Un espacio para la ternura en tiempos de capitalismo tardío
Helen Betancourt
No existe un yo sin un tú —sin un ellos—. Sin embargo, hemos sido educados para optimizarnos de tal manera que el cansancio y la precariedad a la que nos hemos rendido han convertido la ternura en un lujo. Un lujo que rara vez cabe en nuestras agendas. Pero yo no quiero entregarme a la lógica del capital. Quiero entregarme al otro—a los demás—. “Pues amar no es rendir sino rendirse”1.
En tiempos en los que media la productividad como calculadora de nuestro valor —y, de paso, de nuestro atractivo— no es de extrañar que se haya capitalizado incluso el deseo de entregarse, a la deriva en un mar de apps de citas. Ya no somos el “factor humano”, sino el producto. Esta idea se infiltra también en nuestras relaciones a través de un sistema al que le interesa esta autopercepción de nosotros como sujetos capaces de superarse —o rentabilizarse— mediante discursos sobre la meritocracia y el esfuerzo. Lo emocional apenas tiene cabida en los horarios del rendimiento personal. Se alimentan de nuestras ansias de superación mientras, a su vez, se benefician también de nuestra soledad.
Nuestras obligaciones se han expandido de tal forma que han terminado por atrapar al amor—algo que debería existir más allá de las estructuras socioeconómicas— entre sus garras. Las relaciones se han convertido en una gestión más: una cita en la agenda, un objetivo, una muestra de estatus. Incluso las festividades que celebran el romanticismo conllevan una exigencia económica: demostrar afecto se vuelve sinónimo de pagar cenas caras, escapadas de fin de semana, regalos, etc.; cualquier cosa que valide la relación a través del consumo.
La necesidad, disfrazada de elección
En este contexto no sorprende que, en muchas ocasiones, la pareja se sostenga más por la necesidad que por el deseo. La pobreza transforma el amor en una dependencia mutua: amar, muchas veces, es compartir renta, techo y cotidianeidad. El amor no es el refugio que se nos ha vendido en las comedias románticas, sino una trinchera constante de vínculos insostenibles en un escenario que lo dificulta todo: el tiempo, el dinero y la estabilidad—o, más bien, la falta de estos tres.
Mientras tanto, las narrativas contemporáneas celebran la independencia emocional como forma superior de existencia. Nos invitan a mirar con burla o condescendencia a quienes todavía creemos en la necesidad del otro. El amor se caricaturiza como símbolo de debilidad, mientras que, por el otro lado, bajo el disfraz de libertad, se nos adoctrina: el yo individual—productivo, eficiente, independiente—es más válido cuando no existe vínculo alguno que pueda distraernos del trabajo.
Pero esta defensa de la autosuficiencia no es accidental, sino funcional del sistema, pues creer que el éxito reside exclusivamente en lo profesional nos hace descuidar, sin darnos cuenta, el resto de los ámbitos de posibles éxitos—familiar, amoroso, social—Y así, con nuestro ímpetu de alcanzar el máximo rendimiento laboral, les damos lo que más desean: todo nuestro tiempo.
Por este motivo, las formas de vincularnos vienen condicionadas por estructuras que disfrazan la necesidad de elección. En un contexto de capitalismo tardío, la precariedad no solo limita el tiempo y el espacio para el amor, sino que también desfigura sus razones: a veces nos quedamos no por deseo, sino porque no podemos permitirnos irnos. En este escenario, entregarse al otro por convicción—y no por necesidad—resulta casi revolucionario. No sorprende entonces que se nos haya enseñado a ridiculizar al romántico empedernido, a quien necesita de otros para vivir—y no para sobrevivir—, pues representa lo que el sistema no puede controlar.
Sin embargo, el punto de mira hacia la dependencia no debe apuntar hacia los demás, sino hacia un sistema que se asegura de que esta dependencia sea desigual a través del género, la clase social, la orientación sexual y cualquier otra estructura opresiva. Por eso, quizá amar hoy no sea un acto ingenuo, sino profundamente político. Un acto de resistencia. En un mundo que premia la eficiencia y desprecia la fragilidad, entregarse a alguien—de manera genuina, sin cálculos ni plan de negocios— es una forma radical de decir: no todo en mí es rentable. No todo en mí es mercancía.
Bibliografía
- 1- Sánchez López, J. (2023). Superemocional: Una defensa del amor. Continta Me Tienes

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