Recoger las semillas, recordar el camino

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Una memoria es una experiencia viva
Eduardo Galeano

En uno de mis últimos viajes a Barcelona, entré a una librería en Gràcia llamada La Memoria. Allí conocí a su dueña, una mujer estupenda de labia fácil y amena, que me recomendó un libro de Theodor Kallifatides –uno de mis autores favoritos–, Un nuevo país al otro lado de mi ventana. A su avanzada edad, el escritor reflexiona y dirime sus caminos y sus elecciones, las que lo llevaron a emigrar a Suecia desde Grecia, las que lo hicieron ser como es hoy. Recorre, camina, acaricia y da forma a sus recuerdos; comprende que no es nada sino otras voces que él mismo fue, pero que ya no es y aun así, sigue siendo. «La mejor manera de aceptar en lo que te has convertido es recordar lo que eras», dice. La memoria es un culto al pecho, al latir de la tierra y las raíces. Pienso mucho en aquella librería, en estas palabras y en lo que la presencia de esas voces significa en mi vida. 

Los antiguos griegos ya divagaron sobre ello, diferenciando la mnemne (memoria) de la anamnesis (reminiscencia). La primera aludía a lo interrumpido, lo continuo; y la segunda, al recuerdo de lo que se olvidó. En este sentido, hablamos de la mayéutica, profesión de la madre de Sócrates, por la que ayudaba a dar a luz a las madres. Analógicamente, el ejercicio realizado por su hijo pretendía “dar a luz” a las ideas y los recuerdos de sus alumnos. Para los griegos, todo conocimiento es reminiscencia, es decir, anamnesis: todo lo poseemos ya, todo lo sabemos; solo debemos traerlo de vuelta al mundo. Y en el fondo, creo que es verdad. Nuestros pasos delatan la historia que no sabemos, pero que practicamos de manera inconsciente. Mi abuela siempre me dice que me toco el pelo como lo hacía su madre, pero yo nunca logré conocerla. Sin embargo, siento vibrar la estirpe en mis dedos, siento llevar un peso que debo cargar y enunciar. 

Por tanto, ¿qué recordamos? ¿Qué nos obligamos a nunca olvidar? Existe un ejercicio de voluntad en la praxis del recuerdo, un deseo de permanencia, de significar, de que alguien más lo entienda. Cuando preservamos algo en la memoria, pretendemos explicar, de alguna forma, quiénes somos, de qué estamos hechos. Nuestro pasado se convierte, entonces, en una especie de relato, narración o mito, que toma la forma de una obra teatral en la que diversos actores interpretan un guion, que es el hilo del recuerdo. La memoria imita a la literatura ¿o es al contrario? Kallifatides prosigue, «La mitología de cada persona es el mayor apoyo que esta tiene cuando la vejez se acerca. […] Tener idea de qué determinó nuestra vida, saber por qué fue cómo fue». Porque, al final, nada de lo que mantenemos en nosotros es un espejo fidedigno del pasado, sino más bien una interpretación, una lectura. El propio Vygotsky, sociólogo y lingüista ruso, en uno de sus experimentos observa –muy resumidamente–, que los niños, para poder memorizar, inventan historias vinculadas a los conceptos. Somos narrando quiénes somos; somos de manera casi hermenéutica.  

«¿Por qué negar la evidente necesidad de la memoria?», se pregunta la protagonista de Hiroshima, Mon Amour. Y no solo eso, ¿por qué fingir que construimos nuestras evocaciones de manera individual? Existe una plenitud grande en el recuerdo compartido, en ser consciente de que el impacto de un suceso tuvo el mismo calado en un cuerpo distinto al tuyo. Autores como Marice Halbwachs, psicólogo y sociólogo francés, señalan que el individuo siempre recuerda en contextos socioculturales: dado que el ser humano es un ente social y colectivo, todas sus reminiscencias se tiñen de lo que le circunda. Establece, así, el concepto cadres sociaux –en español, “marcos sociales”, esos esquemas compartidos por un gran número de personas que nos permiten comprender el pasado a partir de las interrelaciones de los sujetos que forman parte de ese recuerdo. Para este autor, la memoria no es sino colectiva, no se erige sino en el Otro. Nuestra memoria es fragmentaria en cuanto a formada/construida por la de los demás. 

Caminar delante del edificio que perteneció a mi familia, delante del portal desde el que mi madre ha visto llover sin freno; delante del balcón donde imagino a mis tías, a veces, llamando a sus amigos para que las esperasen para jugar; pasar por ahí, por la puerta donde había una tienda, un bar, un hogar creado por las manos de mis bisabuelos. Todo ello estructura quien soy aunque no lo quiera. Edifica los cimientos de mi vida, de las historias que contaré a mis hijos algún día. Aquellos son los detalles más íntimos que solo confiamos a los más allegados o a quienes deseamos que se adentren algo más en quiénes somos. Nadie sabe que aquella casa fue mía, pero yo lo sé. Y eso me ensalza.

