algo cercano al «horizonte moral de cada uno». Es decir, de alguna forma, quiénes somos define aquello que consideramos realmente importante para nosotros, aquello que atañe a nuestro yo más interno; la identidad nos sitúa moralmente en el mundo y nos resignifica con nosotros y para con los demás. Esto implica, entonces, una doble faz de esta definición, expresada por filósofos como Hegel: la necesidad, no solo de entendernos sino, de extrañarnos en el otro para comprender quiénes somos en realidad. No obstante, esta dicotomía no es lo que hoy me atañe o me preocupa. Es esa situación moral a la que se refiere Erikson la que me he cuestionado nada más posar mi pie sobre el ámbito laboral: ¿Qué es lo que me importa? ¿Deben construir mis manos algo con significado? ¿Existe un camino, una senda concreta que deba seguir y que responde o va en línea con mi propia identidad?  

El surgimiento de este concepto, tan asimilado y empleado ahora, es en realidad el producto de varios siglos de aceptación de lo individual del sujeto a lo largo de la modernidad. Reconocer, inventar la idea, dar forma a la concepción de que cada cual posee su visión del mundo, implica, también, entender la identidad como algo único, original, auténtico; nociones que quizá en la actualidad parecen algo desfasadas, pero que suponen un escalón para que el sujeto tome las riendas de su vida, sienta que pueda controlarla y controlarse. Erikson, sigue indicando que la identidad o la sensación de poseer una, es condición de salud y de integridad de una persona. No obstante, esta puede convertirse en una narración, en una historia que nos contamos a nosotros mismos; y de esta misma forma, igual que los giros en una obra nos sorprenden, atender a elementos que no esperábamos que nos fueran a agradar, vivir experiencias en las que nunca pensamos que estaríamos… también nos chocan; incluso, ofenden. ¿Acaso yo no era una artista y perseguidora de conocimiento empedernida? ¿Por qué disfruto escribiendo frases prototipadas y marketinianas que me pregunto, si alguna vez, alguien lee? 

«Mi identidad es antes que nada objeto de investigación. Se hace obligado inventarla […]. Mientras no la reconozca como forma de mi originalidad, no podré declararla mía», señala Charles Taylor en su ensayo Identidad y reconocimiento. Me encanta, debo confesar, esta idea de comprendernos como un proyecto, un campo de estudio vasto e inmenso en el que indagar e indagar. Y en ese entrever, en esa investigación incesante, la identidad se mueve, se transforma, se divaga. La identidad es divergente y fluida. Pero, entonces, ¿por qué decimos que las personas nunca cambian o lo hacen poco? Según Montero en Ideología, alienación e identidad nacional, «La identidad se transforma, guardando siempre un núcleo fundamental que permite el reconocimiento de sí mismo colectivo y el yo de nosotros». Hablaría, entonces, al modo más clásico, de una especie de esencia, de naturaleza última que todos poseemos y nos identifica, nos delimita y reconoce. Por esta razón, esos giros narrativos comentados anteriormente duelen tanto: se sienten como una especie de deslegitimación, una suerte de pérdida de agencia para-con nosotros.

¿Es esto lo que llaman una crisis de identidad? 

Pienso en la autorrealización, el esfuerzo y el reconocimiento. Pienso en el sentimiento de utilidad y productividad, pienso en lo que me reporta aquello en lo que nunca me imaginé y me sorprendo, en parte, de sentir una especie de pertenencia a ese lugar que tanto he criticado. Todo sería más sencillo, en el fondo, si dejáramos de perseguir (si dejara de hacerlo) esa idea de lo que somos y simplemente nos limitáramos a ser o algo así. Decía Camus, «¿Qué importa lo que podamos parecer y lo que usurpemos? Lo que somos, lo tenemos que ser, basta para llenar nuestra vida y ocupar nuestros esfuerzos». Y quizá tiene razón, ¿qué más da lo que creamos que somos, lo que deseemos ser, lo que imaginemos? Está claro, las etiquetas, las definiciones, son necesarias para adquirir un espacio; pero, quizá deberían estirarse más, extenderse y abarcar otros horizontes. 

En esa dicotomía, en esa esclusa se resuelven mis últimos días de junio, en ese no saber qué ser y saber qué ser o qué querer ser al mismo tiempo. En esa identidad cambiante, que fluctúa y permanece de alguna forma y se difumina también. Me hace pensar, entonces, en esa fuerza que sentí hace un par de veranos, en esa especie de necesidad irrevocable de convertirme en algo concreto. Una urgencia, un impulso, algo que debía satisfacerse: una vocación. Heidegger hablaba de «ser llamado a la existencia», Ortega y Gasset hablaba de un «yo ingobernable», un algo ineludible que somos y a lo que no podemos dejar de tender. Y como sucedía con la identidad, esa vocación cambia con el tiempo, con las experiencias, con las circunstancias; pero de alguna manera, responde a esa suerte de núcleo interno y constante señalado por Montero, como un telos, una dirección. 

No deseo nombrar la palabra destino, considero que no se corresponde con lo que quiero significar, porque implica una especie de determinación. Diría, entonces, que la vocación es algo así como un reflejo del alma, una especie de mirarse dentro para encontrarse de frente con los mismos ojos que miraban. Prefiero, así, la palabra tendencia, porque tender implica «tumbarse, apoyarse hacia» y siento que lo que somos, lo que deberíamos ser, se apoya, justamente, en ese deseo imperante de ser-en-urgencia. 

