Las ciudades que quise

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por mais que possa parecer
eu nunca vou pertencer àquela cidade

NAPA

Tengo 21 años y me he mudado 7 veces. Eso significa que 7 veces he tenido que meter mi vida en unas cuantas cajas o un par de maletas. 7 veces he decidido en unos pocos días qué es importante para mí, qué se queda y qué se va conmigo. 7 veces he dicho adiós a un cuarto o una puerta o un piso. 7 veces he cambiado el paisaje que veo a través de la ventana, los vecinos, el felpudo, la parada de guagua o la estación de metro, el camino para volver a casa.

Tengo 21 años y he vivido en 8 lugares distintos. Si distribuyera mi vida equitativamente entre ellos, las cuentas saldrían a unos 2 años y 8 meses en cada sitio, aproximadamente. 2 años y 8 meses. Es bastante. No es tanto. ¿Es suficiente tiempo para llamar a algo hogar?

«Un día de estos esta casa ya no va a recibirme», escribió Alejandro Zambra. Crecí en un lugar en el que miraras en la dirección que miraras, veías el mar. Pensaba que eso era lo normal. Ahora, cuando habito en estas ciudades sin horizonte me angustio al descubrir que ya no sé dónde terminan las cosas. La vida es un tránsito, pero a veces resulta difícil atisbar dónde quedan los principios y los finales.  

Todo el que me conozca sabe que no me gusta Madrid; jamás pierdo la oportunidad de repetirlo. Odio el asfalto y el calor del metal, los edificios altos y grises que compiten unos con otros por quién tapa más el sol. «La mayor parte de la gente en la ciudad corre tanto, que no tiene tiempo de mirar flores», decía la pintora Georgia O’Keeffe. Las gentes caminan con prisa, sujetando con fuerza el bolso sin alzar la vista, al ritmo de sirenas, bocinas y alarmas. Se asoman a los minúsculos balcones de sus milimétricos pisos, encasillados como piezas de lego unos sobre otros en una gran manzana, y creen que eso es libertad. De vez en cuando riegan sus descuidadas plantas, o compran una nueva maceta, y creen que eso es éxito. Se miran a las cejas – a las cejas, lo juro, ni siquiera a los ojos – unos a otros mientras toman un vino en esa ridícula terraza, y creen que eso es amor.

La ciudad a veces mata la poesía, porque no se puede recitar entre el humo ni enterrada bajo el cemento, porque aunque grite no se oye con el ruido de las taladradoras y las hormigoneras. Aunque no siempre la he odiado. La ciudad, decía Rafael Alberti, «es como una casa grande», y tiene algo de cierto. Algunas han sido también mis amantes. Algunas se han ido haciendo poco a poco amigables, divertidas. Incluso la capital se volvía, a veces, menos hostil, tolerable. En algunas deseé quedarme más tiempo; otras, no veía el momento de dejarlas. Pero a todas las quise.

Sin embargo, siempre tuve que irme. Justo cuando recién empezaba a conocer las calles, los amores, las fechas, el precio de las flores. Todo lo que sé, lo aprendí huyendo. De unas a otras. De otras de nuevo a unas. Y luego a otra más. Siempre pensando en la próxima partida. Siempre deseando volver. Pero, ¿cómo se retorna a un hogar que no posees? Rafael Amor cantaba: «No hay mentira más piadosa que soñar un regreso // sabiendo que no se vuelve jamás a lo pasado». La ciudad, una casa grande. Un día de estos esta casa ya no va a recibirme. Volveré y no quedará nada.

21 años, 7 mudanzas, 8 casas, 5 ciudades. Los cumpleaños que felicité por audio, los rostros que solo vi por videollamada durante meses, las noches al otro lado de un teléfono que se corta una y otra vez por la mala cobertura. La diferencia horaria. Echar siempre algo o a alguien en falta. Los seres queridos que no vi crecer, que no vi morir, que no vi envejecer. Intentar recordar esos labios, el sabor de aquella comida o el tacto cálido de la arena contra la piel. Los vínculos que se enfrían y se vacían y se resienten y se rompen y se pierden. Las distancias calculadas en kilómetros, en calendarios, en vuelos, en horas. Acostumbrarte a la soledad, a renovar constantemente la extrañeza; a hacer tuyo lo ajeno, apropiarte de nuevos nombres, nuevas vistas, nuevas gentes; a no pertenecer y que nada te pertenezca. Un mensaje que le escribí a un amigo en abril: «Estar un poco en todas partes también significa nunca estar verdaderamente en ningún sitio».

He terminado por convencerme a mí misma de que mi hogar no está en ninguna parte, que tan sólo habito en las personas a las que quiero y las cosas que amo, porque son en las que dejo mi huella, las que recuerdo tras mi marcha. Porque si vivir es transitar, mi casa no puede ser estática ni concreta. Supongo que Borges tenía razón: «Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado, todas las ciudades que he visitado». Así, yo sé que estoy fragmentada y repartida en miles de pedazos y que nunca podré juntarlos todos y ser sólo una pieza, una coordenada, una unidad. Porque estoy hecha de fractales, porque yo vivo en los espacios, las brechas, las grietas, los agujeros; porque no soy como los huesos, sino que voy flexionándome como las articulaciones, doblándome como el cartílago, mudándome como la piel.   

Es probable que dentro de dos meses vuelva a irme lejos, y supongo que repetiré los rituales ya raídos: pillarle el truco a la llave, colgar las fotos, localizar los supermercados, hacer amigos, inventar un nuevo camino de vuelta. Y habitaré los lugares, aunque nunca completamente, pero sí retazos, sí a fracciones. Tendré una casa en todo lo que ame, un lugar del que irme, un lugar al que volver.  Seré como Jorge Drexler advertía: «De ningún lado del todo // y de todos lados un poco». Puede que con eso baste.

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