¿El mapa precede el territorio en este caso, pero es más interesante?
Luke Shaw
Las novelas de Houellebecq en la última fase de su carrera se han inclinado cada vez más explícitamente hacia la política, revolcándose más y más en sucesos políticos y sociales, detalladamente retratados. Esta especificidad es algo asombrosa ya que ha previsto diversos sucesos políticos, por lo que todo ensayo sobre Houellebecq empieza con un pequeño resumen de esta capacidad de previsión: Plataforma (2001) concluye con un ataque terrorista islamista y se publicó un par de semanas antes del ataque del 11S; Sumisión (2015) se publicó el día del ataque a las oficinas de la revista Charlie Hebdo; mientras que Serotonina (2019), en la cual figuran manifestaciones de agricultores que bloquean carreteras, apareció poco antes de las protestas de los gilets jaunes.
Sin embargo, el éxito de sus obras más premiadas, Las Partículas Elementales (1998) y El Mapa y El Territorio (2011) (con la que el autor obtuvo finalmente el Prix Goncourt), se debe más a su capacidad de desdibujar el contexto social occidental general, mediante una Francia arquetípica, no hiperespecífica, de prosperidad económica y cambio cultural. Este contexto cambia radicalmente entre ambos libros: en el primero, la época de prosperidad económica de la posguerra, llamada en francés les trente glorieuses, subyace los acontecimientos, que demuestran la degeneración moral individualista que se encuentra tanto en los hippies o el espíritu sesentayochista como en la sociedad del consumo fordista propiamente dicha, ya que todo gira alrededor de un principio de libertad personal. Escribiendo incluso antes del estallido de la burbuja puntocom, Houellebecq, como todos, creía que una economía creciente, como durante la época posguerra, sostendría esta degeneración moral a la vez que proveía de ventajas materiales.
Por otra parte, en El Mapa y el Territorio se retrata un cansancio social más totalizador, por la añadidura de una consciencia del agotamiento del motor económico occidental que se hizo evidente en 2008, después de la cual ya no es posible negar que, en lugar de la manufactura, la economía se orienta hacia formaciones cada vez más financieras. En la novela, cuyo protagonista es un artista acomodado que se interesa, valga la redundancia, por lo artístico, este cambio en la orientación de la economía se desvela de una forma estética, como si se tratase de un tipo de cambio de escuela o de corriente.
Cuando el objeto se transforma en mercancía
Esto puede relacionarse con algunas ideas del filósofo Walter Benjamin, mostradas en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, donde considera esta dialéctica entre la estructura económica y el mundo artístico. Para él, la evolución del arte desde la época precapitalista hasta nuestros tiempos (capitalistas pero posindustriales) define un espectro: al principio, todos los objetos admitían solo valores de uso, se veían como objetos sueltos con fines específicos inconmensurables. Un objeto artístico también, naturalmente, quedaba separado del resto de los objetos y sobre todo de los objetos cotidianos. Su valor de uso era esencialmente ritual y participaba en lo divino; con bastante frecuencia solo se dejaba ver los objetos artísticos a los sacerdotes. Esta separación venerada constituía el aura del objeto artístico.
Con la llegada del capitalismo, los objetos cotidianos se fueron convirtiendo en mercancía, y así entrando en relación entre sí, como expresiones más o menos equivalentes de cantidades más o menos grandes de valor de cambio. Este proceso logró grados diversos de éxito en función del nivel de desarrollo de la economía en la que los objetos se movían, naturalmente. El arte resistía en cierto modo su propia mercantilización, ya que era difícil producir objetos genuinamente artísticos (tales que los cuadros) en masa como se producía harina, por ejemplo. Pero con la posibilidad de reproducir imágenes mediante técnicas de xilografía, se empezó a quebrar el concepto del original (cuyo opuesto era simplemente su falsificación) ya que las copias de alguna forma empezaron a tener más valor que el original (la madera tallada). Así es como el arte empieza a destinarse a la difusión y por tanto a la exposición; se afloja su sentido divino, que se ve en el hecho de que para los pintores del Renacimiento las estatuas griegas sólo se veneraban por su belleza secular, no su divinidad idólatra.