En ese mismo verano que descubrí una especie de hambre voraz por hacer algo con significado, descubrí un poema de Concha Méndez que me cambió la vida. Nunca unas palabras han conseguido emocionarme de esta manera y mimetizarse tan bien con cómo me sentía. Dice la poeta: «Debo cumplir mi dharma//hacer, hacer, las cosas que aquí debo.//Porque tengo una deuda//para conmigo misma.//Vine para algo más que para pasar como sombra.//Dentro de mí hay una luz que quiere salir fuera». Ese concepto de dharma, procedente del budismo y el hinduismo, caló en mí como nunca nada antes lo había hecho: un deber supremo que nos alinea con nuestra esencia. Imagina algo de lo que no puedes escapar, algo que es irremediablemente para ti porque se construye sobre quién eres. Para Concha, sus manos eran un reflejo pleno de su ser, sus letras necesitaban ser pronunciadas y temía que la muerte llegara antes de tiempo. Su poema se llama “No vengas, Muerte». 

De esta manera, la identidad se traspapela, en cierto modo, con la vocación; nuestro horizonte moral describe, en parte, lo que deseamos convertirnos. Siempre he deseado significar algo, ser alguien importante, y no con miles de seguidores o fama, sino producir algo que a otros les sirviera; que pudiera ser admirable o que pudiera ser un ejemplo por su magnitud. Por ello, si hay algo que me produce conflicto cuando pienso en quién soy y en dónde desempeño mis aptitudes es justamente esto: sentir que lo que hago no produce significado, no es relevante, no da lugar a nada que llene el espíritu. Y ahí comienzan las dudas y el sentimiento de haber elegido de manera incorrecta. 

Ortega y Gasset ante esto señala que la vocación y la muerte –como bien escribía Concha– son los atributos más esenciales de la existencia, porque no hay nada como ambos para sentir todavía más el esplendor de la vida y la celeridad, la angustia de tener que elegir bien: «Si fuésemos eternos, esto no nos angustiaría; lo mismo daba entonces tomar una decisión u otra. […] Pero lo malo es que nuestros instantes son contados, y por tanto cada uno irremplazable. No podemos impunemente errar; nos va en ello la vida». Por eso es tan importante sentir que tenemos una identidad, que tenemos un camino que recorrer: porque la vida es corta y necesitamos darle un sentido, o al menos, concebir que nuestra estancia aquí sirvió para algo, aunque sea para nosotros mismos. Contamos con un proyecto general de existencia y la vida consiste en intentar completarlo de alguna manera. 

En esta línea, Ortega prosigue: «Cada hombre entre sus varios seres posibles encuentra siempre uno que es su auténtico ser. […] La vocación es sentirse llamado a ser el ente individualísimo y único, que en efecto se es. Toda vocación es vocación para ser yo mismísimo, me ipsum». Una especie de voz interna que nos llama, que nos persigue, y que sirve como lazo de unión entre nuestra subjetividad y el mundo. Según explica Aranguren, «ser lo que, en nuestro proyecto más hondo, somos ya». Por esta misma razón, por esta mínima temporalidad, por la escasez de días, meses, años, por lo infinito de los actos buenos, por todo esto, no da igual lo que hacemos y somos. No podemos perder el tiempo porque, en términos orteguianos, «la vida es quehacer». Nuestra vocación, no obstante, no es algo que debamos cumplir a rajatabla, ni es algo extraordinario; de hecho, podemos elegir no llevarla a efecto. Pero, plenificarse, extenderse y tender hacia lo que somos en realidad, es la verdadera potencia. 

Por eso hoy me veo en el espejo y me cuestiono a dónde miro y a dónde quiero mirar. Pienso constantemente en las palabras de Concha y en que ojalá, cuando mire hacia atrás, cumpla con esa deuda que es conmigo y no con otros; porque eso a lo que estoy encaminada es un pleno reflejo de mi yo más profundo. Camus recuerda: «Hemos aprendido que hay una luz a nuestras espaldas. […] Nuestro cometido antes de morir consiste en intentar, a través de todas las palabras, nombrarla». 

Espero algún día poder nombrarla.

BIBLIOGRAFÍA

Camus, A. (2021) Las Bodas / El Verano. DEBOLSILLO:Barcelona.

Méndez, C. (2019) Entre sombras y sueños (Antología). Renacimiento.

Montero, M. (1987). Ideología, alienación e identidad nacional. Caracas: UCV.

Rojas de Rojas, M. (2004) Identidad y cultura. Educere, vol. 8 (27), octubre-diciembre, pp. 489-496. Universidad de los Andes.

Pantoja, C. (1992) En torno al concepto de vocación… Educación y Ciencia, vol. 2 (6), julio-diciembre, pp. 17-20.

Gutiérrez Pozo, A. (2020): Ser para la vocación. Muerte y vocación como claves de la finitud humana en Ortega y Gasset. Revista Anales del Seminario de Historia de la Filosofía 37 (2), pp. 295-307.

Deja un comentario