De esta idea de memoria colectiva, entonces, se desprende otro concepto fundamental: la centralidad del testimonio. Si bien la oralidad ha sido siempre una fuente de transmisión de conocimiento, se ve replegada, en ocasiones, por el carácter reposado y prolongado de la lengua escrita. No obstante, el testimonio, la palabra, tiene un valor epistémico casi superior, puesto que supone la existencia de intención en reconocer la autoridad de alguien, por parte del sujeto que escucha; y la voluntad de transmitir una información valiosa para otro, por parte de quien la enuncia. En el testimonio, las relaciones afectivas son cruciales dado que inyectan estima, agencia, respeto. La misma información nos empapa de manera distinta si es nuestro padre o un amigo quien no lo cuenta. Nuestra memoria, por tanto, se infunde con la de la autoridad testimonial, según Kallifatides, «Nuestra vida se vuelve una historia que alguien más nos cuenta». En este sentido, Halbwachs, prosigue: «El individuo recuerda en la medida en que asume la perspectiva del grupo, y la memoria del grupo se hace real y se manifiesta en las memorias individuales».

Es algo alarmante, sin embargo, pensar que nuestros recuerdos están sujetos a las tergiversaciones y las selecciones del tiempo y de los lazos. Laurie Andersson, artista sueca, en una de sus exposiciones en el Moderna Museet de Estocolmo, establecía: «Cada vez que cuentas una historia, la olvidas más» –Everytime you tell a story, you forget it more–.

La palabra olvido colma el espacio. Es tenebroso olvidar, es lúgubre. Cuando imagino la enfermedad, pienso también en dejar de recordar cumpleaños, olores, gestos, palabras y texturas; cuando imagino mi senectud, temo la niebla, la falta, me aterra no reconocer los ojos que una vez me supieron. Y aún así, admito, el olvido nos enternece, nos recubre. Clarice Lispector, en La Pasión según G.H., clama, «para seguir siendo humana, ¿mi sacrificio será olvidar?»…  Y en efecto, los huecos, los espacios, también nos permiten ser. De alguna manera, memoria y olvido son complementarios y paradójicos puesto que, como indica el psicólogo Gary Smith, «solo se puede recordar lo que también se puede olvidar».

Traigo de vuelta, ahora, a Nimes El Memorioso, personaje borgiano que nunca olvida: recuerda todo lo que vive y, por ende, todo lo que sufre. Si bien, en ocasiones, desearíamos mantener el instante en nuestra mente, realizar fotografías oculares y fidedignas, lo cierto es que la memoria excesiva es, en parte, igual de patológica que un Alzheimer severo. Así, escribe Borges, «El olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano, la otra cara secreta de la moneda». Nuestra mente funciona de manera económica, almacena enumerando, y necesita también liberar lo que es menos útil o aprovechable.

¿Cuántas canciones aprendimos, poemas recitamos, nombres escribimos de los cuales, ahora, no sabemos ni las primeras letras? Más allá de la melancolía, debemos apreciar la fuerza del olvido, el lugar que nos otorga para vivir de nuevo. Nietzsche reflexionaba sobre la crisis de su tiempo y establecía que «es absolutamente imposible vivir sin olvidar […]. El sentido no histórico –refiriéndose con ello al olvido– y el sentido histórico son igualmente necesarios para la salud de un individuo, de una nación, de una civilización”. Ahora bien, saber dónde se sitúa la frontera, el límite, saber dónde encontrar la necesidad de historia, es una cuestión harto compleja.

¿Qué merece ser olvidado? 

¿Qué debemos dejar por escrito para que siempre permanezca? 

Y en la boca, ¿qué palabras deben quedarse en nuestros labios y cuáles pueden gotear, caer o quebrarse?  

Existen pocos métodos, al menos desde mis propias manos, que sean exitosos e infalibles para poder borrar. Decido quedarme, entonces, con la idea de que el recuerdo precisa de intención, es producto de una necesidad, de una teleología del amor y la ternura. Me encantaría mandarme abandonar y que lo hiciera, pero el cuerpo no entiende de ese tipo de sacrificios. Astrid Erll, académica alemana, escribe dolorosa, «olvidar es la regla, recordar es la excepción». Por eso, yo, decido no olvidar la colonia de mi madre los sábados por la mañana cuando íbamos al pueblo, cómo mi padre me rodeaba en una toalla al salir de la ducha, la risa de mi hermano, la imagen de mi abuela sonriendo, las colinas que se ven desde mi ventana, el color verde de la sierra, mi primer beso, aquella mano en la cintura, aquel café que nunca nos tomamos juntos, aquel viaje y aquella casa, o esa vez que dije que no y fue un no rotundo. 

Hoy decido, como señala un gran poeta y amigo, Guillermo Urquiza, «cartografiar la memoria». Elijo recordar, porque es todo lo que tengo. Hoy, doy gracias a la entrañable librera barcelonesa por este pequeño libro; porque, según Kallifatides, «Nadie puede contar nuestra historia como nosotros». 

BIBLIOGRAFÍA

Memoria colectiva y culturas del recuerdo: estudio introductorio. Universidad de los Andes, 2017.

Méndez, P. (2003). Sitios de memoria. El recuerdo que permite olvidar. Revista Reflexión30, 4-8.

Mendoza García, J. (2004). Las formas del recuerdo. La memoria narrativa. Athenea digital: revista de pensamiento e investigación social, (6), 153-168.

Kallifatides, T. (2023) Un nuevo país al otro lado de mi ventana. Galaxia Gutenberg:Barcelona

Yerushalmi, Y. (1989). Reflexiones sobre el olvido. Usos del olvido, 13-26.

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