Finalmente, con la llegada de la reproducción mecánica generalizada, los objetos artísticos alcanzan una igualdad total con los demás objetos, y por tanto asumen un estatus de mercancía. Entrando así en la equivalencia totalizadora de esta forma, pierden por completo la distancia tan esencial y constitutiva del aura. Este cambio fundamental del arte veda de sentido las dudas acerca del mérito estético de nuevos medios mecánicos como la fotografía, que son a la vez síntomas y causas de la alteración en lo que es el arte: “La obra de arte reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida”. El hecho de que el arte se mercantilice claramente afea al objeto artístico, ya que pierde su aura religiosa; pero a la vez, se embellece mientras se viste con el destello de la mercancía. La equivalencia de todos los objetos, su expresión de una calidad fundamental (el valor de cambio), tiene su atractivo.
Cuando la mercancía se convierte en arte
La ligadura establecida, radicada en el valor de cambio, entre el arte y el resto de los objetos también tiene sus consecuencias para estos últimos, que adquieren su propia calidad artística. Houellebecq atina bastante con lo estético del mundo de los productos, en cómo se puede gozar de los lujos masificados de la sociedad moderna. De ahí vienen sus amontonadas referencias a los embutidos y las comidas preparadas de media gama. Es en El Mapa y el Territorio donde el personaje de Houellebecq mismo confiesa que ha tenido el placer, en el transcurso de su vida, de encontrarse con “tres productos perfectos”: unos zapatos, un portátil-impresora y una parka. Este placer parece realmente estético; el hecho de que sean producidos en masa no les quita la posibilidad de suscitar en su consumidor una sensación genuina y profundamente artística. Y hasta se la aumenta, ya que forma parte del placer el hecho de poder ir “comprando periódicamente, a medida que se fueran gastando, productos idénticos”.
Por todo ello, vemos en la reproducción mecánica una realización más perfecta de la forma de la mercancía, que luego se lleva a cabo también en el ámbito artístico. Las películas, que se plantean como un producto masificado desde el principio, necesariamente son producidas en masa en facsímiles realmente idénticos e intercambiables en su valor estético. Además, las películas gozan de una belleza especial por estar tan entremezcladas con la estructura económica, ya que dependen no solo de los procesos masificados de producción, sino también de los igualmente masificados de distribución. No son una forma de arte que se ha visto desfigurado por la reproducción, sino un medio vanguardista que nace con ello. A su vez, los medios tradicionales como la pintura aún admiten una belleza, pero por el cambio en la naturaleza del arte solo pueden vislumbrar esta belleza bajo un aspecto reaccionario: el de la nostalgia, que acaba siendo una postura defensiva.
Muchos años y cambios económicos después de la muerte de Benjamin, se encuentra esa misma postura nostálgica en El Mapa y el Territorio, pero es una nostalgia por la Francia del siglo XX en cuanto a su capacidad productiva. Es decir, por la mercantilización y masificación que antes era vanguardista, tanto económica como estéticamente. El primer éxito del protagonista, el artista Jed Martin, es una serie fotográfica de herramientas, “tuercas, pernos y llaves inglesas”, presentadas “como si fuesen joyas de un resplandor discreto”: un “homenaje al trabajo humano”. Pero rápidamente Houellebecq pasa de esta postura nostálgica (asociada con la mercancía y la manufactura) enfocada en los objetos artísticos a una posición vanguardista que desvela lo atractivo del mercado del arte.
Detalla cómo, “tanteando un poco”, Jed establece el precio de reproducciones de otra serie fotográfica, enterándose de esta forma del «misterio capitalista por antonomasia: el de la formación de los precios«. Queda claro que este proceso, el movimiento de precios, tiene su encanto, un encanto que es sobre todo estético, tanto como el encanto de la mercancía. Pero es un encanto diferente, ya que es más consciente de sí mismo – no se pierde en el fetichismo de la mercancía, que otorga una magia al objeto por su valor consustancial – y que se enloquece al ver el valor de cambio en sí, desnudo. Es sexy, es moderno, se ha librado de la obsesión industrial de la posguerra que marcó la primera obra de Jed. Es un encanto financiero. Cuando, unas páginas más tarde, las meditaciones de Jed sobre el que “ser artista era ante todo ser alguien sometido…a mensajes misteriosos, imprevisibles…[así] se diferenciaba de [las demás] profesiones u oficios», se oyen las resonancias con la metáfora de la mano invisible de Adam Smith. Jed está a punto de convertirse en pintor, y la pintura es la forma artística más financierizada de todas.
Cuando Jed se vuelve pintor emprende una serie de cuadros que retratan a los oficios – carniceros, mecánicos, hombres de negocios. Superficialmente, parece que la obra de Jed sigue con su orientación nostálgica, pero el hecho de que sea pintura introduce un elemento vanguardista finacierizado a los retratos. Cuando se vende un cuadro que representa a un hombre de negocios a otro más rico, el dibujado dice, encogiéndose de hombros “[e]s el mercado”. Este asombro es una versión moderna del experimentado ante la obra sublime. La calidad estética de este asombro financiero se subraya cuando Jed compara la falta de sentido (estética) de Picasso con el hecho (financiero) de que “no tenía ningún sentido” que un cuadro que representaba a Houellebecq tuviera un valor de setecientos cincuenta mil euros.
El mapa imposible: un cuadro inacabado
En este texto enfatizo que digo financierizado y no mercantilizado, porque el vanguardismo de la pintura refleja el vanguardismo de las finanzas en nuestra economía actual, frente a la manufactura de mercancía. No podemos escaparnos del hecho de que las finanzas proveen nuestras metáforas y estéticas más vanguardistas, y por eso, dice el galerista de Jed después de conseguir su gran éxito financiero – los cuadros de los oficios que se venden le reportan una suma de treinta millones de euros – “el éxito en términos comerciales justifica y valida lo que sea, sustituye a todas las teorías”. Lo que se destaca del objeto artístico no es su calidad masificada, sino la liquidez del mercado del arte; por tanto, el arte empieza a desvestirse de su calidad como mercancía, alejándose de los objetos cotidianos. Así, vuelve a tener una versión deforme del aura antigua de la época en la que el arte se mezclaba con la religión. Los objetos artísticos vuelven a ser consultados por un público muy restringido – ya no de sacerdotes, sino de personas de altos ingresos. Por eso el mundo de los productos financieros y cuadros artísticos goza del mismo aspecto desligado, amorfo, sexy.
Sin embargo, en el fondo el leve elemento nostálgico de la serie de oficios obstaculiza a su perfección artística. El mejor cuadro de la serie es el que retrata a Steve Jobs y Bill Gates, porque el sector tecnológico es el último sector manufacturero que se defiende como fuente de crecimiento económico. Aun así, con el estallido de la burbuja puntocom, se vio que éste también se somete a las finanzas. Trata varias veces de pintar el cuadro que no tendría estos rasgos nostálgicos, una representación del oficio de artista. Éste se titula Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte, pero Jed no llega a completarla a su gusto. Falla porque tiene que representar no al artista sino al supremo objeto estético de nuestros tiempos financierizados, el mercado del arte. La expresión más perfecta del valor de cambio se ve en los productos financieros más desligados de lo específico – credit default swaps, index funds – y de la misma forma el mercado de arte como conjunto supera en esto lo que pueda lograr una obra particular. Esta trampa hace que esté destinado a fracasar, ya que (en este caso) lo particular no puede representar lo general. Se puede imaginar de hecho que este cuadro sin hacer obtiene su máxima belleza (su máximo valor) como un cuadro hipotético, o mejor dicho una opción financiera. El valor de la opción de comprar (una opción call) el cuadro cuando se complete ya obtiene la perfección artística financierizada, superando las limitaciones del activo subyacente.
Bibliografia
- Michel Houellebecq (2011). El Mapa y El Territorio.
- Michel Houellebecq (1998). Las Partículas Elementales.
- Walter Benjamin (1936). “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica”.

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